Vidas de perros
Sub¨ªamos en silencio por la vieja escalera mec¨¢nica, erguidos y en orden, como siempre he pensado que se debe subir al cielo, cuando se oy¨® un chillido espantoso, una explosi¨®n como la de una pi?ata cuando se revienta en una fiesta infantil, y todos corrimos sin saber qu¨¦ pasaba, pero con el instinto certero de que pasaba algo grave. En la r¨¢faga de p¨¢nico alcanc¨¦ a ver una se?ora con un pobre abrigo de primavera salpicado de sangre todav¨ªa caliente, y otra que trataba de limpiar las piernas de su hijo embadurnadas de una materia espesa. S¨®lo entonces nos dimos cuenta de lo que ocurr¨ªa: la escalera mec¨¢nica hab¨ªa oprimido entre dos pelda?os un perrito pequin¨¦s, lo hab¨ªa reventado, y sus v¨ªsceras dispersas hab¨ªan salpicado a los que estaban m¨¢s cerca. En la escalera vac¨ªa s¨®lo qued¨® el due?o del perrito, paralizado de espanto, mirando con la boca abierta la tra¨ªlla rota que le qued¨® colocando en la mano. Esto sucedi¨® el jueves de la semana pasada en un almac¨¦n de Par¨ªs, y es uno de los episodios m¨¢s raros y estremecedores que he visto en mi vida. Lo m¨¢s raro, sin embargo, fue la reacci¨®n del p¨²blico. Tan pronto como pas¨® el p¨¢nico, todos soltaron una carcajada un poco hist¨¦rica, y se pusieron a hablar de perros con una torcedura de la conciencia que no pude entender. El due?o del perrito muerto, por su parte, tuvo que ser atendido de urgencia por el servicio m¨¦dico del almac¨¦n. M¨¢s tarde supimos que hab¨ªa hecho desmontar un sector de la escalera mec¨¢nica para rescatar hasta el ¨²ltimo fragmento del perrito despedazado, y se los hab¨ªa llevado dentro de una caja de zapatos. Tal vez esa misma tarde fue el cementerio para perros, bajo la lluvia desolada de aquel mal jueves de primavera, con su gabardina escu¨¢lida y sus zapatos de perdulario, y enterr¨® la cajita con lo poco que qued¨® de su perro entre las tumbas opulentas de los perros m¨¢s amados y mejor tenidos de Par¨ªs. Estoy seguro, sin embargo, de que ese pobre hombre no volver¨¢ a ser nunca m¨¢s el mismo de antes.Par¨ªs es una ciudad de perros privilegiados. En las calles, inclusive en los Campos El¨ªseos, que tienen la reputaci¨®n de ser la avenida m¨¢s bella del mundo, hay que caminar a saltos para no pisar la inconcebible cantidad de caca de perro que se encuentra por todas partes. Tambi¨¦n en Nueva York es familiar la imagen de los vecinos que sacan a sus perros al atardecer para que hagan sus necesidades en la calle, pero llevan un bast¨®n especial, con una mano mec¨¢nica, como la que usaron los astronautas para recoger piedras en el suelo de la Luna. Con esa mano de ficci¨®n cient¨ªfica recogen lo que el perro deja, lo echan en una bolsita de pl¨¢stico, que las tiendas especializadas venden para eso, y lo depositan en el tanque de la basura de la pr¨®xima esquina.
En Par¨ªs, donde el arte de amar a los perros no ha alcanzado semejante refinamiento, los animales dejan sus residuos en cualquier parte y de cualquier modo. Se calcula que en toda la ciudad incluidos los suburbios, se recoge todos los d¨ªas casi una tonelada de caca de perros, cuyo aprovechamiento industrial no est¨¢ todav¨ªa resuelto. Las autoridades del municipio tienen a?os de estar buscando una soluci¨®n desesperada, pero ninguna ha resultado eficaz. En las aceras han pintado la silueta de un perro, y una flecha que indica d¨®nde deben cumplir con su deber los perros de la realidad. La se?al est¨¢ en un sitio por donde pasa al atardecer un arroyo artificial inventado por
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Vida de perros
Viene de p¨¢gina 11los ingenieros municipales, con el prop¨®sito ¨²nico de arrastrar hasta las alcantarillas la caca de los perros. Pero son muy pocos los que obedecen las se?ales, y se orinan siempre, como se dice, fuera del tiesto. De modo que no hay remedio: en Par¨ªs siempre hay alguien en una visita con un pegote de perro en la sucia de un zapato. En mi tierra dicen que eso trae buena suerte. Si esto es as¨ª, en ninguna parte del mundo hay gente tan afortunada como en Francia.
Al parecer, los franceses quieren tener sus perros dom¨¦sticos por encima de todos los problemas que puedan causar. S¨®lo en Par¨ªs hay m¨¢s de un mill¨®n. Es decir: un perro por cada diez habitantes. Pero las estad¨ªsticas reales no son tan cuadradas, porque muchos franceses tienen ya dos perros en su casa y est¨¢n tratando de tener tres, mientras el Gobierno adelanta una campa?a in¨²til para que tengan un tercer hijo. El control voluntario de la natalidad es tan severo -al contrario de lo que ocurre en el Tercer Mundo- que las autoridad es empiezan a preocuparse en serio. ?Entre nosotros, un nacimiento es ahora todo un acontecimiento?, ha dicho un especialista. ?Las familias con tres hijos se consideran como numerosas- las que tienen m¨¢s de cinco se hacen acreedoras a medallas especiales, y las que tienen siete o m¨¢s se vuelven c¨¦lebres en la Prensa regional?. El promedio nacional son dos hijos en cada matrimonio. Las madres que se encuentran en este punto, y que trabajan para contribuir al presupuesto familiar, tienen la oferta oficial de ganar el mismo sueldo en la casa si tienen un tercer hijo. No son muchas las que se dejan tentar. En cambio, es cada vez mayor la tendencia a tener un tercer perro.
Todo esto me parece asombroso y digno de ser escrito, porque pertenezco al abundante y respetable grupo de mortales que hubi¨¦ramos querido tener doce hijos, como los tuvo mi madre, y en cambio no nos entendemos con los perros. M¨¢s a¨²n: les tengo terror. Al parecer, los perros lo saben, porque cuando llego a una casa donde los hay, ¨¦stos desprecian de un modo ol¨ªmpico a quienes los aman y quieren acariciarlos, y en cambio tratan de subirse encima de m¨ª y agobiarme con besos de seducci¨®n. Siempre he pensado que los due?os de perros no son conscientes de cu¨¢nto sufrimos con los perros quienes no los queremos. Cuando est¨¢ a punto de sucumbir al horror, los due?os se toman la molestia de decir: ?Dandy, qu¨¦date quieto?. Dandy, por supuesto, no hace el menor caso, y cuando ya parece haber desaparecido, uno siente en la mesa un rumor, despu¨¦s un calor sobrenatural que se desliza por debajo del mantel y, en seguida, un hocico que surge por entre nuestras piernas. Grito: ??Aqu¨ª est¨¢ otra vez!?. Es siempre un orito exagerado, con la esperanza de que los comensales se r¨ªan, de que los due?os se averg¨¹encen, de que haya alguien que sienta un poco de l¨¢stima por quien tuvo la mala suerte de no querer a los perros, pero nunca obtengo los resultados previstos. Los due?os de casa apenas si interrumpen la conversaci¨®n para decir, sin la menor pretensi¨®n de autoridad:
?Sal de ah¨ª, Ner¨®n?. Pero Ner¨®n sigue ah¨ª, gozando con el espect¨¢culo de Roma a merced de las llamas, y all¨ª sigue hasta el final de la cena. Entonces es para m¨ª la hora providencial en que vuelvo a mi casa llena de las tortugas de la buena suerte, del loro que canta las arias entra?ables de Pucc¨ªni y de las rosas del alma que perfuman la casa sin ladrar, que no muerden, que no se le trepan encima a nadie, a las cuales no hay que sacar¨ªas a pasear todas las tardes para que ensucien la ciudad con sus gracias fragantes.
Esto no quiere decir, por supuesto, que est¨¦ contra los perros. Estoy contra muchos due?os de perros que se derriten de ternura con ellos, y en cambio son capaces de cualquier crueldad con los seres humanos. O de los que son v¨ªctimas de una confusi¨®n de sentimientos cuyos estragos son imprevisibles. Recuerdo, hace muchos a?os, una se?ora cubierta casi por completo de zorros azules, a quienes las autoridades sanitarias de Nueva York no le dejaban desembarcar su perro. Lo llevaba en una canasta de mimbre, con un abrigo tejido a mano y un lazo de organza en la cabeza, y no pod¨ªa soportar la idea de que lo sometieran a cuarentena. Al final, ante la intransigencia de las autoridades, escogi¨® la que le parec¨ªa la f¨®rmula m¨¢s humanitaria: ech¨® al perrito al agua, y lo vio ahogarse ante el asombro de todos, con los ojos llenos de l¨¢grimas, pero feliz de que el animalito de su coraz¨®n estuviera para siempre a salvo del mal de rabia de los perros humanos.
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