Fantas¨ªa y creacion art¨ªstica
Seg¨²n el diccionario de la Real Academia de la Lengua, la fantas¨ªa es ?una facultad que tiene el ¨¢nimo de reproducir por medio de im¨¢genes?. Es dif¨ªcil concebir una definici¨®n m¨¢s pobre y confusa que esa primera acepci¨®n. En su segunda acepci¨®n dice que es ?una ficci¨®n, cuento o novela, o pensamiento elevado o ingenioso?, lo cual no hace sino infundir mayor desconcierto en el ya creado por la definici¨®n inicial.De la palabra imaginaci¨®n, el mismo diccionario dice que es ?aprensi¨®n falsa de una cosa que no hay en la realidad o no tiene fundamento?. Por su parte, don Joan Corominas, ese gran detective de las palabras castellanas -cuya lengua materna no era, por cierto, el castellano, sino el catal¨¢n-, estableci¨® que fantas¨ªa e imaginaci¨®n tienen el mismo origen y que en ¨²ltima instancia puede decirse- sin mucho esfuerzo que son la misma cosa.
Uno de mis mayores defectos intelectuales es que nunca he logrado entender lo que quieren decir los diccionarios, y menos que cualquier otro el terrible esperpento represivo de la Academia de la Lengua. Por una vez que he tenido la curiosidad de volver a ¨¦l para establecer las diferencias entre fantas¨ªa e imaginaci¨®n, me encuentro con la desgracia de que sus definiciones no s¨®lo son muy poco comprensibles, sino que adem¨¢s est¨¢n al rev¨¦s. Quiero decir que, seg¨²n yo entiendo, la fantas¨ªa es la que no tiene nada que ver con la realidad del mundo en que vivimos: es una pura invenci¨®n fant¨¢stica, un infundio, y por cierto de un gusto poco recomendable en las bellas artes, como muy bien lo entendi¨® el que le puso el nombre al chaleco de fantas¨ªa. Por muy fant¨¢stica que sea la concepci¨®n de que un hombre amanezca convertido en un gigantesco insecto, a nadie se le ocurrir¨ªa decir que la fantas¨ªa sea la virtud creativa de Franz Kafka, y en cambio no cabe duda de que fue el recurso primordial de Walt Disney. Por el contrario, y al rev¨¦s de lo que dice el diccionario, pienso que la imaginaci¨®n es una facultad especial que tienen los artistas para crear una realidad nueva a partir de la realidad en que viven. Que, por lo dem¨¢s, es la ¨²nica creaci¨®n art¨ªstica que me parece v¨¢lida. Hablemos, pues, de ?la imaginaci¨®n en la creaci¨®n art¨ªstica en Am¨¦rica Latina? y dejemos la fantas¨ªa para uso exclusivo de los malos Gobiernos.
En Am¨¦rica Latina y el Caribe, los artistas han tenido que inventar muy poco, y tal vez su problema ha sido el contrario: hacer cre¨ªble su realidad. Siempre fue as¨ª desde nuestros or¨ªgenes hist¨®ricos, hasta el punto de que no hay en nuestra literatura escritores menos cre¨ªbles y al mismo tiempo m¨¢s apegados a la realidad que nuestros cronistas de Indias. Tambi¨¦n ellos -para decirlo con un lugar com¨²n irreemplazable- se encontraron con que la realidad iba m¨¢s lejos que la imaginaci¨®n.
El diario de Crist¨®bal Col¨®n es la pieza m¨¢s antigua de esa literatura. Empezando porque no se sabe a ciencia cierta si el texto existi¨® en.la realidad, puesto que la versi¨®n que conocemos fue transcrita por el padre Las Casas de unos originales que dijo haber conocido. En todo caso, esa versi¨®n es apenas un reflejo infiel de los asombrosos recursos de imaginaci¨®n a que tuvo que apelar Crist¨®bal Col¨®n para que los Reyes Cat¨®licos le creyeran la grandeza de sus descubrimientos.
Col¨®n dice que las gentes que salieron a recibirlo el 12 de octubre de 1492 ?estaban como sus madres los parieron?. Otros cronistas coinciden con ¨¦l en que los caribes, como era natural en un tr¨®pico todav¨ªa a salvo de la moral cristiana, andaban desnudos. Sin embargo, los ejemplares escogidos que llev¨® Col¨®n al palacio real de Barcelona estaban ataviados con hojas de palmeras pintadas y plumas y collares de dientes y garras de animales raros. La explicaci¨®n parece simple: el primer viaje de Col¨®n, al rev¨¦s de sus sue?os, fue un desastre econ¨®mico. Apenas si encontr¨® el oro prometido, perdi¨® la mayor de sus naves y no pudo llevar de regreso ninguna prueba tangible del valor enorme de sus descubrimientos, ni nada que justificara los gastos de su aventura y la conveniencia de continuarla. Vestir a sus cautivos como lo hizo fue un truco convincente de publicidad. El simple testimonio oral no hubiera bastado, un siglo despu¨¦s de que Marco Polo hab¨ªa regresado de China con realidades tan novedosas e inequ¨ªvocas como los espaguetis y los gusanos de seda, y como lo hab¨ªan sido la p¨®lvora y la br¨²jula.
Toda nuestra historia, desde el descubrimiento, se ha distinguido por la dificultad de hacerla creer. Uno de mis libros favoritos de siempre ha sido el Primer viaje en torno del globo, del italiano Antonio Pigafetta, que acompa?¨® a Magallanes en su expedici¨®n alrededor del mundo. Pigafetta dice que vio en Brasil unos p¨¢jaros que no ten¨ªan colas, otros que no hac¨ªan nidos porque no ten¨ªan patas, pero cuyas hembras pon¨ªan y empollaban sus huevos en la espalda del macho y en medio del mar y otros que s¨®lo se alimentaban de los excrementos de sus semejantes. Dice que vio cerdos con el ombligo en la espalda y unos p¨¢jaros grandes cuyos picos parec¨ªan una cuchara, pero carec¨ªan de lengua. Tambi¨¦n habl¨® de un animal que ten¨ªa cabeza y orejas de mula, cuerpo de camello, patas de ciervo y cola y relincho de caballo. Fue Pigafetta quien cont¨® la historia de c¨®mo encontraron al primer gigante de la Patagonia, y de c¨®mo ¨¦ste se desmay¨® cuando vio su propia cara reflejada en un espejo que le pusieron enfrente.
La leyenda del Dorado es, sin duda, la m¨¢s bella, la m¨¢s extra?a y decisiva de nuestra historia. Buscando ese territorio fant¨¢stico, Gonzalo Jim¨¦nez de Quesada conquist¨® casi la mitad del territorio de lo que hoy es Colombia, y Francisco de Orellana descubri¨® el r¨ªo Amazonas. Pero lo m¨¢s fant¨¢stico es que lo descubri¨® al derecho -es decir, navegando de las cabeceras hasta la desembocadura-, que es el sentido contrario en que se descubren los r¨ªos. El Dorado, come el tesoro de Cuauhtemoc, sigui¨® siendo un enigma para siempre. Como lo siguieron siendo las 11.000 llamas, cargadas cada una con cien libras de oro, que fueron despachadas desde el Cuzco para pagar el rescate de Atahualpa, y que nunca llegaron a su destino. La realidad fue otra vez m¨¢s lejos hace menos de un siglo, cuando una misi¨®n alemana encargada de elaborar el proyecto de construcci¨®n de un ferrocarril transoce¨¢nico en el istmo de Panam¨¢, concluy¨® que el proyecto era viable, pero con una condici¨®n: que los rieles no se hicieran de hierro, que era un metal muy dif¨ªcil de conseguir en la regi¨®n, sino que se hicieran de oro.
Tanta credulidad de los conquistadores s¨®lo era comprensible despu¨¦s de la fiebre metaf¨ªsica de la Edad Media y del delirio literario de las novelas de caballer¨ªa. S¨®lo as¨ª se explica la desmesurada aventura de Alvar N¨²?ez Cabeza de Vaca, que necesit¨® ocho a?os para llegar desde Espa?a a M¨¦xico a trav¨¦s de todo lo que hoy es el sur de Estados Unidos, en una expedici¨®n cuyos miembros se comieron unos a otros, hasta que s¨®lo quedaron cinco de los seiscientos originales. El incentivo de Cabeza de Vaca, al parecer, no era la b¨²squeda del Dorado, sino algo m¨¢s noble y po¨¦tico: la fuente de la eterna juventud.
Acostumbrado a unas novelas donde hab¨ªa ung¨¹entos para pegarles las cabezas cortadas a los caballeros, Gonzalo Pizarro no pod¨ªa dudar cuando le contaron en Quito, en el siglo XVI, que muy cerca de all¨ª hab¨ªa un reino con 3.000 artesanos dedicados a fabricar muebles de oro, y en cuyo palacio Real hab¨ªa escalera de, oro macizo y estaba custodiado por leones,con cadenas de oro. ?Leones en los andes! A Balboa le contaron un cuento semejante en Santa Mar¨ªa del Darien y descubri¨® el oc¨¦ano Pac¨ªfico. Gonzalo Pizarro no descubri¨® nada especial, pero el tama?o de su credulidad puede medirse por la expedici¨®n que arm¨® para buscar el reino inveros¨ªmil: 800 espa?oles, 4.000 indios, 150 caballos y m¨¢s de 1.000 perros amaestrados en la caza de seres humanos.
Copyright 1981, Gabriel Garc¨ªa M¨¢rquez/ACI.
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