Algo m¨¢s sobre literatura y realidad
Un problema muy serio que nuestra realidad desmesurada plantea a la literatura es el de la insuficiencia de las palabras. Cuando nosotros hablamos de un r¨ªo, lo m¨¢s lejos que puede llegar un lector europeo es a imaginarse algo tan grande como el Danubio, que tiene 2.790 kil¨®metros. Es dif¨ªcil que se imagine, si no se le describe, la realidad del Amazonas, que tiene 5.500 kil¨®metros de longitud. Frente a Bel¨¦n del Par¨¢ no se alcanza a ver la otra orilla, y es m¨¢s ancho que el mar B¨¢ltico. Cuando nosotros escribimos la palabra ?tempestad?, los europeos piensan en rel¨¢mpagos y truenos, pero no es f¨¢cil que est¨¦n concibiendo el mismo fen¨®meno que nosotros queremos representar. Lo mismo ocurre, por ejemplo, con la palabra ?lluvia?. En la cordillera de los Andes, seg¨²n la descripci¨®n que hizo para los franceses otro franc¨¦s llamado Javier Marimier, hay tempestades que pueden durar hasta cinco meses. ?Quienes no hayan visto esas tormentas?, dice, ?no podr¨¢ formarse una idea de la violencia con que se desarrollan. Durante horas enteras los rel¨¢mpagos se suceden r¨¢pidamente a manera de cascadas de sangre y la atm¨®sfera tiembla bajo la sacudida continua de los truenos, cuyos estampidos repercuten en la inmensidad de la monta?a?. La descripci¨®n est¨¢ muy lejos de ser una obra maestra, pero bastar¨ªa para estremecer de horror al europeo menos cr¨¦dulo.De modo que ser¨ªa necesario crear todo un sistema de palabras nuevas para el tama?o de nuestra realidad. Los ejemplos de esa necesidad son interminables. F. W. Up de Graff, un explorador holand¨¦s que recorri¨® el alto Amazonas a principios de siglo, dice que encontr¨® un arroyo de agua hirviendo donde se hac¨ªan huevos duros en cinco minutos, y que hab¨ªa pasado por una regi¨®n donde no se pod¨ªa hablar en voz alta porque se desataban aguaceros torrenciales. En alg¨²n lugar de la costa caribe de Colombia, yo vi a un hombre rezar una oraci¨®n secreta frente a una vaca que ten¨ªa gusanos en la oreja, y vi caer los gusanos muertos mientras transcurr¨ªa la oraci¨®n. Aquel hombre aseguraba que pod¨ªa hacer la misma cura a distancia, siempre que le hicieran la descripci¨®n del animal y le indicaran el lugar en que se encontraba. El 8 de mayo de 1902, el volc¨¢n Mont Pele, en la isla Martinica, destruy¨® en pocos minutos el puerto de Saint-Pierre y mat¨® y sepult¨® en lava a la totalidad de sus 30.000 habitantes. Salvo uno: Ludger Sylvaris, el ¨²nico preso de la poblaci¨®n, que fue protegido por la estructura invulnerable de la celda individual que le hab¨ªan construido para que no pudiera escapar.
S¨®lo en M¨¦xico habr¨ªa que escribir muchos vol¨²menes para expresar su realidad incre¨ªble. Despu¨¦s de casi veinte a?os de estar aqu¨ª, ya podr¨ªa pasar todav¨ªa horas enteras, como lo he hecho tantas veces, contemplando una vasija de frijoles saltarines. Nacionalistas ben¨¦volos me han explicado que su movilidad se debe a una larva viva que tienen dentro, pero la explicaci¨®n parece pobre: lo maravilloso no es que los frijoles se muevan porque tengan una larva dentro, sino que tengan una larva dentro para que puedan moverse. Otra de las extra?as experiencias de mi vida, fue mi primer encuentro con el ajolote axolotl. Julio Cort¨¢zar cuenta en uno de sus relatos que conoci¨® el ajolote en el Jard¨ªn des Plantes de Par¨ªs, un d¨ªa en que quiso ver los leones. Al pasar frente a los acuarios, cuenta Cort¨¢zar, ?soslay¨¦ los peces vulgares hasta dar pronto con el axolotl?. Y concluye: ?Me qued¨¦ mir¨¢ndolo por una hora, y sal¨ª, incapaz de otra cosa?. A m¨ª me sucedi¨® lo mismo, en Patzcuaro, s¨®lo que no lo contempl¨¦ por una hora, sino por una tarde entera, y volv¨ª varias veces. Pero hab¨ªa all¨ª algo que me impresion¨® m¨¢s que el animal mismo, y era el letrero clavado en la puerta de la casa: ?Se vende jarabe de ajolote?.
Esa realidad incre¨ªble alcanza su densidad m¨¢xima en el Caribe, que, en rigor, se extiende (por el norte) hasta el sur de Estados Unidos, y por el sur, hasta Brasil. No se piense que es un delirio expansionista. No: es que el Caribe no es s¨®lo un ¨¢rea geogr¨¢fica, como por supuesto lo creen los ge¨®grafos, sino un ¨¢rea cultural muy homog¨¦nea.
En el Caribe, a los elementos originales de las creencias primarias y concepciones m¨¢gicas anteriores al descubrimiento, se sum¨® la profusa variedad de culturas que confluyeron en los a?os siguientes en un sincretismo m¨¢gico cuyo inter¨¦s art¨ªstico y cuya propia fecundidad art¨ªstica son inagotables. La contribuci¨®n africana fue forzosa e indignante, pero afortunada. En esa encrucijada del mundo. se forj¨® un sentido de libertad sin t¨¦rmino, una realidad sin Dios ni ley, donde cada quien sinti¨® que le era posible hacer lo que quer¨ªa sin l¨ªmites de ninguna clase: y los bandoleros amanec¨ªan convertidos en reyes, los pr¨®fugos en almirantes, las prostitutas en gobernadoras. Y tambi¨¦n lo contrario.
Yo nac¨ª y crec¨ª en el Caribe. Lo conozco pa¨ªs por pa¨ªs, isla por isla, y tal vez de all¨ª provenga mi frustraci¨®n de que nunca se me ha ocurrido nada ni he podido hacer nada que sea m¨¢s asombroso que la realidad. Lo m¨¢s lejos que he podido llegar es a trasponerla con recursos po¨¦ticos, pero no hay una sola l¨ªnea en ninguno de mis libros que no tenga su origen en un hecho real. Una de esas trasposiciones es el estigma de la cola de cerdo que tanto inquietaba a la estirpe de los Buend¨ªa en Cien a?os de soledad. Yo hubiera podido recurrir a otra imagen cualquiera, pero pens¨¦ que el temor al nacimiento de un hijo con cola de cerdo era la que menos probabilidades ten¨ªa de coincidir con la realidad. Sin embargo, tan pronto como la novela empez¨® a ser conocida, surgieron en distintos lugares de las Am¨¦ricas las confesiones de hombres y mujeres que ten¨ªan algo semejante a una cola de cerdo. En Barranquilla, un joven se mostr¨® en los peri¨®dicos: hab¨ªa nacido y crecido con aquella cola, pero nunca lo hab¨ªa revelado, hasta que ley¨® Cien a?os de soledad. Su explicaci¨®n era m¨¢s asombrosa que su cola. ?Nunca quise decir que la ten¨ªa porque me daba verg¨¹enza?, dijo, ?pero ahora, leyendo la novela y oyendo a la gente que la ha le¨ªdo, me he dado cuenta de que es una cosa natural?. Poco despu¨¦s, un lector me mand¨® el recorte de la foto de una ni?a de Se¨²l, capital de Corea del Sur, que naci¨® con una cola de cerdo. Al contrario de lo que yo pensaba cuando escrib¨ª la novela, a la ni?a de Se¨²l le cortaron la cola y sobrevivi¨®.
Sin embargo, mi experiencia de escritor m¨¢s dif¨ªcil fue la preparaci¨®n de El oto?o del patriarca. Durante casi diez a?os le¨ª todo lo que me fue posible sobre los dictadores de Am¨¦rica Latina, y en especial del Caribe, con el prop¨®sito de que el libro que pensaba escribir se pareciera lo menos posible a la realidad. Cada paso era una desilusi¨®n. La intuici¨®n de Juan Vicente G¨®mez era mucho m¨¢s penetrante que una verdadera facultad adivinatoria. El doctor Duvalier, en Hait¨ª, hab¨ªa hecho exterminar los perros negros en el pa¨ªs, porque uno de sus enemigos, tratando de escapar de la persecuci¨®n del tirano, se hab¨ªa escabullido de su condici¨®n humana y se hab¨ªa convertido en perro negro. El doctor Francia, cuyo prestigio de fil¨®sofo era tan extenso que mereci¨® un estudio de Carlyle, cerr¨® a la Rep¨²blica del Paraguay como si fuera una casa, y s¨®lo dej¨® abierta una ventana para que entrara el correo. Antonio L¨®pez de Santana enterr¨® su propia pierna en funerales espl¨¦ndidos. La mano cortada de Lope de Aguirre naveg¨® r¨ªo abajo durante varios d¨ªas, y quienes la ve¨ªan pasar se estremec¨ªan de horror, pensando que aun en aquel estado aquella mano asesina pod¨ªa blandir un pu?al. Anastasio Somoza Garc¨ªa, en Nicaragua, ten¨ªa en el patio de su casa un jard¨ªn zool¨®gico con jaulas de dos compartimientos: en uno, estaban las fieras, y en el otro, separado apenas por una reja de hierro, estaban encerrados sus enemigos pol¨ªticos.
Martines, el dictador te¨®sofo de El Salvador, hizo forrar con papel rojo todo el alumbrado p¨²blico del pa¨ªs, para combatir una epidemia de sarampi¨®n, y hab¨ªa inventado un p¨¦ndulo que pon¨ªa sobre los alimentos antes de comer, para averiguar si no estaban envenenados. La estatua de Moraz¨¢n que a¨²n existe en Tegucigalpa es en realidad del mariscal Ney: la comisi¨®n oficial que viaj¨® a Londres a buscarla, resolvi¨® que era m¨¢s barato comprar esa estatua olvidada en un dep¨®sito, que mandar hacer una aut¨¦ntica de Moraz¨¢n.
En s¨ªntesis, los escritores de Am¨¦rica Latina y el Caribe tenemos que reconocer, con la mano en el coraz¨®n, que la realidad es mejor escritor que nosotros. Nuestro destino, y tal vez nuestra gloria, es tratar de imitarla con humildad, y lo mejor que nos sea posible.
Copyright, 1981, Gabriel Garc¨ªa M¨¢rquez/ACI.
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