D¨¢maso Alonso: en el jard¨ªn de la filolog¨ªa
Es un jard¨ªn muy filol¨®gico este que rodea la casa, lleno de canalillos de riego, peque?as terrazas umbr¨ªas, macetas con geranios, todo en ese punto desvencijado que caracteriza al amor herbolario de la Instituci¨®n Libre de Ense?anza. Hay una puerta de hierro con cristal y detr¨¢s del cristal est¨¢ bajada una persiana blanca de pl¨¢stico., Por encima de las acacias se ve una corona de mazacotes de cemento aplastando ya este hotelito que todav¨ªa permanece en pie en la avenida de Alberto Alcocer. Llamo otra vez al timbre. Ahora la persiana de la puerta se levanta lentamente con la solemnidad con que sube una cortinilla cuando se descubre una l¨¢pida, y entonces aparece detr¨¢s del cristal la figura de D¨¢maso Alonso como si ¨¦l mismo destapara su propio busto en una ceremonia. Se le ve entre barrotes, con la boquita abierta y las gafas a media nariz, manipulando con leve tembleque un pestillo por aqu¨ª, otro pestillo por all¨¢, dando no se sabe cu¨¢ntas vueltas a la llave.-Pase, pase, pero yo no s¨¦ si le voy a contar nada que valga la pena. Mi vida no ha tenido ning¨²n inter¨¦s. Yo no soy como Pedro Sairiz, que ¨¦se ha pasado de todo, incluso peligro f¨ªsico, como una vez en Reinosa, que estaba sentado en un banco y fue levantarse cuando en ese instante cay¨® una bala perdida en el mismo asiento. El ¨²nico peligro que yo he pasado en mi vida fue aquel d¨ªa en que iba andando por la acera, junto a una tapia, y entr¨¦ en una casa donde estuve unos veinte minutos. Al salir vi con asombro que contra aquella tapia se hab¨ªa estrellado un coche, f¨ªjese.
Ahora, D¨¢maso Alons¨® s¨®lo corre el peligro de morir aplastado bajo un mont¨®n de libros. Ya han trepado por todas las paredes de la casa hasta llenar el desv¨¢n e inundar el s¨®tano. Desde las estanter¨ªas del despacho caen sobre la mesa y las sillas de D¨¢maso Alonso aludes de gordos mamotretos que le obligan a refugiarse en el comedor, pero tambi¨¦n all¨ª los parapetos amenazan con derrumbarse sobre la sopera, los platos y los comensales. Es una maldici¨®n. Todas las editoriales del pa¨ªs, los autores, los amigos, le mandan diariamente verdaderos cargamentos de libros, y D¨¢maso Alonso no puede hacer nada, sino ahuyentar a escobazos al cartero, atrancar las ventanas, poner la cama detr¨¢s de la puerta, pedir socorro a un guardia y aun as¨ª los libros se cuelan por el canalon , por la trampilla de la carbonera, por la gatera o por el alcantarillado general. Ahora, a media ma?ana, hay en la casa un silencio de incunable. D¨¢maso Alonso se ha atrincherado en el fondo de un butac¨®n de la biblioteca, con un brillo escrutador en el Ojo y aquella redondez suya ya un poco escu¨¢lido, desinflada de mofletes.
-Castillejo, un personaje muy influyente de entonces, secretario de la Junta de Ampliaci¨®n de Estudios, era propietario de un terreno aqu¨ª al lado, y en 1933 Yo le pregunt¨¦ si quer¨ªa venderme un trozo y ¨¦l contest¨® que no, pero me dijo que un se?or deseaba desprenderse de una parcela pegada a la suya. La compr¨¦ y mand¨¦ edificar esta casa con el dinero que hab¨ªa ganado en Norteam¨¦rica dando clases en el Hunter College. Me cost¨® 50.000 pesetas; el terreno, un poco menos; en total no lleg¨® a las 100.000, un verdadero dineral. Esto no era Madrid, sino Chamart¨ªn, provincia de Madrid, un lugar muy apartado. Recuerdo que ah¨ª enfrente hab¨ªa una tapia, y en los primeros meses de nuestra guerra, contra ella fusilaban a gente. Aqu¨ª detr¨¢s viv¨ªa Men¨¦ndez Pidal. Un d¨ªa vi un cad¨¢ver acribillado casi a la puerta de casa. Cog¨ª miedo y me fui a vivir a la Residencia de Estudiantes.
D¨¢maso Alonso naci¨® en Madrid, en la plaza de San Miguel, hace 82 a?os. Intent¨® el ingreso en la Escuela de Ingenieros de Caminos, pero una grave enfermedad en los ojos le hizo desistir. Se fue a Derecho y sac¨® la licenciatura en cuatro convocatorias. Luego se matricul¨® como alumno oficial en Filosof¨ªa y Letras y termin¨® la carrera en 1921, a?o en que public¨® tambi¨¦n el primer libro de versos, Poemas puros. Poemillas de la ciudad. Por entonces ya era amigo de Vicente Aleixandre, al que hab¨ªa conocido en Navas del Marqu¨¦s, durante el veraneo de 1916. Aleixandre proced¨ªa de una familia con gustos elegantes y era un mozalbete bien educado, rubiales, espigado y enfermizo, mientras que D¨¢maso Alonso era un gordito empoll¨®n, muy retra¨ªdo, prematuramente calvo y superdotado, que remediaba la timidez de su juventud d¨¢ndole al frasco. Dice Alberti que beb¨ªa m¨¢s de la cuenta, cosa que disgustaba a su madre. D¨¢maso Alonso encaja en esa imagen de joven solitario cabeza de huevo que se sab¨ªa hasta la ¨²ltima sutileza de filolog¨ªa rom¨¢nica y era saludado desde el. balc¨®n a gritos por las mancebas de la calle de San Marcos, un intelectual redondito que divid¨ªa sus d¨ªas entre las crujientes maderas de los archivos con olor a polilla cerrada y las escaleras de yeso sucio que conduc¨ªan al sal¨®n de casa de la Claudia, pintado por Solana.
Refrescos de color verde o rosa p¨¢lido
-Bueno, yo entonces beb¨ªa, beb¨ªa mucho, pero pocas veces. Y Alberti tomaba, cuando lo conoc¨ª, nada m¨¢s que refrescos de color verde o rosa p¨¢lido. Luego, al volver a tratar en Buenos Aires, me encontr¨¦ con que beb¨ªa mucho m¨¢s que yo. No me he ofendido porque me haya llamado puta?ero de joven, no lo he considerado en serio, creo que es una forma excesiva de hablar. Esas son cosas...
D¨¢maso Alonso lanza una mirada maliciosa y precavida por encima del armaz¨®n de las gafas, congela ir¨®nicamente una sonrisita de conejo en la boca entreabierta y enmudece, se niega a seguir por ah¨ª. Este ilustre anciano, apoltronado en medio del sal¨®n, con la cabeza coronada por el balconcillo que parte en dos su biblioteca de 35.000 vol¨²menes, es el mismo que asisti¨® a aquella ceremonia de rebeld¨ªa juvenil con un grupo de amigos de la generaci¨®n del veintisiete y ech¨® con ellos una meada llena de furor gongorino contra una pared de la Real Academia de la Lengua.
-Yo no fui. Quiero decir que no lo recuerdo. No niego que pude haber estado all¨ª-, s¨®lo digo que no lo recuerdo, y si no lo recuerdo es porque no estuve, de lo contrario me acordar¨ªa. Ya s¨¦ que Alberti lo va contando, por ah¨ª. Tampoco es verdad lo que escribi¨® Gerardo Diego. Nosotros nunca quemamos libros antigongorinos, ni nos orinamos contra nada. Entre el grupo hab¨ªa una gran amistad, nos intercambi¨¢bamos ideas literarias, pero no hab¨ªa nada de bebida ni mujeres ni otras cosas por medio. El menos destacado era yo, porque durante aquel tiempo de relaci¨®n escrib¨ª poca poes¨ªa. Yo llevaba una vida muy apartada.
Llevaba una vida de opositor a c¨¢tedra y era un producto t¨ªpico de la Instituci¨®n Libre de Ense?anza, esto es, mucho fichero, beca para Alemania, amor al espliego, una educaci¨®n laica, mariposa disecada entre dos poemas de Rub¨¦n Dar¨ªo, talante liberal de ducha fr¨ªa, excursiones al Guadarrama, flores de verbena sobre el piano, conferencia en provincias y esa foto con zapatos de hebilla en un claustro rom¨¢nico junto a un fraile erudito. D¨¢maso Alonso vivia por aquel tiempo en la calle de Rodr¨ªguez San Pedro, en la m ism a casa que Gabriel Mir¨®.
-De joven le ve¨ªa entrar y salir, pero no lo trat¨¦ hasta despu¨¦s. El viv¨ªa en el segundo piso, yo en el sexto. Un d¨ªa iba yo en un tranv¨ªa totalmente vac¨ªo por la calle de la Princesa leyendo un libro suyo. Era uno de aquellos tranvias que ten¨ªan dos asientos cor?dos bajo las ventanillas, uno frente al otro. Sucedi¨® que en un momento dado subi¨® Gabriel Mir¨® en persona y se sent¨® delante de m¨ª. Yo llevaba su libro en la mano, ¨ªbamos solos, los dos callados y ¨¦l me miraba obsesivamente. As¨ª todo el trayecto. Era una situaci¨®n angustiosa, yo estaba muy preocupado. Como es l¨®-lco, nos apeamos en la misma parada y nuestro camino tambi¨¦n era el mismo hasta llegar a casa. El caminaba delante, yo iba detr¨¢s y observaba que a veces volv¨ªa con disimulo la cara para comprobar .si yo a¨²n le segu¨ªa. Lleg¨® a su piso y yo sub¨ª al m¨ªo. Tiempo despu¨¦s, cuando ya ¨¦ramos amigos, me dijo que aquel d¨ªa hab¨ªa esperado detr¨¢s de la.puerta un buen rato pensando que yo iba a llamar. Durante alg¨²n tiempo crey¨® que aquella escena tan surrealista hab¨ªa sido una aparici¨®n. Gabriel Mir¨® era muy cordial, amenamente amistoso, simp¨¢tico. Un d¨ªa nosotros supimos que lo iban a elegir para la Real Academia. Rafael Alberti estaba en mi cas a y yo le propuse que baj¨¢ramos a felicitar a don Gabriel por su inminente nombramiento. Lo encontramos inuy alegre. Recuerdo que se puso a bailar de puntillas una jota chasqueando los dedos en el aire. Luego no entr¨®. Resulta que una orden religiosa, bueno, si, si, creo que fueron los jesuitas, se opuso a su ingreso en la Academia, alegando que hab¨ªa tratado mal las figuras de la Pasi¨®n. Cuando muri¨® yo estaba en Norteam¨¦rica.
Un ingreso muy accidentado
D¨¢maso Alonso es ahora director de la Real Academia de la Lengua, pero su ingreso en ella tambi¨¦n fue muy accidentado, no porque en un acto de rebeld¨ªa l¨ªrica hubiera orinado fisicao espiritualmente contra una de sus paredes neocl¨¢sicas en una noche de luna del veintisiete, ni porque no fuera ya en los a?os cuarenta un poeta consagrado por os hijos de la ira y un cient¨ªfico reconocido por varias universidades extranjeras, sino porque Franco lo ten¨ªa enfilado,, estaba con la mosca en el bigotito. D¨¢maso Alonso iiunca se hab¨ªa metido en pol¨ªtica. Era s¨®lo un intelectual incubado con luz de flexo, pertenec¨ªa a esa cuerda de poetas y eruditos liberales que tienen las pesta?as abrasadas por el estudio.
-Durante la guerra yo segu¨ª dando clases en mi c¨¢tedra de la facultad de Letras de Valencia. En la inauguraci¨®n del curso acad¨¦mico 1937-1938 el rector de la Univer
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D¨¢maso Alonso: en el jard¨ªn de la filolog¨ªa
Viene de p¨¢gina 9sidad me encarg¨® que leyera el discurso de apertura. Lo le¨ª. Y me limit¨¦ a estimular -a los alumnos en el trabajo, les record¨¦ su deber de estudiar mucho. No toqu¨¦ para nada el aspecto pol¨ªtico de la situaci¨®n. Pero resulta que antes se hab¨ªa puesto al aparato un ciudadano que present¨® el acto diciendo: ? Se?ores; ahora les va a hablar un verdadero intelectual antifascista, que no es como S¨¢nchez Mazas, Gimenez Caballero o Eugenio Montes?. Eso se retransmiti¨®. Se capt¨® en Burgos y me abrieron una ficha. Franco cre¨ªa que yo hab¨ªa sido un hombre muy activo contra el fascismo. Al terminar la guerra no pas¨¦ por dificultades vivas, pero tuve amenazas incubadas, denuncias an¨®nimas. Se me quer¨ªa depurar fuertemente por haber sido amigo de Am¨¦rico Castro, aunque consegu¨ª regentar una c¨¢tedra en la Universidad de Madrid. En 1945, cuando los acad¨¦micos pensaron en m¨ª para una silla en la comida de primeros de a?o, en seguida lleg¨® el veto de Franco. Yo estaba ya elegido in pectore, pero cada vez que se planteaba mi caso, desde El Pardo me pon¨ªan la proa. Hasta que un d¨ªa Pem¨¢n, que hab¨ªa aceptado ser director de la Academia con la condici¨®n de que el Gobierno no se metiera en estos asuntos, pidi¨® audiencia a Franco y le dijo que yo era un se?or apol¨ªtico, catedr¨¢tico de la Universidad y que si ¨¦l cre¨ªa que como acad¨¦mico pod¨ªa resultar peligroso, m¨¢s lo ser¨ªa como catedr¨¢tico y, sin embargo, no hab¨ªa-pasado nada. Pem¨¢n lo dijo con la mejor intenci¨®n, pero su argumento era muy arriesgado, porque Franco pudo decir: ?Bueno, pues eso lo soluciono ahora mismo. Le quito de catedr¨¢tico y ya est¨¢?. Afortunadamente, no fue as¨ª. Y entr¨¦ en la Academia en 1948.
Habla con voz monocorde y apagada este anciano pulcro desde el fondo del butac¨®n las rodillas juntas, el tronco ladeado, una mano desmayada y los ojos por encima de las gafas. A veces se para, cuelga la mirada en el aire del recinto durante unos segundos y vuelve a arrancar. Observo a este ser tan medido dentro del traje gris oscuro, al empoll¨®n de la generaci¨®n del 27, aqu¨ª sentado con la corbata gris perla y el calcet¨ªn un poco desprendido de la canilla tratando de no soltar nada que sea comprometido. Dentro de ese ojo precavido que te analiza furtivamente cuando te descuidas se nota una reserva ir¨®nica de muchas cosas que sabe, que ha visto y se calla. Le gustar¨ªa hablar de fray Luis de Le¨®n, de Garcilaso y de G¨®ngora. Aqu¨ª, en el espacio sagrado de la biblioteca, un director de la Real Academia no puede contar lances canallas ni s¨®rdidas an¨¦cdotas de sus amigos como un poeta maldito alimentado con bocadillos de mortadela. D¨¢maso Alonso se levanta a veces para consultar alguna fecha en un libro. Camina ligeramente escorado, pero con una obcecaci¨®n rectil¨ªnea canturreando, entre dientes, obsesionado en apagar luces para que no se escapen los vatios.
Hace tres meses me ca¨ª sobre las rodillas al bajar las escaleras del jard¨ªn; ando sin cojera, pero todav¨ªa me duele aqu¨ª. ?Cu¨¢ntos a?os me echa usted? En octubre voy a cumplir 83. Lo que m¨¢s me molesta es que me cedan el asiento en el autob¨²s. F¨ªjese si estar¨¦ viejo que lo hacen hasta las se?oras de lo menos cincuenta a?os. ?Si¨¦ntese usted, por favor?. ?No, por Dios; si¨¦ntese usted, no faltar¨ªa m¨¢s?. Ya ve c¨®mo estar¨¦. No, no; yo nunca he tenido coche, me ha faltado dinero para eso. Creo que ahora me lo podr¨ªa permitir porque ya no gastamos nada. Ni siquiera compro libros, me mandan much¨ªsimos y eso me produce una preocupaci¨®n enorme. Mi mujer se pasa el d¨ªa en el s¨®tano orden¨¢ndolos.
Amistades, recuerdos, Juan Ram¨®n
Sentado de nuevo en la butaca, D¨¢maso Alonso vuelve a recuperar los fantasmas de su juventud. El fot¨®grafo dispara de cuando en cuando la c¨¢mara y ¨¦l interrumpe el ronroneo y se cuadra como si posara para la foto del paj¨¢rito. Ahora lee el poema que le dedic¨® a Garc¨ªa Lorca al enterarse de su muerte, recita con cadencia llorosa la fuente de las l¨¢grimas, y entre verso y verso te escruta con el rabillo del ojo.
-Yo no hice amistad con ning¨²n escritor famoso de aquel tiempo porque llevaba una vida muy apartada y adem¨¢s ten¨ªa cierta prevenci¨®n. Al que m¨¢s trat¨¦ fue a Juan Ram¨®n Jim¨¦nez. Le tuve gran admiraci¨®n, pero luego sucedieron ciertas cosas. En fin, que aquel era un hombre muy raro. Primero te recibi¨® bastante bien. A los poetas j¨®venes los acog¨ªa con simpat¨ªa, pero cuando uno destacaba un poco y empezaba a tomar fama, en seguida lo apartaba de su amistad. Era muy mordaz. Por ejemplo, dec¨ªa que al ir a sentarse un d¨ªa en casa de Antonio Machado se encontr¨® con que hab¨ªa un huevo frito en la silla. O una tarde que iba por la calle de Alcal¨¢ entre un gent¨ªo enorme, y de pronto vio a lo lejos, sobre las cabezas de la multitud, una chistera gris, muy alta, elegant¨ªsima, y penso: ?Ese es Eugenio d'Ors?. Y, en efecto era D'Ors. 0 cuando descubri¨® una vez escribiendo a Ricardo Le¨®n en una alcoba bajo un gran tubo de chubesqui, en una mesa con tapete verde, frente a una copa de an¨ªs del Mono y con los calzoncillos largos atados en los tobillos. A m¨ª me tom¨® una inquina terrible porque al publicar Gerardo Diego, en su antolog¨ªa, un soneto m¨ªo que llevaba como lema un verso d¨¦ Juan Ram¨®n, este lema fue suprimido en la segunda edici¨®n por falta de espacio. El sol¨ªa escribir esos insultos en unas hojas que mandaba imprimir y luego enviaba por correo a los amigos e interesados. Es curioso que nunca se habla de aquellas octavillas mordaces de Juan Ram¨®n Jim¨¦nez, pero debe de haber gente que las conozca. Ten¨ªa un orgullo literario fuera de toda medida. Jorge Guill¨¦n le pidi¨® una vez su colaboraci¨®n para la revista Cuatro Vientos con la promesa de que su firma ir¨ªa la primera. Luego sucedi¨® que el n¨²mero sali¨® encabezado por un art¨ªculo de Unamuno. Juan Ram¨®n mand¨® a Guill¨¦n un telegrama con estas palabras: ?Retiradas mi colaboraci¨®n y amistad stop?. En fin, no niego la importancia de Juan Ram¨®n Jim¨¦nez. Tiene poemas muy buenos, pero tambi¨¦n los tiene detestables.
Cincuenta a?os devorando libros como un t¨¦rmite aqu¨ª dentro mientras los p¨¢jaros, p¨ªan en el jard¨ªn filol¨®gico de D¨¢maso Alonso y un poco m¨¢s all¨¢ rugen todav¨ªa las hormigoneras que han levantado una ciudad alrededor de esta madriguera del poeta. Aqu¨ª, en la biblioteca, sorprendi¨® a D¨¢maso Alonso el alzamiento de Franco cuando trabajaba en la Colecci¨®n de Cl¨¢sicos de la Literatura Espa?ola, un gran proyecto de la Rep¨²blica. Aqu¨ª le pill¨® tambi¨¦n, hace unos meses el sonido militar de la radio que acompa?¨® el esperpento de Tejero mientras preparaba el ¨²ltimo tomo de las Obras completas. Son cincuenta a?os de silencio, poes¨ªa y erudici¨®n entre corneta y corneta, con los mirlos colgados de las acacias, la botella de un fino licor entre un libro de G¨®ngora y otro de Garcilaso en la estanter¨ªa.
-Yo no tengo nada importante que contar; llevo una vida muy apartada. Todas las ma?anas, desde hace cinco a?os, doy un paseo. Me voy hasta la plaza de Castilla, bajo por la Castellana, rodeo el estadio de f¨²tbol y vuelvo a casa por detr¨¢s. Este paseo ayuda mucho a la manera de ser de mi cuerpo. Recuerdo que Unamuno fue el presidente del tribunal de oposiciones cuando yo gan¨¦ la c¨¢tedra. Despu¨¦s de terminar cada ejercicio me dec¨ªa: ?Qu¨¦, ?damos un paseo??. Y me somet¨ªa a unas caminatas terribles, a unas palizas moradas. Me arrinconaba. contra una pared y me hablaba en franc¨¦s. Yo estaba muy preocupado. El otro d¨ªa Pedro Sainz me quiso regalar un bast¨®n, pero no lo necesito todav¨ªa. Pedro Sainz, ¨¦se s¨ª que ha pasado de todo.
En un panorama de coches aparcados encima de los ¨¢rboles, de antenas de televisi¨®n que salen por las alcantarillas, de aleros que se abrazan en una nube de gas letal, camina cada ma?ana este ilustre anciano a pasito met¨®dico con un diccionario dentro de esa cabeza rapada que fue coronada con laurel el a?o 1927 en la Venta Vieja de Aritequera, en Sevilla. Es este mismo anciano que, una vez terminada la entrevista, relaja. su mirada precavida y comienza a recitar versos escabrosos con sonrisa de conejo, ya fuera de peligro.
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