El decir y el hacer de Jos¨¦ Hierro
Jos¨¦ Hierro es un poeta que, por fortuna, se contradice. Viene, desde hace a?os, diciendo que la voz se le apaga, que se seca la fuente de su canto. Pero lo ha dicho siempre en poemas que son como ascuas, de color verde, si es por primavera; cobrizo cuando el oto?o llega derrumb¨¢ndose. Cada nuevo verso suyo es como una puerta mal cerrada, que no golpea, pero s¨ª sugiere que el poeta recata m¨¢s oro del que reluce. Hofmansthal fingi¨® en una prosa, incrustada de resabios estil¨ªsticos, la carta que un joven arist¨®crata de la Inglaterra isabelina dirige a Francis Bacon. Expone en ella que la escritura se le hace impracticable, tal una tormenta de palabras que, por encima de todo sentido, resbalan unas sobre otras. En dicha carta se pone de bulto que la imposible misi¨®n de escribir es un tema literario inagotable. As¨ª, Hierro, poeta de una posguerra prolongada, atestigua en cada entrega, a de su obra que un pron¨®stico de silencio es la mejor promesa de que continuar¨¢ ?la m¨²sica callada?.Hofmansthal fue artista de gran talla desde su adolescencia. Pasada ¨¦sta, supo pagar tributo a la edad madura con cambios del registro en que se hab¨ªa expresado hasta entonces. Rimbaud, por el contrario, enmudeci¨® del todo tras su temprana residencia en el infierno. El austr¨ªaco fue un ni?o prodigio y el franc¨¦s un ni?o terrible e iluminado. Desde su primer libro, publicado al rebasar los veinte a?os, Hierro da de s¨ª mismo todo lo que en los posteriores -seis en n¨²mero- sigui¨® d¨¢ndonos. En cada uno de ellos la palabra se abre desde una pesadumbre, desde una rebeli¨®n reflexiva, ambas a dos empapadas en silencio. Jos¨¦ Hierro no estar¨¢ mudo nunca; a lo sumo callar¨¢ entre libro y libro lo que, por reiteraciones sucesivas, acalla en cada uno de sus versos. El silencio es en ¨¦l una realizaci¨®n po¨¦tica.
Conozco pocas obras tan adentradas en el tiempo y tan al margen como lo est¨¢ la de Hierro de las tentaciones de la moda. Su solidaridad, recurrente como fondo y como tema, nunca ha tenido nada que ver con el panfleto social o con la cuchufleta pol¨ªtica. Es sincero y adem¨¢s, en contra de lo que Gide aconsejaba sin sentirse un ep¨ªgono de Nietzsche, lo ha parecido siempre sin remilgos ni alborotos. La musicalidad y los maduros colores de su l¨ªrica recuperan en el paisaje materiales biogr¨¢ficos, as¨ª como el laconismo, estatuario a veces y construido otras a modo de esquela o reportaje, cobra en ¨¦l intenciones de antibiograf¨ªa sentimental. En un art¨ªculo, publicado creo que a comienzos de los sesenta en la revista Arbor, Hierro explica que el ritmo, no la m¨¦trica, es el don que primero le ofrece, antes que las palabras, el viento o la marea de la inspiraci¨®n. Lo agradece el poeta, uno de los pocos -Cernuda es otro- que se atreve a ejecutar, en clave muy severa, su afinidad creadora con los grandes ?que alegran el o¨ªdo?: Victoria, Palestrina, Bach, Beethoven y Verdi, y hasta Boulez y Berio y Luis de Pablo.
No es in¨²til rastrear en la obra de Hierro otras afinidades para con acciones suyas exteriores o paralelas en apariencia a la estricta y expl¨ªcita escritura po¨¦tica. Trovador de los ¨¢rboles, de sus estremecimientos sonoros y crom¨¢ticos, planta, en su hospitalario minifundio castellano, pinos que incluso crecen con una tenacidad quiz¨¢ regeneracionista. La evocaci¨®n, solemne o ¨ªntima, con la que algunos de sus versos nos acercan a figuras y gestas de nuestra historia literaria se corresponde con las espl¨¦ndidas lecciones universitarias que, por no ser profesor de oficio, Hierro imparte con menor asiduidad que buen concierto. Pero la afinidad capital entre su vida y su obra tiene el nombre y el pulso de la amistad. Cada ¨¦poca, y dentro de cada una casi cada per¨ªodo, expresan a su manera este sentimiento. En la segunda mitad de la d¨¦cada de los cincuenta, y durante toda la siguiente, la amistad se enfatiz¨® literariamente hasta el empalago. Apenas hab¨ªa un libro de art¨ªculos o ensayos, de poemas o cuentos, que no tremolase un abigarramiento sofocante de dedicatorias. Hasta cierto punto, aquellos espa?oles remediaba,,. as¨ª, compungidamente, los sobresaltos indecibles de una conciencia colectiva, como la nuestra, agobiada por el peso sangriento de la guerra civil. Por otra parte, la Falange y las asociaciones cat¨®licas destilaban todav¨ªa, sin retenci¨®n alguna, ademanes y saumerios aprendidos y atizados en sus institutos para adolescentes. La afluencia entonces corriente de la amistad beneficiaba, regato al fin y al cabo de cala menesterosa, de los caudales opulentos de los Luises y del Frente de Juventudes. (Algo queda hoy de aquello, sobre todo entre pol¨ªticos,. que propinan sin ton ni son espaldarazos, abrazos y tuteos a la postre aspavientos que impregr¨ªan a nuestras liturgias dernocr¨¢ticas tintes amarillentos o azulados. Por suerte, los comurlistas espa?oles nos han ahorrado, al menos por ahora, el triple ¨®sculo del Pacto de Varsovia. Y, entre tanto, la comedida reverencia mon¨¢rquica ofrece, sin prisas ni presiones, su f¨®rmula general para la cortes¨ªa de la libertad).
Lo cierto es que la amistad, en los tiempos en que Hierro empezaba a saber de s¨ª mismo, sol¨ªa manifestarse en Espa?a con m¨¢s ruidos que nueces y un tanto gremialmente. Entonces, como ahora, representa nuestro poeta la actitud opuesta. Sus dedicatorias llevan ¨²nicamente los nombres de la querencia familiar y los de una cordialidad sentida hacia adentro, de espaldas a los agradecimientos a cr¨¦dito. El nosotros es t¨¦rmino que alcanza en sus poemas, y en el t¨ªtulo incluso de algunos de sus libros, un as¨¦ntamiento natural. En el dolor de Hierro por ser miembro de una generaci¨®n quebrada y de un grupo que ha ardido como ?carne de f¨¢bula? no encontraremos nunca acentos pla?ideros o, lo que es lo mismo, l¨¢grimas de cocodrilo. Nosotros, ellos, ?silenciosos, doblados, llenos de pesadumbre, misteriosos y vagos? son hombres con historia y nombres propios en el coraz¨®n del .Poeta, pero cuyas se?as concretas de identidad se diluyen en sus versos entre la bruma y la plata de la noche final, del mar ¨²ltimo. El nombre salta, en cambio, como el de Manuel del R¨ªo, ?natural de Espa?a? y que ?muere de ari¨®nimo y cordura?, con profusi¨®n formularla de detalles, cuando nada le dicen ¨¦stos al poeta que no sea la cifra de una experiencia general, de un destino com¨²n. La amistad no es para ¨¦l ostentaci¨®n del amigo famoso, sino inmersi¨®n personal¨ªsima en la fosa del anonimato; no es un uso social recompensado socialmente, sino vigor que amonesta contra las sinrazones de nuestras vidas.
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