Torrijos
El general Omar Torrijos y un grupo reducido de amigos est¨¢bamos invitados a una cena el pasado 20 de julio, en Panam¨¢. Poco antes de la hora en que deb¨ªamos irnos, su secretaria de turno interrumpi¨® la conversaci¨®n informal, que se hab¨ªa prolongado desde el almuerzo, y le record¨® al general que adem¨¢s de la cena, a las 20.30 horas, estaba invitado al cumplea?os de un ministro, a las once de la noche, y que al d¨ªa siguiente, muy temprano, deb¨ªa asistir a un acto oficial. El general se volvi¨® hacia m¨ª, masticando el cigarro, y dijo de buen humor: "Ya est¨¢n tratando de organizarnos a ti y a m¨ª, que somos unos an¨¢rquicos". Y luego, dirigi¨¦ndose a los otros amigos, precis¨®: "Dije an¨¢rquicos, no anarquistas". Esa tarde hab¨ªa expresado varias veces su entusiasmo por la cena, que era en honor del antiguo presidente de Colombia Alfonso L¨®pez Michelsen, pero en aquel instante comprend¨ª que no asistir¨ªa a ella ni a ninguno de los otros actos programados. As¨ª fue. Poco despu¨¦s orden¨® que le tuvieran listos un avi¨®n y un helic¨®ptero en el cercano aeropuerto de Paltilla para despegar en cualquier momento. Esto quer¨ªa decir que a¨²n no hab¨ªa tomado una decisi¨®n sobre su rumbo inmediato, pues el avi¨®n s¨®lo lo usaba de noche para volar a la isla de Contadora o a la base militar de Farall¨®n, que tiene servicios de aterrizaje nocturno, y el helic¨®ptero pod¨ªa servirle para cualquiera de los dos sitios o para el centro agr¨ªcola de Coclecito, un lugar remoto, en las monta?as del Norte, donde sol¨ªa apartarse del mundo entre los campesinos. Lo dijo aquella noche como tantas otras: "Lo que m¨¢s me gusta es que nunca s¨¦ d¨®nde voy a dormir". Ni lo sab¨ªa nadie. S¨®lo en el momento en que el avi¨®n o el helic¨®ptero estaban listos para despegar le indicaba al piloto el lugar de destino.Esta vez no fue una excepci¨®n. Cuando regres¨¦ de la cena, encontr¨¦ la casa iluminada, pero desierta y silenciosa, y comprend¨ª que ¨¦l se hab¨ªa ido hac¨ªa muy poco tiempo, pues en el aire refrigerado estaba todav¨ªa el olor de su cigarro. Nunca supe para d¨®nde se fue, pero ahora s¨¦ que desde aquella noche no volver¨ªa a verlo jam¨¢s.
Yo hab¨ªa llegado de M¨¦xico dos d¨ªas antes. Viajaba a Panam¨¢ dos o tres veces al a?o, s¨®lo para estar con ¨¦l y con los amigos comunes, y siempre iba a un hotel. Esta vez me qued¨¦ en un cuarto de su casa de la capital, donde ¨¦l aparec¨ªa muy pocas veces. "Las cosas no est¨¢n como para andar por ah¨ª", le dije. Esta frase le llam¨® tanto la atenci¨®n que la repiti¨® varias veces aquel fin de semana. En realidad, ¨¦l era consciente de que la situaci¨®n en Am¨¦rica central y el Caribe no era como para vivir sin precauciones, y proced¨ªa en consecuencia. Sus servicios de seguridad hab¨ªan empezado a tomar medidas excepcionales y ¨¦l mismo, que era el hombre m¨¢s imprevisible que he conocido, hab¨ªa adoptado un comportamiento m¨¢s imprevisible que nunca. Mi impresi¨®n es que muy pocas veces, en los tiempos de su poder, tuvo un instante de sosiego, y esto hab¨ªa creado en torno suyo una disponibilidad permanente para cambiar de lugar. Hace unos a?os, despu¨¦s de una reuni¨®n de seis presidentes sobre los tratados del canal de Panam¨¢, varios amigos suyos lo convencimos de quedarse una noche m¨¢s en Bogot¨¢. Su avi¨®n, como siempre, estaba listo para partir en cualquier momento. La fiesta empezaba apenas a calentarse cuando su escolta le inform¨® que el aeropuerto local estar¨ªa cerrado por reparaciones desde las doce de la noche hasta las seis de la ma?ana. El general se sent¨ªa tan a gusto que no le dio importancia, pero a las diez de la noche salt¨® de la silla y orden¨®: "Nos vamos". En el camino del aeropuerto me confes¨® que no hubiera podido estar all¨ª durante las seis horas en que no le ser¨ªa posible irse de inmediato para donde le diera la gana.
Ya sabemos que cada palabra de alguien, cada gesto anterior, y aun sus actos m¨¢s naturales cobran una significaci¨®n espectral despu¨¦s de su muerte. Tal vez por eso tengo la impresi¨®n de que nunca como en esta ¨²ltima vez hab¨ªa hablado tanto de la muerte con el general Torrijos, y sobre todo de la que siempre nos amenaza durante el vuelo. Conoc¨ªa muy bien mi miedo a volar, y siempre lo tomaba en cuenta con un gran respeto. Cuando yo estaba a bordo impart¨ªa a los pilotos
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instrucciones suplementarias para que eludieran los cielos tormentosos, y ordenaba que me subieran una cantimplora de whisky. "No hay nada mejor para volar", dec¨ªa. "Si a los aviones les echaran whisky, en los tanques en vez de gasolina, nunca m¨¢s se volver¨ªan a caer". La misma noche en que llegu¨¦, hace dos semanas, a Panam¨¢, fuimos en helic¨®ptero a la isla de Contadora. El cielo estaba sembrado de estrellas marinas, y el aire era fragante y di¨¢fano sobre el Pac¨ªfico. Torrijos me mir¨® de pronto, con sus ojos clarividentes, y me encontr¨® impasible con el vaso de whisky, en la mano. Entonces se volvi¨® hacia su esposa, Raquel, con quien yo nunca hab¨ªa volado, y le dijo: "La ¨²nica persona con quien Gabriel vuela tranquilo es conmigo". Dos d¨ªas despu¨¦s se lo repiti¨® al antiguo presidente de Venezuela, nuestro amigo Carlos Andres P¨¦rez, cuando regres¨¢bamos en avi¨®n a la ciudad de Panam¨¢, s¨®lo que entonces a?adi¨® una frase m¨¢s: "Gabriel sabe que conmigo no puede pasarle. nada". El avi¨®n en qu¨¦ vol¨¢bamos entonces, para un trayecto de veinte minutos, era el bimotor Twin Otter, de la fuerza a¨¦rea paname?a, en que Torrijos hab¨ªa de morir el viernes siguiente, en circunstancias que no me parecen del todo accidentales.
Fue un fin de semana alegre y raro en el para¨ªso de Contadora. El domingo 19 de julio, Gabriel Lewis Galindo, que fue embajador de Panam¨¢ en Washington durante el tiempo m¨¢s dif¨ªcil de las negociaciones del canal, invit¨® a un grupo de amigos a navegar en torno de la isla. No invit¨® a Torrijos, pues todos sab¨ªamos que carec¨ªa por completo de vocaci¨®n n¨¢utica. Sin embargo, a ¨²ltima hora conseguimos embarcarlo, y as¨ª vivi¨® de muy buen humor el segundo d¨ªa de mar. de su vida. Mientras naveg¨¢bamos, lo mir¨¦ varias veces y lo encontr¨¦ impasible, con su vaso de whisky en la mano, y no pude eludir la suposici¨®n de que ¨¦l deb¨ªa sentirse en el mar como yo me sent¨ªa en el aire. A la hora de las fotos ca¨ª en la cuenta de que nunca nos hab¨ªamos tomado una juntos, y se lo dije. Entonces ¨¦l la hizo tomar, y es quiz¨¢ la foto en que nos parecemos menos a nosotros mismos: en traje de ba?o. Pero me parece que fue la ¨²ltima de su vida.
Siempre tuve la impresi¨®n de que Torrijos corr¨ªa muchos m¨¢s riesgos de los que pod¨ªa permitirse un hombre acechado por tantas amenazas. Aceptaba a duras penas las normas de seguridad, tal vez porque era el ser humano m¨¢s desconfiado que se pod¨ªa concebir, y en ¨²ltima instancia no confiaba en nadie ni en nada m¨¢s que en sus intuiciones misteriosas y certeras. Era su ¨²nica orientaci¨®n en las tinieblas del azar. No creo que exista nadie capaz de decir a ciencia cierta qu¨¦ era lo que pensaba en realidad, ni cu¨¢l era el secreto de sus sue?os ni el sentido ¨²ltimo de sus presagios. Su ¨²nica debilidad era el coraz¨®n, y hab¨ªa conseguido amaestrarlo. "El que se aflige se afloja", dec¨ªa. Los aviones en que volaba casi todos los d¨ªas desde hac¨ªa muchos a?os eran buenos y muy bien mantenidos, y sus pilotos rigurosos eran los ¨²nicos que tomaban las decisiones del vuelo. Sin embargo, tal vez Torrijos no se daba cuenta de que aquella servidumbre a su intuici¨®n sobrenatural, que tal vez le salv¨® la vida muchas veces, termin¨® a la larga por ser su flanco m¨¢s vulnerable, pues al final le daba tantas oportunidades a la fatalidad como a sus enemigos. Cualquiera de los dos pudo causarle la muerte. Pero es imposible no relacionar esta cat¨¢strofe con otras similares ocurridas en poco m¨¢s de un a?o. En junio de 1980, el avi¨®n en que volaba el vicepresidente electo de Bolivia, Jaime Paz Zamora, se precipit¨® a tierra envuelto en llamas. Se pens¨® entonces, aunque nunca pudiera comprobarse, que le hab¨ªan echado az¨²car en el tanque de la gasolina. Despu¨¦s fue la tragedia del presidente de Ecuador, Jaime Rold¨®s; m¨¢s tarde, la del jefe del Estado Mayor de Per¨², general Luis Hoyos Rubio, y ahora la del general Omar Torrijos, el hombre providencial e irremplazable de Panam¨¢. Cuatro personalidades progresistas, cuya desaparici¨®n s¨®lo pod¨ªa favorecer a las tendencias m¨¢s tenebrosas de las Am¨¦ricas. No es f¨¢cil creer que tantos desastres sucesivos sean casuales, porque no es tan selectivo el ¨ªndice de la muerte y hasta las mismas casualidades tienen sus leyes inexorables.
En todo caso, no era esta la clase de final que Torrijos esperaba, ni la que deseaba y merec¨ªa. Siempre tuve la impresi¨®n de que se habla reservado el privilegio de escoger el modo y la ocasi¨®n de su muerte, y qu¨¦ la ten¨ªa reservada como la carta ¨²ltima y decisiva de su destino hist¨®rico. Era una vocaci¨®n de m¨¢rtir que tal vez fuera el aspecto m¨¢s negativo de su personalidad, pero tambi¨¦n el m¨¢s espl¨¦ndido y conmovedor. El desastre, accidental o provocado, le frustr¨® ese designio, pero la muchedumbre dolorida que asisti¨® a sus funerales iba sin duda movida por la sabidur¨ªa secreta de que aquella muerte impertinente y sin grandeza es una de las formas m¨¢s dignas del martirio. Yo no estaba all¨ª, por supuesto. Nunca he tenido coraz¨®n para enterrar a los amigos.
Copyright 1981, Gabriel Garc¨ªa M¨¢rquez-ACI.
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