El cuento del cuento
Poco antes de morir, Alvaro Cepeda Samudio me dio la soluci¨®n final de la cr¨®nica de una muerte anunciada. Yo hab¨ªa vuelto de Europa despu¨¦s de un viaje muy largo, y est¨¢bamos en su casa de domingos, frente al mar miserable de Sabanilla, cocinando su legendario sanchocho de mojarras de a 2.000 pesos."Tengo una vaina que le interesa", me dijo de pronto: "Bayardo San Rom¨¢n volvi¨® a buscar a Angela Vicario".
Tal comio ¨¦l lo esperaba, me qued¨¦ petrificado. "Est¨¢n viviendo juntos en Manaure", prosigui¨®, "viejos y jodidos, pero felices". No tuvo que decirme m¨¢s para que yo comprendiera que hab¨ªa llegado al fuial de una larga b¨²squeda.
Lo que esas dos frases quer¨ªan decir era que un hombre que hab¨ªa repudiado a su esposa la noche misma de la boda hab¨ªa vuelto a vivir con ella al cabo de veintitr¨¦s a?os. Como consecuencia del repudio, un grande y muy querido amigo de mi juventud, se?alado como autor de un agravio que nunca se prob¨®, hab¨ªa sido muerto a cuchilladas en presencia de todo el pueblo por los hermanos de la joven repudiada. Se llamaba Santiago Nasar y era alegre y gallardo, y un miembro prominente de la comunidad ¨¢rabe del lugar.Esto ocurri¨® poco antes de que supiera qu¨¦ iba a ser en la vida y sent¨ª tanta urgencia de contarlo, que tal vez fue el acontecimiento que defini¨® para siempre mi vocaci¨®n de escritor.
A quienes primero se lo cont¨¦ fue a Germ¨¢n Vargas y Alfonso Fuenmayor, unos cinco anos despu¨¦s, en el burdel de Alcaravanes de la negra Euferma. Para entonces ya hab¨ªa resuelto ser escritor, y mi padre me hab¨ªa dicho:"Comer¨¢s papel". Durante a?os so?¨¦ que romp¨ªa resmas enteras y me las com¨ªa en pelotitas, y nunca era el papel sobrante de los peri¨®dicos donde trabajaba entonces, sino un muy buen papel de 36 gramos, ¨¢spero y con marcas de agua, tama?o carta, del que segu¨ª usando siempre desde que tuve dinero para comprarlo. Sin embargo, Alfonso Fuenmayor y Germ¨¢n Vargas coincidieron en que la historia del crimen era digna de ser escrita, aunque fuera comiendo papel. "No importa que sea inventada", me dijo Alfonso Fuenmayor; "as¨ª las inventaba S¨®focles, y f¨ªjese lo bien que le quedaban". M¨¢s tarde, cuando regres¨® graduado de Columbia University, Alvaro Cepeda Saniudio estuvo de acuerdo, pero me previno sin reticencias: "Lo ¨²nico peligroso " , me dijo, "es que a esa historia le falta una pata".
En efecto, le faltaba el final imprevisible que ¨¦l mismo me cont¨® veintitr¨¦s a?os despu¨¦s del crimen, pero entonces era imposible imaginarlo. Germ¨¢n Vargas, con su prudencia cong¨¦nita, me aconsej¨® que esperara uno o dos a?os hasta que tuviera la historia mejor pensada. Yo no esper¨¦ ni uno ni dos, sino treinta a?os m¨¢s.
No fue una demora excepcional, pues nunca he escrito una historia antes de que pasaran, por lo menos, veinte a?os desde su origen. Pero en esto caso la raz¨®n era m¨¢s consciente: segu¨ªa buscando, en la imaginaci¨®n, la pata indispensable que le faltaba al tr¨ªpode, tratando de inventarla a la fuerza, sin pensar siquiera que tambi¨¦n la vida lo estaba haciendo por su cuenta, con mejor ingenio. Fue don Ram¨®n Vigilves quien me dio la f¨®rmula de oro: "Cu¨¦ntala mucho", me dijo."Es la ¨²nica manera de descubrir lo que una historia tiene por dentro".
Por supuesto, segu¨ª el consejo. Durante muchos a?os cont¨¦ la historia al derecho y al rev¨¦s, por todas partes, con la esperanza de que alguien le encontrara la falla. Mercedes, que la recordaba a pedazos desde muy ni?a, la volvi¨® a armar por completo de tanto o¨ªrla, y termin¨® por contarla mejor. Luis Alcoriza se a hizo grabar en su casa de M¨¦xico en una ¨¦poca en que todo el mundo era joven. A Ruy Guerra se la cont¨¦ durante seis horas en un pueblo remoto de Mozambique, una noche en que los amigos cubanos nos dieron de comer un perro de la calle haci¨¦ndonos creer que era carne de gacela y ni a¨²n as¨ª pudimos descubrir el elemento que le faltaba. A Carmen Balcells, mi agente literario, se la cont¨¦ muchas veces durante muchos a?os, en trenes y aviones, en Barcelona y en el mundo entero, y siempre llor¨® como la primera vez, pero nunca pude saber si lloraba porque la emocionaba o porque yo no la escrib¨ªa. Al ¨²nico amigo cercano a quien no se la cont¨¦ nunca fue a Alvaro Mutis, por una raz¨®n pr¨¢ctica: ¨¦l ha sido siempre el primer lector de mis originales, y me cuido mucho de que los lea sin ninguna idea preconcebida.
La revelaci¨®n de Alvaro Cepeda Samudio en aquel domingo de Sabanilla me puso el mundo en orden. La vuelta de Bayardo San Rom¨¢n con Angela Vicario era, sin duda, el final que faltaba. Todo estaba entonces muy claro: por mi afecto hacia la v¨ªctima, yo hab¨ªa pensado siempre que esta era la historia de un crimen atroz, cuando en realidad deb¨ªa ser la historia secreta de un amor terrible. S¨®lo que estuve a punto de no conocer nunca sus pormernres ocultos, porque Alvaro y yo nos desbarrancamos dos horas despu¨¦s en el cami¨®n del Catatumbo de Alejandro Obreg¨®n, y no nos matamos de milagro. "?Puta vida", pensaba, mientras ca¨ªamos hacia el fondo de aquel mar perdulario; "tanto buscar este final, para morirme sin contarlo!" Tan pronto como me restablec¨ª, sobre todo del susto, me fui a buscar a Bayardo San Rom¨¢n y Angela Vicario en su casa feliz de Manure, para que me contaran los secretos de su reconciliaci¨®n increible. Fue un viaje m¨¢s revelador de lo que yo pensaba, y por mejores motivos, porque a medida que trataba de escrudri?ar la memoria de los otros, me iba encontrando con los misterios de mi propia vida.
Hay dos pueblos cercanos, pero muy distintos, que se llaman Manaure. El uno es una sola calle muy ancha, con casas iguales, en una meseta verde de un silencio sobrenatural. All¨ª llevaban a mi madre a temperar cuando era ni?a. Tanto me hab¨ªan hablado de ese pueblo medicinal en casa de mis abuelos, que cuando lo vi por primera vez me di cuenta de que lo recordaba como si lo hubiera conocido en una vida anterior. No era all¨ª donde viv¨ªa el matrimonio feliz, pero Rafael Escalona, el sobrino del obispo, se equivoc¨® de camino cuando ¨ªbamos para el otro Manaure. Est¨¢bamos tomando una cerveza helada en la ¨²nica cantina del pueblo cuando se acerc¨® a nuestra mesa un hombre que parec¨ªa un ¨¢rbol, con polainas de montar y un rev¨®lver de guerra en el cinto. Rafael Escalona nos present¨®, y ¨¦l se qued¨® con mi mano en la suya, mir¨¢ndome a los ojos.
-?Tiene algo que ver con el coronel Nicol¨¢s M¨¢rquez? -me pregunt¨®.
-Soy su nieto.
-Entonces -dijo ¨¦l-, su abuelo mat¨® a mi abuelo.
No me dio tiempo de asustarme, porque lo dijo de un modo muy c¨¢lido, como si tambi¨¦n esa fuera una forma de ser parientes. Era un contrabandista de la estirpe legendaria de los Amadises y, lo mismo que ellos, era un hombre derecho y de buen coraz¨®n. Estuvimos de parranda tres d¨ªas y tres noches en sus cami¨®nes de doble fondo, bebiendo brandi, caliente y comiendo sanchocho de chivo en memoria de los abuelos muertos. Me llev¨® a distintos pueblos, hasta el interior de la pen¨ªnsula Guajira, para que conociera a diecinueve de los hijos incontables que el coronel Nicol¨¢s M¨¢rquez hab¨ªa dejado dispersos durante la ¨²ltima guerra civil. Al cabo de una semana me dej¨® en el otro Manaure: un pueblo de salitre frente a un mar en llamas. Se detuvo ante una casa que yo hubiera reconocido de todos modos por lo mucho que hab¨ªa o¨ªdo hablar de ella. "Ah¨ª es", me dijo.
En la ventana de la sala, bordando a m¨¢quina en la hora de m¨¢s calor, hab¨ªa una mujer de medio luto con antiparras de alambre y canas amarillas, y sobre su cabeza estaba colgada una jaula con un canario que no paraba de cantar. Al verla as¨ª, dentro del marco id¨ªlico de la ventana, no quise pensar que fuera ella, porque me resist¨ªa a creer que la vida terminara por parecerse tanto a la mala literatura. Pero era ella: Angela Vicario, veintitr¨¦s a?os despu¨¦s del drama.
Copyright 1981,Gabriel Garc¨ªa M¨¢rquez-ACI
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