De Mardoqueo al Sabahoz
Ha de quedar en claro, antes que nada, que hablando de monote¨ªsmo y polite¨ªsmo lo que m¨¢s cuenta no es la mera singularidad o pluralidad de los dioses tomada por s¨ª misma, sino el hecho de que la singularidad lo sea con el ¨¦nfasis positivo -por no decir airado y hasta conminatorio- de la unicidad, o sea, con el impulso militante o triunfante de la exclusi¨®n rec¨ªproca, de la incompatibilidad de ese Dios ¨²nico con cualquier otro dios.Pero tampoco basta, en modo alguno -como se habr¨¢ advertido f¨¢cilmente-, la incompatibilidad en el sentido en el que se habla de incompatibilidad de caracteres como motivo de separaci¨®n conyugal y que ciertas sonadas borrascas familiares de la chronique scandaleuse del Olimpo podr¨ªan hacer sospechar hasta en el eximio matrimonio de J¨²piter y Juno, sin una incompatibilidad elevada a cierto orden l¨®gico y ontol¨®gico, en cuyo seno, a semejanza del principio seg¨²n el cual se dice que la verdad de un juicio excluye la de su contrario, la existencia o la afirmaci¨®n de existencia de un dios supondr¨ªa o exigir¨ªa necesariamente la negaci¨®n de cualquier otro, excluir¨ªa su existencia; existencia o inexistencla que, por cierto, predicada de los dioses -y por mucho que la palabra haya sido excogitada, al parecer, expresamente para ellos-, no se ha logrado todav¨ªa dejar satisfactoriamente esclarecido qu¨¦ pueda querer decir, aunque da la impresi¨®n de que tal vez su sentido m¨¢s activo y m¨¢s urgente sea justamente el de hacerse portadora de la dicha exclusi¨®n, de modo que existir, lo que se dice existir, s¨®lo tendr¨ªa sentido predicarlo de un dios que sea positiva, iracunda, amenazadora y hasta tronitruantemente ¨²nico; y en materia de rayos y truenos, el pobre J¨²piter ol¨ªmpico resulta indudablemente un ni?o de pecho o un histri¨®n de barraca al lado del gran Dios del Sina¨ª.
Tal vez -y dicho sea para no insistir aqu¨ª ya m¨¢s en tan vidrioso asunto- podr¨ªa pensarse que se trata de algo as¨ª como una originaria incompatibilidad de caracteres, desarrollada, exacerbada y dilatada, hasta un tan irreconciliable antagonismo entre los seres en cuesti¨®n, que, no cabiendo ya -como suele decirse- los dos juntos en todo el haz del universo, llegando a sustentarse el propio ser de cada uno de ellos en una omn¨ªmoda y voluntad de destrucci¨®n y muerte para su contrario, casi como si la esencia de uno se cumpliese solamente en cuanto negador y aniquilador del otro (o sea todos los otros, cualquier otro), al absolutizarse este mors tua vita mea y transferirse a las indemudables quietudes de la eternidad no puede ya presentarse de otro modo que bajo esa forma de inm¨®vil repulsi¨®n, de est¨¢tica e impasible enemistad, que es la incompatibilidad l¨®gica ontol¨®gica.
Primitivo duelo
El indicio de que esto pueda ser as¨ª, de que el predicado de existencia, m¨¢s que unilateral, inerte, y en cierto modo redundante afirmaci¨®n de s¨ª, sea activa y positiva negaci¨®n de otro, y de que la incompatibilidad l¨®gico-ontol¨®gica, que hace que la verdad y existencia de un dios tenga que implicar autom¨¢ticamente la falsedad e inexistencia de otro, sea la suprema materializaci¨®n y coagulaci¨®n metaf¨ªsica de un primitivo duelo con su correspondiente antagonismo, el indicio, dec¨ªa, de todo esto podr¨ªa estar en el hecho de que aun no admitiendo en principio, en modo alguno, el dios monote¨ªsta ning¨²n otro existentejunto a si, con todo, caso de avenirse, en muy particulares condiciones, a tolerar alguna forma de copart¨ªcipe a su mismo nivel de realidad, jam¨¢s se trata de alg¨²n ser amigo o siquiera indiferente, sino siempre precisamente de alguien que encarna la figura del extremo antagonista, del mortal enemigo, del mendaz, del malo.
El Dios monote¨ªsta se afirma como ¨²nico y niega todo otro dios, pero al caer en la cuenta de que toda la fuerza de su propia existencia surge del combate y reside en la enemistad, vuelve a llamar de nuevo por la puerta falsa al existente negado y excluido y constituye con ¨¦l ese extra?o Alter Deus, tan chocante y contradictorio en las entra?as de cualquier monote¨ªsmo, que es el Malo, esto es, el Diablo.
Sin diablo el monote¨ªsmo amenaza acabar desliz¨¢ndose en pante¨ªsmo, y el pante¨ªsmo resulta sospechoso, intranquilizador o hasta repulsivo porque disuelve, o al menos aguachina o difumina, la contundencia de la imagen de Dios, la en¨¦rgica solidez monol¨ªtica de la existencia que de ¨¦l se predica, que tan s¨®lo se inflama y vivifica en la agitaci¨®n y el hervor de la pelea y la enemistad.
El monote¨ªsmo no s¨®lo muestra, as¨ª pues, una cierta laxitud, por contradictoria que pueda parecer, para admitir la afirmaci¨®n de otro existente, siempre y cuando decir otro equivalga impl¨ªcitamente a decir malo, sino que incluso se halla sujeto, en alg¨²n grado, por su propio fundamento, a la servidumbre de no poder prescindir nunca de ¨¦l. Como existente -y aunque sea bajo la figura de derrotado-, el diablo es siempre engorroso y hasta embarazoso para el monote¨ªsmo, pero en cuanto malo le es, en ¨²ltima instancia, imprescindible.
La oscilaci¨®n viene a ser como si Dios, deseando e intentando reiteradamente descansar de la pelea, en la plenitud de su excluyente y ¨²nica existencia, como un definitivo y absoluto vencedor, cada vez que se entregase a tal reposo advirtiese al punto que la paz es el desvanecimiento y la disoluci¨®n -con la amenaza permanente de no reaccionar a tiempo en cualquier trance de amodorramiento digestivo y escurrirse irremediablemente en un fatal episodio apopl¨¦tico, por el sumidero de la nada- para un ser cuya ¨ªndole se cifra, se acrisola y se troquela en el antagonismo, o incluso tal vez no consiste m¨¢s que en ¨¦l. De esta manera, en fin, y dicho sea de paso, se llega a la sospecha de que la acad¨¦mica, abstrusa y bizantina discusi¨®n de la existencia o inexistencia de Dios pueda no ser m¨¢s que una especie de disimulo o encubrimiento, pusil¨¢nime o diplom¨¢tico, de la mucho m¨¢s grave, vidriosa y escabrosa cuesti¨®n de su bondad o su maldad.
Situaci¨®n m¨¢s risue?a
La situaci¨®n del polite¨ªsmo, caracterizada por la compatibilidad entre los diversos dioses, es, como ya se puede suponer, bastante m¨¢s risue?a. La compatibilidad total entre dioses enemigos o de pueblos enemigos, no s¨®lo no debilitada sino a todas luces confirmada y fortalecida por la beligerancia misma, da lugar a las relaciones m¨¢s caracter¨ªsticas y contrastantes con el monote¨ªsmo.
Se?alado es, entre otros muchos, por ejemplo, el caso del gran Mardoqueo -Marduk-, dios nacional de Babel, El H¨¦roe entre los dioses, El Rey de los Dioses, pues parece que a nadie ansiaban tanto derrotar los dioses y los pueblos del contorno como a este Mardoqueo de Babel, a nadie deseaban tanto hacer prisionero, para deportarlo y llev¨¢rselo a su propia ciudad y mantenerlo en cautiverio.
Mardoqueo despertaba la m¨¢s alta y ¨¢vida tracci¨®n entre sus enemigos, y todos ellos parec¨ªan disput¨¢rselo como la m¨¢s estimable de las presas, pero tambi¨¦n, por lo mismo, como el m¨¢s grato y egregio de los prisioneros, en las varias y dispersas cautividades que sufri¨®, en las que por decenios -y hasta por m¨¢s de un siglo en una de ellas- recib¨ªa el trato m¨¢s deferente y el culto m¨¢s honroso en la ciudad enemiga que lo hab¨ªa forzado a aquel exilio y le hab¨ªa impuesto su hospitalidad.
Es muy posible que la aumentada dignidad con que se ve¨ªa celebrado Mardoqueo por sus sucesivos vencedores fuese debida a que tambi¨¦n se honraba en ¨¦l todo el prestigio de la ilustrada e ilustr¨ªsima Babel, madre y maestra de toda el Asia antigua.
El Sabahoz exig¨ªa a sus guerreros dar al anatema todo cuanto constitu¨ªa o representaba al enemigo derrotado, desde sus bienes hasta sus dioses. El rey Acab fue incriminado y maldecido por los profetas por dejar ir con vida, despu¨¦s de haberlo derrotado, a Ben Adad de Damasco, sin que ni siquiera hubiese disposiciones previas al respecto como las que hab¨ªa habido en la conquista de Cana¨¢n. La guerra del Sabahoz no era un conflicto entre partes, sino algo as¨ª como la ejecuci¨®n o el cumplimiento de la contrariedad entre El que es, el ser, y lo que no es, el no ser, la tiniebla del ser, el antiser o, como el otro que dice, la Antiespa?a.
El honroso y hospitalario cautiverio de que gozaba Mardoqueo en la morada de sus vencedores quiero ponerlo ahora en directa y expl¨ªcita comparaci¨®n con la breve imagen que, al razonar su criterio de conducta con los generales nazis, nos da Eisenhower en el pasaje ya aludido y anunciado en las entregas anteriores, de las tradiciones que rechaza con esc¨¢ndalo y lleno de indignaci¨®n moral:
Tal costumbre tiene su origen en el hecho de que los mercenarios de los tiempos pasados no experimentaban animosidad alguna hacia sus adversarios en el combate. Entonces los dos bandos se bat¨ªan por el puro placer de luchar, ajenos a todo sentimiento del deber, y muy a menudo con la sola finalidad de ganar dinero. En el siglo XVIII, un jefe militar que ca¨ªa prisionero se convert¨ªa, durante semanas y hasta meses enteros, en el hu¨¦sped de honor del vencedor. La tradici¨®n en virtud de la cual los militares de carrera son hermanos de armas ha persistido, bajo una forma degenerada, hasta nuestros d¨ªas. En lo que a m¨ª se refiere, la segunda guerra mundial me afectaba hasta el punto de impedirme compartir es sentimientos y costumbres. A medida que la guerra se desarrollaba, se fortificaba en m¨ª la convicci¨®n de que nunca como ahora, en una guerra en la que se enfrentaban tantos pueblos, hab¨ªan tenido que oponerse las fuerzas que defend¨ªan el bien de la humanidad y los derechos del hombre a una tan malvada conspiraci¨®n, con la que no cab¨ªa aceptar compromiso alguno. Ya que no pod¨ªa pensarse en un mundo humano hasta la completa destrucci¨®n de las fuerzas del Eje, esta guerra fue para m¨ª una cruzada...
Suprema gravedad moral
Es evidente aqu¨ª hasta qu¨¦ punto no es sino la imperiosa exigencia de suprema gravedad moral, la necesidad de tener raz¨®n en el m¨¢s elevado y omn¨ªmodo sentido, la absoluta, un¨ªvoca, total y universal justicia de la propia guerra, todo bajo las claras insignias indiscutiblemente monote¨ªstas, a fuer de laicas, de el bien de la humanidad y los derechos del hombre, lo que hace forzoso dar el anatema al enemigo en todos los sentidos.
Fort¨ªsima cosa ser¨ªa, sin duda, poner en entredicho los solid¨ªsimos motivos generales que pod¨ªa tener Eisenhower contra los dioses de Von Arnim, al igual que los que pod¨ªa alegar Cort¨¦s contra los de Moctezuma para ponerse a saltar sobrenatural apaleando sus efigies; pero no se trata de esto: se trata del muy diferente modo en que pueden asumirse esos motivos, desde como arbitrio subjetivo propio, acci¨®n sustentada en la sola responsabilidad particular aut¨®ctona de quien se dice: ?voy a tratar de parar estos horrores?, sin necesidad siquiera de reconocer que las guerras tengan que ser o tan siquiera puedan ser justas o injustas, hasta la conversi¨®n de tal iniciativa en un mandato ecum¨¦nico, con la determinaci¨®n un¨ªvoca e inequ¨ªvoca de un pretendido bien de la humanidad y con la encarnaci¨®n en unas fuerzas de las fuerzas que lo defienden, adem¨¢s,de la determinaci¨®n de un malo, sin el cual la propia justicia parece vacilar, y de un malo, adem¨¢s, escatol¨®gicamente conformado, para que funcione la universalidad.
Juzgo la evoluci¨®n que va desde las escenas de hospitalidad entre generales enemigos, que tanto ofend¨ªan los sentimientos morales de Eisenhower, hasta su propio criterio de comportamiento con los generales alemanes con que tuvo que hab¨¦rselas en su Cruzada en Europa, como una regresi¨®n espiritual y moral perfectamente comparable con la que media entre la era del ilustrado Mardoqueo de Babel y los mal llamados tiempos del montaraz y hasta montuno Yav¨¦ Sabahoz, el nubarr¨®n m¨¢s negro, m¨¢s avieso y m¨¢s maligno que jam¨¢s haya llegado a condensarse sobre las cabezas de los hombres; la galerna m¨¢s tenebrosa y m¨¢s mort¨ªfera que jam¨¢s se haya desatado de lo,alto de los cielos para venir a azotar las riberas de este triste planeta del dolor.
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