La tierra
En la divisoria de aguas que sirve de raya fronteriza provincial entre Vizcaya y Guip¨²zcoa se levanta el caser¨ªo. Cruzan ante ¨¦l varios caminos de monte, anta?o carretiles, hoy asequibles a los veh¨ªculos motorizados. Desde esta altura se otea la mar cant¨¢brica, los pueblos de la costa y, girando hacia el mediod¨ªa, los valles vizca¨ªnos salpicados de lugares, ermitas y casas de labor. Al fondo se perfilan como en un tel¨®n azulado las monta?as que anuncian la meseta castellana. Los pinares han oscurecido el paisaje primitivo. Todav¨ªa quedan manchas importantes del bosque antiguo: robles, hayas, casta?os, nogales, que ofrecen su cromatismo verde y primaveral en contraste con la f¨²nebre simetr¨ªa de las con¨ªferas alineadas.La familia de esta antigua torre que vigilaba frontera y veredas vive en la tierra y de la tierra. Se halla en la huerta, en esta ma?ana neblinosa de agosto, recogiendo la patata en tarea colectiva, alineados y movi¨¦ndose ladera abajo, en una r¨ªtmica marcha atr¨¢s. Varios perros asisten al trabajo con amistosa curiosidad. El caser¨ªo tiene cuatro o cinco canes de diverso estilo y mezclada casta. Dos se hallan sujetos con largas correas y sirven de guarda ladradora junto a las puertas. Otro, con cara de sabio, es ovejero y se mueve constantemente mirando al rostro del amo en busca de la se?a silenciosa o del vocablo susurrado que implica un prop¨®sito relativo al reba?o. El cuarto es cazador de codornices y malvises en verano; avefr¨ªas y palomas, en oto?o. De torcadas cuando llega el invierno. Apenas quedan ya liebres por la abundancia de escopetas urbanas -Eibar est¨¢ a una hora de camino- y los zorros han proliferado aprovechando los matorrales del pinar. 0, mejor dicho, la zorra, porque en Vasconia, al menos, el raposo siempre es femenino.
La casa est¨¢ construida a cuatrocientos metros sobre el nivel del cercano mar y entre diciembre y marzo hay nevadas que alcanzan los cincuenta cent¨ªmetros de espesor. La torre primitiva del siglo XIV est¨¢ empotrada en el mismo edificio, como ocurre en tantos caser¨ªos del Pa¨ªs Vasco. Tres arcos ojivales, un par de aspilleras, un pa?o entero de siller¨ªa gris en la fachada dan testimonio de lo que era la fortificaci¨®n antigua. I.as cuadras son amplias y de varios niveles y sirven de almac¨¦n t¨¦rmico de esti¨¦rcol fermentado, en los meses del fr¨ªo. Un horno de pan en buen uso prev¨¦ del indispensable alimento a la familia, evitando el largu¨ªsimo desplazamiento por la vereda que desciende al pueblo. La huerta, los maizales, el reba?o, las vacas y terneras, las gallinas, el inmenso lech¨®n engordante, representan la autonom¨ªa casi total del alimento de la casa. No hay vi?as de chacol¨ª, pero s¨ª manzanales ub¨¦rrimos.
Este a?o, manzanas y peras cuelgan en racimos impresionantes por razones del tempero mal explicadas. Hay una gran prensa que empuja el mosto de la sidra hacia el lagar; ¨¦sta, embotellada, tiene un picante y oloroso sabor que recuerda al para¨ªso terrenal con sus manzanales teol¨®gicos y conflictivos. Pienso que la manzana de la monta?a vasca es distinta de la de las orillas del Eufrates. Ninguna mujer o ning¨²n hombre de estos contornos pondr¨ªa en riesgo el futuro, no ya de la especie, sino de su propio e individual destino por darle un mordisco a una poma sonrosada, aunque se la ofrezca seductoramente su pareja. Es un fruto apetecible en verano, pero no el mejor, ni superior al melocot¨®n, al alb¨¦rchigo, a la ciruela claudia, a la guinda, a la pera limonera o al higo. Debi¨® hacer mucho calor en el jard¨ªn del Ed¨¦n, aquella tarde, hist¨®rica y prehist¨®rica a la vez, o los dem¨¢s ¨¢rboles se hallaban quiz¨¢ en pobres condiciones de exhibici¨®n frutera.
Las veredas del monte tienen vegetaci¨®n inconfundible. Predominan el helecho, la zarzamora y, dominando todo, las aulacas, con sus p¨²as espinosas que las Ovejas comen con precauci¨®n, tanteando la dureza de la espina. "Veredas inocentes a que asoma el helecho -la p¨¢lida flor de ¨¢rgoma y el madro?o- encendido", escribi¨® Basterra de estos caminos que llamaba "de merienda". La amarilla corola del argomal es el fest¨®n interminable que acompa?a a estas sendas.
No s¨¦ qui¨¦n llamaba a los suelos de Europa "tierra empapadas de historia antigua, ah¨ªtas de recuerdos y memoria colectiva". Esta tierra est¨¢ habitada desde cientos de a?os por las mismas familias. El ritmo de su vida apenas ha cambiado hasta la generaci¨®n actual, que ya tiene oficio urbano y lo ejerce aunque sube a cooperar en los trabajos importantes, sallado, laya, recolecci¨®n y siembra, desde la villa cercana. Todav¨ªa, en el viejo matrimonio que habitan la torre, la etxeko-andre es eusquera parlante total y no conoce, ni casi comprende, vocablo alguno de castellano. Su marido se entiende en espa?ol dif¨ªcilmente. Esto ocurre en agosto de 1981. No ser¨¢n sino unos millares de personas las que se encuentran en ese caso en Vizcaya y Guip¨²zcoa en caser¨ªos aislados y lejanos. Pero el hecho sociol¨®gico est¨¢ ah¨ª, pese a los simplificadores burocr¨¢ticos que lo rechazar¨ªan por artificioso o inveros¨ªmil.
La vuelta a la tierrra, el encuentro con la tierra primitiva es un acontecimiento ¨ªntimo que nadie -si puede- debe ignorar. Del suelo venimos y al barro primitivo hemos de volver. De la ciudad naci¨® la cultura en el sentido moderno que la entendemos. Pero de la vida rural, del terru?o, brotan otras vivencias profundas que representan una rama de la cultura humana, la m¨¢s antigua de todas, la del cultivo y la ganader¨ªa, que empez¨® unos 10.000 a?os antes de la era cristiana.
En estos remansos arcaicos, que todav¨ªa subsisten en nuestras monta?as c¨¢ntabras, se entra en contacto con la parte de la humanidad que se mantiene apegada al suelo sin querer aceptar la revoluci¨®n industrial ni la sociedad de consumo.
Frazer, el padre de la antropolog¨ªa actual, describi¨® en su insuperable compendio los ritos, costumbres, creencias y supersticiones de las culturas m¨¢s primitivas existentes en el planeta. "El ramo de oro" es una s¨ªntesis prodigiosa del talento inquisitivo del autor, que so?aba con averiguar la clave de los infinitos elementos del mosaico de las tradiciones m¨¢s remotas que exist¨ªan en las cinco partes del mundo. Su viaje fue te¨®rico y exclusivamente libresco. Como Julio Verne, su contempor¨¢neo, no sali¨® de las grandes bibliotecas inglesas de Londres y Cambridge para recoger la riqueza de sus hallazgos. Era un ingl¨¦s victoriano y herm¨¦tico. Sin embargo, el exhaustivo tesoro que alumbr¨® con su trabajo sirvi¨® de inspiraci¨®n a muchos que vinieron despu¨¦s, como Freud, Levi-Strauss y toda una generaci¨®n de investigadores de la antropolog¨ªa social. En su libro se refiere con insistencia a los n¨²cleos humanos que en la Europa de fines del pasado siglo manten¨ªan una existencia todav¨ªa directamente anclada en h¨¢bitos centenarios y en creencias m¨¢gicas citando a Baviera, a Breta?a, al Pa¨ªs Vasco, y a Calabria como ejemplos de esas unidades de supervivencia a?eja, en el continente urbanizado e industrializado de la Europa del novecientos.
Nuestros escritores rom¨¢nticos locales mitificaron, a fin de siglo, el ruralismo vascongado hasta extremos inveros¨ªmiles. La sociedad rural fue elevada a s¨ªmbolo de la pureza vasca en un doble sentido racial y moral. El teocratismo de Arana-Goiri encontr¨® en la colectividad aut¨®ctona de nuestros caser¨ªos el contrapunto que buscaba para identificar su nacionalismo primitivo. La ciudad, con sus inmigrantes for¨¢neos, que trabajaban en la industria, representaba el vicio, la contaminaci¨®n de los h¨¢bitos, la corrupci¨®n y el libertismo. La pareja rural bailaba a lo suelto en las romer¨ªas, mientras abajo, en la ciudad, se bailaba el agarrao. Esta contraposici¨®n danzante sirvi¨® en m¨¢s de una ocasi¨®n de argumento pol¨¦mico en las luchas electorales y en las pr¨¦dicas de cuaresma.
La existencia de los que viven en la tierra propende al aislamiento por su tendencia a la autosuficiencia; su indiferencia a la solidaridad; su escaso inter¨¦s por el consumismo y, en definitiva, su autonom¨ªa vital, dentro de su territorio propio, que en estos parajes es extenso y mal comunicado. La idea del trabajo colectivo de la unidad familiar, incluidos los ni?os, fue durante miles de a?os el esquema de un tipo de estructura econ¨®mica predominante.
La entrada de las masas rurales en la fuerza del trabajo de las f¨¢bricas fue un proceso, en cierto modo, coercitivo, en el que una elemental alfabetizaci¨®n y adecuaci¨®n fueron necesarios para convencer a esas gentes con el se?uelo del salarlo, de otras perspectivas de vida y de imaginar ventajas a su nuevo porvenir. Una gran mayor¨ªa del mundo campesino vizca¨ªno no quiso abandonar en esa coyuntura su ritmo tradicional.
Estos testigos supervivientes del per¨ªodo de transici¨®n del pastoreo al cultivo sedentario se hallan insertados en el paisaje del pa¨ªs. Unamuno lo describi¨® hace casi cien anos en las p¨¢ginas de Paz en la guerra, la novela simb¨®lica de las guerras civiles entre el campo y la ciudad.-
"Hab¨ªa en aquella caser¨ªa", escribe, "algo de vegetal como brote de la tierra misma, dir¨ªase era una espont¨¢nea eflorescencia del suelo o un capricho geol¨®gico. Parec¨ªa nacida all¨ª, a la vez condensaci¨®n del ¨¢mbito rural y expansivo del hombre; r¨²stica y vieja, hecha a las lluvias y vientos; a las nieves y tormentas; triste y seria".
"Madre inmortal" llam¨® Zola a la tierra, al suelo de su pa¨ªs. Ama-Lur dicen los vascos. Lo que une a los hombres con m¨¢s fuerza que los otros hombres es el misterioso y secreto apego a la tierra in qua natus sum.
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