Los madrile?os recuperan, poco a poco, la calle, de la mano de jubilados y escolares
Poco a poco, los madrile?os vuelven a recuperar la calle, los espacios libres que hace apenas un a?o parec¨ªan estar bajo el dominio de los delincuentes comunes. El regreso al Retiro, los circuitos de footing, cada d¨ªa m¨¢s concurridos y las reuniones de artistas y artesanos son, adem¨¢s de una buena noticia, un nuevo prop¨®sito de convivencia. Lugares tan distintos como el Lago de la Casa de Campo, la plaza de Espa?a, el paseo de Recoletos y la plaza de San Ildefonso demuestran que Madrid, la enorme ciudad exterior donde se han agrupado cuatro millones de personas, es todav¨ªa posible.
Los automovilistas que entran a primera hora en la Casa de Campo por la Puerta del Angel ven sucesivamente las primeras filas de casta?os del parque, las sillas met¨¢licas de las terrazas, un coche-patrulla de la Polic¨ªa Municipal y, al fondo, a la orilla del lago, como una aparici¨®n, la silueta de un viejo pescador. Son las diez de la ma?ana del viernes; cruzan por los alrededores varios atletas que llevan cintas el¨¢sticas en la frente: los automovilistas frenan al ver a los guardias, los atletas frenan al ver a los automovilistas y los guardias miran comprensivamente al viejo pescador, en un gesto de buena voluntad. Pero, para los que se detienen, la visi¨®n del Lago es cada vez m¨¢s sorprendente: junto al viejo pescador hay otros viejos pescadores que no quitan la vista de las boyas. Desde hace varios meses, explica el quiosquero de la terraza m¨¢s pr¨®xima, el Ayuntamiento, de acuerdo con la Federaci¨®n Espa?ola, autoriza una licencia especial para los jubilados madrile?os aficionados a la pesca, de manera que las veintinueve figuras inm¨®viles no son una alucinaci¨®n, sino aut¨¦nticos pescadores con aparejos, cesto de mimbre y corchera de anzuelos, que los visitantes empiezan a considerar vecinos naturales, "de nueve de la ma?ana a dos de la tarde", dice el quiosquero.De cerca, el primer viejo pescador deja de ser una figura inm¨®vil y se convierte de pronto en Francisco D¨ªaz, un ex empleado de banca, de 68 a?os. Hace s¨®lo tres era don Francisco, detr¨¢s de un mostrador de la sucursal del Banco Hispano Americano de la Gran V¨ªa, 50. Estaba atento a la ventanilla y a los n¨²meros y claves escritos en las casillas de los prospectos, y, por la fuerza de la costumbre, ten¨ªa siempre a punto la alarma que suena en el interior de todos los cajeros cuando algo no va bien en los papeles; la misma sensibilidad que le permite ahora analizar los peque?os movimientos de la boya o la vibraci¨®n del hilo. Hace quince a?os, se alist¨® en la pe?a Magerit. La proporci¨®n de pescadores era en realidad muy escasa en el grupo. "De 42 socios s¨®lo diez somos pescadores", pero la pe?a, como muchas otras, ten¨ªa y tiene un sentido escapista y admite a los madrile?os con la ¨²nica condici¨®n de que tengan instinto de huida.
El caso es que, al principio de su carrera de pescador, Francisco D¨ªaz luchaba con lucios, carpas reales y black-bass en Buend¨ªa, El Castrej¨®n y Cazalegas, y ahora, tres a?os despu¨¦s de la jubilaci¨®n, a las diez de la ma?ana del viernes, est¨¢ preparando un cebo de masilla de pan para las carpas, barbos y peces urbanos del lago-estanque de la Casa de Campo. Como los otros jubilados, cumple las reglas de juego impuestas por el Ayuntamiento: los peces que pican son izados hasta la orilla, desprendidos del anzuelo con cuidado y, entre los comentarios de la afici¨®n, devueltos al agua sanos y salvos. Quiere decirse que Francisco D¨ªaz se impone a diario el sacrificio de volver a casa con el cesto vac¨ªo y la disciplina de contar a la familia la verdad, y s¨®lo la verdad, sobre el tama?o de las piezas cobradas.
Su vecino de puesto, Juan N¨²?ez G¨®mez, de 65 a?os, jubilado en febrero, es uno de los trescientos socios de El Montero Pescador, y tambi¨¦n tiene dos nietos. No obstante, ¨¦l es algo distinto a los dem¨¢s. No viene de foguearse en los pantanos; viene de las costas de Huelva o, m¨¢s exactamente, de las calas de Isla Cristina y Punta Umbr¨ªa, de perseguir mojarras y congrios. Ahora, 45 a?os despu¨¦s de su primera salida al mar, tambi¨¦n ha decidido apuntarse al grupo de pescadores del lago. Por lo visto, los peces son fieles y agradecidos.
M¨¢s all¨¢ de Juan N¨²?ez est¨¢ Fernando Valenzuela, de 68 a?os, ex cerrajero de la f¨¢brica de relojes Girod, en Torrej¨®n, y vecino de la glorieta de Iglesia; en d¨ªas festivo sal¨ªa con sus compa?eros del grupo Amigos de la Ca?a, t¨ªtulo que nunca tuvo un doble sentido, y en d¨ªas laborables era el encargado de poner los cierres y ajustes a las cajas de los relojes despertadores y de pared. Probablemente fue en Torrej¨®n donde adquiri¨® la paciencia de ahora, once de la ma?ana, a la orilla del lago.
A las 11.20 horas se hunde la boya de la ca?a de Pedro Espartosa Illana, de 66 a?os, un ex encargado de la construcci¨®n, que recoge el hilo despacio. Los otros pescadores miran: en la vida de cada pescador hay a menudo un segundo en el que se tiene derecho a pensar en el pez definitivo. Pedro Espartosa se familiariz¨® con esa sensaci¨®n en los pantanos de Alarc¨®n, Santillana y El Atazar, que eran algunos de sus pescaderos favoritos, y los pescadores de Escocia, sobre todo en el lago Ness. Esta vez, sin embargo, no ha picado un monstruo; ha sido, una vez m¨¢s, la carpa de las once y veinte. Todos los pescadores recogen el hilo y reponen el cebo a las 11.25 horas.
Los patinadores de Recoletos preparan una pel¨ªcula
Ignacio Dizy, de quince a?os, alumno de BUP en el colegio Monfort, de Loeches, ha tomado carrerilla sobre sus patines al principio de la recta de 244 metros del paseo central de Recoletos. Es uno de los veintid¨®s patinadores que han venido el s¨¢bado a mantener la forma y el equilibrio, a la espera del pr¨®ximo marat¨®n popular sobre ruedas. En su opini¨®n, todo patinador novato tiene que soltarse rodando sobre unos Taiwan de 3.000 pesetas; luego, con el tiempo, se puede aspirar a unos Kryptonics americanos, que son el Rolls del patinaje y valen unas 20.000 pesetas. En suelos poco propios, como los de Madrid, conviene aplicarles unas ruedas Sims, de goma blanda, para ajustar bien los giros, despegues y frenadas: en el fondo se trata ¨²nicamente de prevenir los patinazos. Llega Ignacio Dizy a media pista. Detr¨¢s mantiene la distancia de seguridad David Mercado, de quince a?os, estudiante de octavo de EGB en el colegio Arzobispal. Como siempre, a David le escolta su gran dan¨¦s negro Liway, que quiere decir Felicidad en tagalo, seg¨²n dec¨ªa su abuelo, que era filipino.
El trampol¨ªn, que desde lejos parec¨ªa un sello de Correos, se agranda por momentos. Los otros patinadores se incorporan a la fila al o¨ªr la se?al que un colaborador les hace desde un banco con un silbato: detr¨¢s de Ignacio y David to
Los madrile?os recuperan, poco a poco, la calle, de la mano de jubilados y escolares
man la salida Luis Fern¨¢ndez Pova, de tercero de BUP; Vicente Matallana, de primero; Fernando Jim¨¦nez, de primero tambi¨¦n, y Conchi Fuentes, que estudia segundo en el colegio de la Paloma. Al otro lado de la rampa filma la carrera Jos¨¦ Mar¨ªa Jord¨¢n, de dieciocho a?os, alumno de COU del colegio de los Maristas. El siseo de la c¨¢mara se pierde poco a poco en el ruido creciente de los patines. Llega el primero, asciende, brooom, silencio, frenazo; llega el segundo, brooom... Jos¨¦ Mar¨ªa rueda en s¨²per-8. Tiene bajo el brazo in gui¨®n en cuya portada se lee: "As¨ª somos", un cartapacio lleno de broomns y de di¨¢logos breves, secos y ligeramente agresivos. En la historia aparecen siete personajes ficticios y tal vez un perro llamado Liway. En cambio, el director no ha incluido en el gui¨®n cierto episodio ver¨ªdico: hace unos d¨ªas, unos gamberros le rompieron el viol¨ªn a un viejo que tocaba en los t¨²neles del metro de Banco; los chicos no pudieron evitarlo, pero han hecho una colecta para repon¨¦rselo. Alguien deber¨ªa decirle al joven director que el asunto habr¨ªa que llevarlo por ah¨ª, o acaso no haya frase m¨¢s profunda que cualquier brooom, ni gesto m¨¢s expresivo que un salto sobre los kryptonics, por mucho que sean de segunda mano. A menos de veinte metros por debajo de Jord¨¢n est¨¢ tocando la flauta travesera Carlos Gil, de veintid¨®s a?os, sobre el contrapunto de los brooom del metro. Tiene delante un atril met¨¢lico sobre el que lee una partitura que el viento no se lleva gracias a dos pinzas amarillas de tendedero de ropa, y a la ayuda de Alexandra Di¨¦guez, de diecinueve a?os, su mujer, que estudia arte dram¨¢tico y le pasa las hojas en ratos libres. Carlos aprovecha para anunciar en un peque?o cartel: "Se dan clases particulares de flauta, 3.000 pesetas mensuales". Hacen los dos una genuina pareja rom¨¢ntica con flauta, gasa, vaqueros y con la palidez casi transparente que siempre se ha atribuido a los artistas.
Plaza de San Ildefonso: sol, palomas y artesanos
Desde el banco que comparte con Luciano Cano, de sesenta a?os, empleado de la compa?¨ªa de seguros Minerva, y con El¨ªas Mart¨ªn, de 66, cocinero jubilado del restaurante Cardenal Belluga, el ex taxista Florencio Barrio, de 68, puede ver, con s¨®lo girar la cabeza, las veinticinco buhardillas que limitan por arriba el rect¨¢ngulo de la plaza de San lldefonso, y, los nueve cipreses, cuatro farolas, seis encinas y el laurel que limitan el paseo casi cuadrado alrededor de la fuente. Florencio Barrio fue el titular de la licencia 574, de Madrid. Lleg¨® en el a?o 1928, cuando su t¨ªo Valeriano se ganaba la vida con una calesa sim¨®n de punto: la capital ten¨ªa 600.000 habitantes, y, la carrera media daba unas dos pesetas. Recuerda la prehistoria del gremio rodeado de amigos y de palomas que se arremolinan sobre un cucurucho de papel de estraza lleno de pan mojado, aunque, en el banco de la izquierda, nueve mujeres discuten sobre la colza a gritos y le obligan a forzar demasiado la voz para hacerse entender. A las dos de la tarde todos desaparecen. Un olor a guisado, que combina muy bien con el laurel del ¨¢rbol, se extiende por la plaza.
A las cuatro de la tarde del s¨¢bado llegan los artesanos. Los del grupo Las Casillas, de Tetu¨¢n, ponen su tenderete frente al banco que ocupan Florencio, El¨ªas y Luciano. Venden unos sorprendentes relojes solares de bolsillo a seiscientas pesetas pieza. Dicen los del grupo que los art¨ªculos son la r¨¦plica exacta de un original alem¨¢n del siglo XVIII; ofrecen moscatel de M¨¢laga para convencer al cliente y dan una ¨²ltima raz¨®n: cada reloj cuesta tres horas de trabajo en madera, papel y, alambre dorado, m¨¢s el precio de la br¨²jula interior. Lo ¨²nico que no pueden garantizar es que ma?ana vaya a salir el sol; sin embargo, el modelo tiene un acabado irreprochable y ellos est¨¢n all¨ª para vender, no para hablar de la meteorolog¨ªa.
Mar¨ªa Garc¨ªa, de veinticuatro a?os, vende pendientes de plata y pedrer¨ªa, y bolsas de tela de la India bordadas a mano con hilo de oro, junto al banco en el que discut¨ªan las mujeres poco antes de la hora del almuerzo. Ana Garc¨ªa, de veinticuatro a?os, ordena una exposici¨®n de marionetas de pasta de papel, plumas te?idas y raso. Hoy ha tra¨ªdo con ella a su hijo Lucas, de diez meses, y pasa la tarde rodeada por clientes y mercaderes vestidos con amplios tabardos, ponchos, sombreros de fieltro y por las aturdidas palomas de la parroquia de San lldefonso, que ahora vuelan s¨®lo hasta la copa de la fuente cuando las campanas comienzan a tocar a misa de s¨¢bado.
El Pueblo del Dos de Mayo juega a la petanca
A la misma hora que Lucas logra dormirse en la plaza de San Ildefonso, llegan los jugadores de petanca a la glorieta del Pueblo del Dos de Mayo, al principio de los jardines del templo de Debod. Los visitantes m¨¢s veteranos del parque hacen una calle con seis bancos, enfrentados tres a tres. Quince minutos despu¨¦s, dos equipos organizados en tripletas est¨¢n disputando una dura partida ante cuarenta espectadores que han entrado en la m¨ªstica del juego; analizan los m¨¢s insignificantes desniveles del terreno, calculan la ca¨ªda le cuestas y regaretas y murmuran como habr¨ªa que lanzar la pr¨®xima bola. Jos¨¦ Mar¨ªa Hern¨¢ndez Marcos, de 71 a?os, presidente del club Col¨®n, est¨¢ comentando las jugadas de Eusebio, de Jes¨²s y de C¨¢rcel, "que es muy buen tirador y muy buen arrimador; quiz¨¢ el m¨¢s completo de todos". Los jugadores que esperan turno sostienen las bolas met¨¢licas de ochocientos gramos envueltas en pa?os de felpa; el fr¨ªo de oto?o empieza a apretar y las manos s¨®lo conservan el tino cuando est¨¢n calientes. Los m¨¢s expertos tiran a mano vuelta para dar a las bolas un efecto invertido y conseguir que frenen a tiempo; los que creen en la fuerza como ¨²nico estilo posible lanzan directamente, o a lo pastor. Despu¨¦s de cada jugada, los espectadores discuten, aplauden y aconsejan de banco a banco. Hoy, Pepe Casillas, repostero del campo de golf, y Jos¨¦ Mart¨ªnez, mec¨¢nico chapista en una f¨¢brica de electrodom¨¦sticos de Torrej¨®n, est¨¢n teniendo una gran tarde. Se incorpora a la partida Abraham Mart¨ªn, portero jubilado del palacio de Liria; lleva atado a la mu?eca el equipo de dos bolas. Lo desenvuelve con mucha ceremonia. Luego empieza a lanzar: es un jugador fino, zurdo, contenido. Las bolas que juega describen un arco muy suave y, como si estuviesen teledirigidas, acaban siempre junto al boliche, diez metros m¨¢s all¨¢.
Dos nuevos jugadores cuelgan sus chaquetas en los laureles de la estatua al Pueblo del Dos de Mayo. La dedicatoria queda semioculta y Madrid es simplemente el pueblo de mayo. A esa hora el bulevar de Vallecas se llena de claveles, pintadas, ni?os verdes antinucleares, y algunas hojas de acacia caen como papelines en los patios de Aurrer¨¢, en Arg¨¹elles, a trav¨¦s del humo y de un olor nocturno a cr¨ºpes, queso y a una tenue colonia juvenil.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.