La ¨¦tica de Espa?a
La amistosa menci¨®n que de mi nombre hace Ignacio Ellacur¨ªa en su claro y valiente art¨ªculo ?D¨®nde est¨¢s, Espa?a?, recientemente publicado en estas mismas p¨¢ginas, me mueve a responderle meditando negro sobre blanco acerca del tema, grave tema, que da motivo a esa maragalliana interrogaci¨®n.Se pregunta Ignacio Ellacur¨ªa si el Gobierno de Espa?a y, nuestra jerarqu¨ªa episcopal han hablado con suficiente claridad v han actuado con energ¨ªa suficiente ante una atroz realidad, el drama que desde hace tantos meses viene ensangrentando el suelo de dos fraternos pa¨ªses centroamericanos: El Salvador y Guatemala. Dicho de otro modo: si la habitual y, cruenta violaci¨®n de los m¨¢s elementales derechos humanos, comenzando por el primero de ellos, el derecho a la vida, tantas y tantas veces conculcado por quienes all¨ª se llaman a s¨ª mismos -o se llamaban, no lo s¨¦- hisp¨¢nicos y cat¨®licos, ha tenido en la Espa?a democr¨¢tica, la que el Gobierno representa, y en la Espa?a cat¨®lica, la que la jerarqu¨ªa episcopal encabeza, la respuesta exigible al pa¨ªs que llev¨® a esos pueblos la lengua, el cristianismo y no pocos de los h¨¢bitos mentales y afectivos en ellos dominantes.
Como Ignacio Ellacur¨ªa, creo que no; y movido por su velado requerimiento, intentar¨¦ mostrar una parte, s¨®lo una parte, del complejo subsuelo ¨¦tico e hist¨®rico en que su art¨ªculo tiene fundamento. Varios temas vienen pronto a las mientes.
Ata?e el primero a la ¨¦tica de las relaciones internacionales, y por consiguiente, a la distinci¨®n que necesariamente hay que establecer entre los dos principales m¨®viles de la pol¨ªtica exterior de un pueblo: los principios y los intereses. Mu¨¦vense por principios los pa¨ªses que en la realizaci¨®n hist¨®rica de su vida procuran distinguir entre lo decente y lo indecente, lo aceptable y lo inaceptable, lo digno y, lo indigno, y -en la medida de lo posible- tratan de ajustar su conducta a los primeros t¨¦rminos de esa triple contraposici¨®n. Sirven a intereses los que s¨®lo a la ocasional importancia de ellos, ll¨¢mense lucro, poder, conveniencia o, como dir¨ªa el padre Isla, simple convenenzuela, supeditan la cambiante l¨ªnea de su acci¨®n. Rige a unos la ¨¦tica de la intenci¨®n y el esfuerzo, la moral quijotesca; orienta a los otros la moral del logro y el ¨¦xito, la ¨¦tica leonina. La historieta es bien conocida. En cierto concili¨¢bulo pol¨ªtico de un pa¨ªs poderoso, alguien postul¨® la presentaci¨®n de ayuda militar y econ¨®mica a un tiranuelo rapaz y sanguinario. "?Pero si ese hombre es un hijo de perra!", le objetaron. A lo cual respondi¨® el objetado: "Desde luego, pero es nuestro hijo de perra". No hace falta muy larga reflexi¨®n para advertir que al aspirante a protector del tiranuelo le encandilaba la pol¨ªtica de intereses, y que su oponente prefer¨ªa inclinarse hacia la pol¨ªtica de principios.
Cuidado. S¨¦ muy bien que, exterior o interior, la pol¨ªtica no permite el quijotismo puro, porque, como a la vida misma, a la pol¨ªtica pertenecen tanto los principios como los intereses. Si de escribir doctrina pasa a gobernar de hecho, hasta el m¨¢s antimaquiav¨¦lico de los hombres se ver¨¢ obligado a hacer alguna concesi¨®n al maquiavelismo. Pienso, en consecuencia, que en la reciente declaraci¨®n de Francia y M¨¦xico acerca de la guerra civil salvadore?a opera tanto el respeto a los principios como la atenci¨®n a los intereses. El problema est¨¢ en que ¨¦stos no sean sucios y aqu¨¦llos sean eficaces. Supuesto lo cual, ?puede decirse que en la conducta de Espa?a ante el drama centroamericano haya tenido eficacia suficiente la consideraci¨®n de los principios: el respeto efectivo a los derechos humanos, la procura de una justicia social m¨ªnimamente aceptable, la operante sensibilidad ante el clamor o el silencio del pobre? Como Ignacio Ellacur¨ªa, ya lo dije, creo que no.
?Por qu¨¦ tal deficiencia? Perm¨ªtaseme incluir la respuesta -tal ser¨¢ el segundo tema de mi reflexi¨®n- en un contexto mucho m¨¢s amplio: la actitud de la Espa?a oficial, que a este respecto sigue siendo la Espa?a tradicional, ante la realidad de Hispanoam¨¦rica. Conozco la Am¨¦rica hispana desde el R¨ªo Grande del norte hasta la Araucania, y desde mi condici¨®n de espa?ol me siento entra?ablemente unido a su oscilante y conflictiva aventura hacia el futuro que nuestro tiempo pide. M¨¢s de una vez he sostenido que s¨®lo quien conscientemente haya hecho la experiencia iberoamericana puede tener plena conciencia hist¨®rica de su condici¨®n de espa?ol. En las ciudades de Hispanoam¨¦rica he hablado con hispan¨®filos, nacionalistas, indigenistas, socialistas y liberales cosmopolitas o aspirantes a serlo. Pues bien: buceando con voluntad de adivinaci¨®n en el alma de mis interlocutores, muchas veces me ha parecido descubrir en el fondo de ella algo semejante a dos t¨¢citas interrogaciones. Una, tajante y desgarrada: "?Por qu¨¦ no ser¨ªan ingleses, o franceses, o alemanes, los europeos que descubrieron y colonizaron mi Am¨¦rica?". Otra, m¨¢s suave y matizadora: "Los espa?oles nos trajeron lengua, cristianismo, arte y modos de vida, y de todo ello procede en no peque?a parte lo mejor de lo que tras nuestra independencia hemos hecho los hispanoamericanos. En lo que realmente somos, quiero yo afirmarme. Pero, ?por qu¨¦ no nos traer¨ªan en medida suficiente los h¨¢bitos mentales y operativos en cuya virtud han sido socialmente posibles y reales la ciencia moderna, la t¨¦cnica actual y el establecimiento de una vida civil abierta al pacto razonable entre los que por sus ideas o sus intereses mutuamente discrepen?". Me pregunto si la Espa?a tradicional -hasta ahora, salvo espor¨¢dicas excepciones, tambi¨¦n la Espa?a oficial- se ha hecho cargo de la existencia de tales interrogaciones, o al menos de su posibilidad, y de nuevo debo responder que no.
Todo lo cual, tercer punto de esta r¨¢pida meditaci¨®n, debe conducirnos a los espa?oles a dos faenas complementarias: una revisi¨®n intelectual y ¨¦tica de nuestra actitud y nuestra conducta ante la. verdadera realidad -hist¨®rica y social de Hispanoam¨¦rica o, mejor a¨²n, de los hispanoamericanos; una autocr¨ªtica no masoquista ni lamentatoria, sino dedicidamente reformadora y operativa, ante las luces y las sombras, los logros y las manquedades de nuestro propio pasado. El espa?ol que al entusiasmo por nuestras grandes haza?as literarias, pict¨®ricas, colonizadoras y religiosas, e incluso por nuestras peque?as haza?as cient¨ªficas y t¨¦cnicas, no sepa unir la eficaz voluntad de construir un pa¨ªs en el cual la ciencia, la t¨¦cnica y una convivencia pol¨ªtica racional y justiciera sean las que este tiempo exige, s¨®lo como turista o como negociante deber¨ªa pasar al otro lado del charco. Porque s¨®lo los espa?oles capaces de esa revisi¨®n y esta autocr¨ªtica -m¨¢s precisamente, s¨®lo los que hoy sepan ser herederos y actualizadores del patriotismo que desde el siglo XVII han jalonado, cada uno a su modo, Cabriada, Mayans, Feijoo, los Caballeritos de Azcoitia, Olavide, Jovellanos, Balmes, Giner, Costa, Cajal, Unamuno, Men¨¦ndez Pidal, Besteiro, Ors, Ortega, Mara?¨®n y Castro-, s¨®lo ellos podr¨¢n intentar con posibilidades de ¨¦xito real y fecundo la cooperaci¨®n hispanoamericana que nuestra historia, nuestros principios y nuestros intereses tan insistentemente reclaman. Y ante el sangriento drama de Centroam¨¦rica, s¨®lo ellos sabr¨¢n conducirse conforme al noble deseo que a Ignacio Ellacur¨ªa -como a Juan Maragall ante otro drama, el espa?ol de 1898- le hace preguntarse y preguntarnos: "?D¨®nde est¨¢s, Espa?a?".
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