La luz de Roma
?Cu¨¢l es el secreto encanto de una ciudad? ?El talante de sus moradores? ?La importancia de sus monumentos? ?El peso de su historia c¨ªvica? ?El ruido y el olor de sus calles? ?Las curvas del r¨ªo que la atraviesa? ?El pulso del tr¨¢fico que la inunda? De muchos modos se puede mirar a una ciudad para que nos revele su esencia ¨ªntima. Nietzsche dec¨ªa que era mejor salir fuera de sus l¨ªmites para adivinar su perfil a contraluz y captar as¨ª su esencial conjunto. Otros gustan de mezclarse en el torrente humano para escuchar lo que dice. Maragall escribi¨® lo de "feliz la ciudad que tiene a su espalda una monta?a". Don Miguel de Unamuno sub¨ªa al Pagazarri y al Archanda para contemplar en la hondonada bilba¨ªna a su bocho natal. Cuentan que Miguel de Cervantes se asom¨® desde el monte Mario a la urbe romana, cuando la visit¨® por primera vez en 1568, y escribi¨® que "ya los aires de Roma nos dan en el rostro, ya las esperanzas que nos sustentan nos brillan en las almas...".Roma es hoy una aglomeraci¨®n de varios millones de habitantes que apenas caben en sus calles, en las que la circulaci¨®n autom¨®vil tiene un v¨¦rtigo especial. Los aparcamientos improvisados por la densidad del tr¨¢fico invaden aceras y senderos peatonales. Yo he querido una ma?ana temprano subir por la v¨ªa Gregoriana, cruzar por Trinit¨¢ del Monte, bordear los jardines y muros de la Villa M¨¦dici y llegar al Pincio y a sus terrazas verdes: "La ancha azotea que atalay / la urbe tendida al pie de la colina, y desde el barandal degusto el parque", cantaba Ram¨®n de Basterra, el m¨¢s romano de nuestros poetas. Hube de ir saltando entre carrocer¨ªas y parachoques para aceptar finalmente el marchar por la calzada entre raudos conductores que embisten al viandante y le obligan a dar quiebros inveros¨ªmiles.
Cualquier rinc¨®n de la Roma hist¨®rica rezuma evocaciones profundas. Montherlant dec¨ªa que sent¨ªa un noble y angustiado abatimiento cuando trat¨® de conocer exhaustivamente la ciudad por excelencia, "la madre de ciudades", como la llam¨® el poeta. En mi itinerario matutino me detuve ante el busto de Chateaubriand, que sol¨ªa pasear por este su camino favorito rumiando ambiciones y vanidades. Despu¨¦s trat¨¦ de hallar el escenario que Vel¨¢zquez llev¨® a sus dos paisajes que se contemplan en el Museo del Prado. Paisajes extraardinarios por su anticipaci¨®n en la t¨¦cnica y, sobre todo, por la intenci¨®n pict¨®rica. "Cuadros revoluci¨®n arios", los llamaba Gudiol, con certero uso del t¨¦rmino. ?Cu¨¢l ser¨ªa la mentalidad del maestro espa?ol al llevar estos breves apuntes al lienzo? Alguien dec¨ªa que no se trata sino de unos trozos de pared de jard¨ªn. Pero ?no es el muro amarillo de Vermeer el punto de convergencia de la pintura moderna, ante el que Proust hizo morir repentinamente al imaginario escritor Bergotte mientras lo contemplaba? Vel¨¢zquez era, como Vermeer, un pintor de luces. Llevaba en las pupilas la luz de la meseta de Madrid, m¨¢s dura y gris que la de Roma. La luz de Roma tiene matices y tamices que la colorean de rosa y de oro, seg¨²n el horario y el mirador. Desde Montorio se adivina en la tarde una luminosidad difusa, mientras que desde los ¨²ltimos pisos de Montecitorio, el doble palacio adosado del Parlamento, se contempla Roma bajo otro prisma al atardecer.
Villa M¨¦dici es famosa por muchas razones tambi¨¦n porque en ella estuvo preso Galileo por cometer el pecado cient¨ªfico de mover la est¨¢tica y antropoc¨¦ntrica fijeza de la Tierra. Entr¨¦ en los grandes aposentos bajos del palacio, habilitados por la exposici¨®n que all¨ª se celebra, titulada David y Roma. Es interesante cotejar las fechas de la vida art¨ªstica del gran. maestro franc¨¦s con las de su contempor¨¢neo Goya, por ejemplo. David no siente el soplo rom¨¢ntico de la Revoluci¨®n, y queda anclado en el neoclasicismo de la virtud antigua y del republicanismo estoico. Cuando Par¨ªs descubr¨ªa los derechos del hombre, David recorr¨ªa las ruinas excavadas de Pompeya y se instal¨® en la resurrecci¨®n art¨ªstica del mundo y de los mitos del pasado romano. El desnudo masculino era el fuerte de su talento descriptivo. Julien Green cuenta en. su diario que "ante las grandes telas de David cre¨ª sentir el soplo del demonio". Jacques Louis David era un artista engag¨¦. Fue protagonista activo de las jornadas cruciales de la Revoluci¨®n Francesa, pint¨® los temas anecd¨®ticos del proceso y fue maestro de ceremonias y escen¨®grafo de las grandes fiestas nacionales de la Revoluci¨®n como la del ser supremo. Despu¨¦s cay¨® en desgracia y fue perseguido. A?os m¨¢s tarde era nombrado pintor de c¨¢mara de Napole¨®n. Gracias al pincel de David, Bonaparte fue idealizado en el lienzo como un h¨¦roe a la romana y no como un condottiero de los ej¨¦rcitos populares de la Revoluci¨®n. El Bonaparte que cruza los Alpes por el Gran San Bernardo es casi un general de la Santa Alianza. Mientras, Goya, simult¨¢neamente, est¨¢ terminando la escena paradigm¨¢tica de los fusilamientos de mayo, los del patriotismo chispero madrile?o, a a?os luz de distancia de su colega, en el camino de la modernidad del arte.
Hab¨ªa en el aire de Roma un h¨¢lito de primavera cuando yo la visit¨¦ recientemente. El tiempo era fr¨ªo, pero el sol reluc¨ªa en la plaza El¨ªptica, vigilada por las columnas del Bernini. Agora cimera de. la cristiandad, el gran espacio abierto de San Pedro est¨¢ en perpetua ebullici¨®n, a la espera de un mensaje o de una ceremonia. Invita a la reflexi¨®n este destino singular e individualizado de las ciudades hist¨®ricas de Europa. En esos pocos metros cuadrados que tiene como soporte geogr¨¢fico el Estado Vaticano se concentra desde hace siglos una alt¨ªsima tensi¨®n espiritual que brota de la convergencia de las aspiraciones, plegarias y esperanzas de millones de seres. La televisi¨®n ha logrado por fin la universalidad de la Iglesia con el tiempo real y la simultaneidad visual electr¨®nica, lo que en una instituci¨®n de signo espiritual significa la instantaneidad dejas coherencias.
La luz de Roma, cambiante y dorada, envolv¨ªa bajo un cielo di¨¢fano los monumentos, las iglesias, los palacios, las ruinas, los suburbios y los rascacielos lejanos. "El a¨¦reo palio es un mar de maravilla", escrib¨ªa un viajero peregrino ingl¨¦s del ochocientos. Y en Roma, el recuerdo de lo espa?ol perdura. En una misma jornada pas¨¦ de visitar Villa Madama como hu¨¦sped a saludar al presidente del Senado, replegado en su sabidur¨ªa madura en el despacho de Palazzo Madama. La madama era Margarita de Austria, la hija del emperador y de Johana Van der Gheenst, una bell¨ªsima flamenca de linaje de artesanos tapiceros. Margarita fue dada en matrimonio, a los catorce a?os, a Alejandro de M¨¦dicis, el primer duque de Florencia, hombre de refinada violencia y maldad, que muri¨® asesinado por su primo Lorenzaccio. Hered¨® entonces el palacio renacentista mediceo de Roma que es hoy el Senado de la Rep¨²blica y la llamada Vi?a del Papa, el delicioso castillo que Clemente VII pose¨ªa en las laderas del monte de Mar¨ªa y que ha sido amorosamente restaurado seg¨²n la antigua traza de Rafael Sanzio. La madama, que cas¨® despu¨¦s con Octavio Farnesio, sobrino de otro Papa, fue la madre de Alejandro Farnesio, el gran general de los tercios espa?oles, y gobern¨® Flandes con desigual fortuna. Su memoria perdura en Roma y llen¨® con su fasto sus palacios y cortejos buena parte de la vida de la urbe durante el Cinquecento. Los pecados de amor de Carlos V se llamaron madamas cuando afectaban al sexo femenino. La madre de Juan de Austria, B¨¢rbara de Blomberg, vivi¨® sus ¨²ltimos a?os en la monta?a C¨¢ntabra, y todav¨ªa se conserva en Ambrosero el recuerdo de la otra madama, que tiene su tumba en el cercano monasterio de San Sebasti¨¢n de An¨® y que muri¨® en la pobreza total.
"La santa luz de la naturaleza", llamar¨ªa Milton a la claridad del d¨ªa. La luz en la que flotan los recuerdos de la historia es quiz¨¢ la mejor definici¨®n de la luminosidad de Roma.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.