El mundo del arte por dentro
El avi¨®n privado aterriz¨® en el aeropuerto de Barajas el viernes a las diez de la ma?ana. Bajaron tres pasajeros: un se?or de sesenta a?os de quijada reluciente, una rubia at¨®mica y un joven guardaespaldas marsell¨¦s. Al pie de la escalerilla les esperaba un Rolls-Royce alquilado por radio desde el aire. Tuve la oportunidad de acompa?ar a estos tipos en el coche a Madrid, para guiarles hasta la guarida donde estaba el cuadro de Gaugin. La muchacha s¨®lo era un objeto decorativo en este asunto, cumpl¨ªa la funci¨®n de un b¨²caro de S¨¨vres. Al cruzar las piernas dentro del Rolls-Royce, sus muslos de pez espada relampaguearon en una nube de Nina Ricci. Ten¨ªa una bell¨ªsima cara de idiota. A la altura de la calle de Serrano, el jefe le firm¨® con cierta desgana un tal¨®n en blanco y la abandon¨® en la puerta de una joyer¨ªa. El coche sigui¨® adelante, con el karateca al lado del conductor.El amo de la expedici¨®n era un jud¨ªo internacional que se hac¨ªa llamar Neuman con objeto de quitarse moscas de encima. Realmente, su verdadero nombre respond¨ªa al de un famoso coleccionista de pintura y marchante con casa abierta en Par¨ªs, Londres y Nueva York; un sujeto vestido todo de cachemir un poco ajado, con un halo de marfil, el ojo de halc¨®n detr¨¢s de las gafitas redondas un poco ca¨ªdas y ese brillo viol¨¢ceo que se instaura en el filo de la quijada cuando uno ya es multimillonario en d¨®lares. De esta forma el Rolls-Royce avanzaba hacia la guarida en un refinado silencio de todos.
Por su parte, el due?o del Gaugin estaba totalmente ajeno a la operaci¨®n log¨ªstica que se hab¨ªa montado aquella ma?ana en torno a la pieza. Diez d¨ªas antes hab¨ªa dejado el cuadro a una amiga de confianza, marquesa o algo as¨ª, porque ¨¦sta le asegur¨® que ten¨ªa un comprador directo. Lo que en verdad hizo la marquesa fue entregar la mercanc¨ªa sin recibo a un corredor volandero, de buena familia, cargando el precio con tres millones m¨¢s. A su vez, el corredor deposit¨® el Gaugin sin firmar nada en manos de un anticuario, despu¨¦s de fijar de palabra la tajada que pensaba sacar. El cuadro recorri¨® un circuito de dos galer¨ªas, el piso de un intruso, el despacho de una financiera, y en cada parada se le meti¨® la correspondiente cuchara, hasta que pas¨® por la jurisdicci¨®n de un revendedor amigo m¨ªo. El due?o ped¨ªa quince millones de pesetas. Ahora val¨ªa 45. Una ristra de intermediarios colgada de la teta hab¨ªa multiplicado por tres el precio de la pieza, que en el ¨²ltimo momento fue depositada en la caja fuerte de un banco para rodearla con un boato de seguridad e impresionar as¨ª al t¨ªo de la pasta.
Elegante mazmorra
Yo ni siquiera conoc¨ªa el cuadro. Mi trabajo en esta operaci¨®n s¨®lo hab¨ªa consistido en conectar con el pez gordo, traerlo a Madrid y acompa?arlo hasta el escenario donde iba a celebrarse la admirable ceremonia de desenvainar el talonario. Hab¨ªa llegado la hora. Aquella ma?ana del viernes diez personas interpuestas entre el due?o y el comprador estaban en vilo, sin conocerse m¨¢s que en los eslabones inmediatos. Mientras se produc¨ªan nerviosas llamadas por tel¨¦fono, cada una con su historia diferente, para notificarse que la operaci¨®n estaba a punto de caer, el p¨¢jaro desconocido aterrizaba en Barajas, cruzaba de inc¨®gnit¨® la ciudad en Rolls-Royce y se met¨ªa en el subterr¨¢neo de un banco de la Castellana, donde el ¨²ltimo enlace esperaba mordi¨¦ndose las u?as, equipado con un abrigo de caza mayor.
Un ascensor expreso nos condujo a todos hasta el tercer s¨®tano y fueronse abriendo a nuestro paso cuatro rejas de la elegante mazmorra, hasta llegar al santuario acorazado. El enlace y el encargado del fort¨ªn, con dos llaves combinadas, dieron unas vueltas a la clave de la caja y sacaron el cuadro de Gaugin envuelto en goma espuma. Delicadamente la pieza fue desembalada, hasta que qued¨® apoyada en la pared de acero. Era un paisaje de Pont-Aven, de la ¨¦poca de la Breta?a. El jud¨ªo internacional se cambi¨® de gafas, se agach¨® para husmear la firma y la trama del lienzo. Luego, de pie, estuvo largo rato en silencio, observando intensamente la pintura a media distancia, todos en un hermetismo tenso en aquella profundidad a su. alrededor, menos el guardaespaldas, que silbaba. Finalmente, el coleccionista sonri¨®. Y dijo:
-Conozco el cuadro. Perteneci¨® a la colecci¨®n privada de Goering. ?Qu¨¦ piden por ¨¦l?
-Cuarenta y cinco millones.
-Bien. Les doy dos millones. Es una cifra razonable, sobre todo si se tiene en cuenta que el cuadro es falso.
-Si es falso, vale 15.000 pesetas.
-Exactamente. Pero hay un detalle. Este cuadro es falso en las manos de ustedes. Cuando yo lo compre y lo incluya en mi cat¨¢logo ser¨¢ aut¨¦ntico.
El jud¨ªo internacional, famoso coleccionista y marchante de arte, dio media vuelta, se arroj¨® en el interior del coche, recogi¨® en la joyer¨ªa a su amante, aquel lujoso galgo rubio que hab¨ªa entrado a saco con amoralidad idiota en el reino de los cristalitos, y desde Barajas, en un Myst¨¨re plateado de su exclusiva propiedad, parti¨® rumbo a Nalrobi para pasar el fin de semana. En la cola de la aduana se despidi¨® c¨ªnicamente:
-Ll¨¢meme a Nueva York, dentro de ocho d¨ªas, si considera que se puede hacer algo. Un mill¨®n para usted.
-Gracias.
-Recuerde que ese cuadro ya est¨¢ quemado.
Esta es la primera lecci¨®n del arte por dentro. Un cuadro tiene siempre un valor relativo si est¨¢ fuera de su ambiente. El mercado del arte a escala internacional tiene unos cabecillas que mandan, dictaminan, peritan, convierten las obras aut¨¦nticas en falsas, las falsas en aut¨¦nticas, crean alrededor de cada cuadro un perfume exclusivo que atrae a los millonarios. Un cuadro es bueno o malo, despide distintas vibraciones est¨¦ticas y monetarias, seg¨²n el lugar donde est¨¦ colocado.
El caso del sobrino del anticuario
Hace algunos a?os, un arist¨®crata conocido, el m¨¢s duque de todos, entr¨® en la tienda de un anticuario de la calle del Prado y se enamor¨® a primera vista de una peque?a tabla, de una Virgen con Ni?o, que el due?o ten¨ªa arrumbada contra la pared. En realidad esa tabla hab¨ªa sido pintada unos meses antes por un joven artista, sobrino del anticuario, especialista en dar a sus cosas una p¨¢tina del siglo XV. La madera ol¨ªa todav¨ªa a aceite h¨²medo. El arist¨®crata, que en materia de pintura era un presuntuoso enfermizo, la quiso comprar a cualquier precio, y el anticuario amigo se negaba por las buenas, sin atreverse a confesar que la tabla era falsa, que la hab¨ªa pintado su sobrino, para no herirle en su vanidad. El arist¨®crata consigui¨® llevarse la pieza bajo su responsabilidad y, antes incluso de pagarla, la regal¨® al Museo del Prado, que, deslumbrado por la mano del donante, sin pensarlo m¨¢s, colg¨® la tabla en sus paredes. Durante cuatro a?os pas¨® por un Juan de Borgo?a y en el Museo del Prado fue reverenciada por expertos, diletantes y otros turistas. Despu¨¦s se deshizo el equ¨ªvoco, pero la obra ya hab¨ªa cogido una nobleza de la que a¨²n no se ha liberado.
Unos pintores sueltan todo su perfume en los museos; otros, sobre el sof¨¢ de un burgu¨¦s; otros, en el despacho de un consejero-delegado; otros, en la buhardilla de un intelectual. Hay cuadros que reclaman la pared de una villa junto al lago Como, de Mil¨¢n; hay lienzos que no son nada sin la sofisticaci¨®n de un apartamento de Nueva York; hay obras que sacan su esplendor en una carbonera, en el cuarto de los trastos de una pobre viuda. Perm¨ªtame usted que le cuente otro caso, para que se entere de c¨®mo est¨¢ el mundo.
Un d¨ªa me llam¨® un ojeador de pintura para decirme que hab¨ªa descubierto esa bicoca con que sue?a cualquiera que se dedique con manga ancha al negocio del arte: una abuelita que viv¨ªa sola, que ten¨ªa un Solana aut¨¦ntico y que ignoraba su valor. Le dije que concertara una cita, a sabiendas de que esta clase de breva pertenece ya a la mitolog¨ªa. As¨ª lo hizo. A las seis de la tarde, acompa?ado del tipo que hab¨ªa levantado la pieza, fui a ver el cuadro. Era el sexto piso de una casa sin ascensor, y eso quiere decir que llegu¨¦ al ¨²ltimo rellano con el bofe fuera. La escalera de madera cruj¨ªa con estertores de ajusticiado aquel d¨ªa de viento, y las paredes de la finca, apuntaladas con vigas de cemento, amenazaban ruina. No pod¨ªa encontrarse mejor atrezzo para un Solana y una vieja de clases pasivas. A la tercera llamada del timbre o¨ª pasos de babucha y una tos de bronquitis cr¨®nica en el pasillo. Una dulce abuelita, con toquilla, abri¨® la puerta y nos hizo pasar amablemente. En seguida
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quiso invitarme a tomar caf¨¦. Sentados los tres a una mesa camilla, bajo los trinos de un canario muy pelma, la se?ora me cont¨® la historia del cuadro antes de que yo le echara la vista encima.
-Mi pobre marido era banderillero de la cuadrilla de Belmonte.
-?Ah, s¨ª?
-Y estaba este pintor, que nunca recuerdo como se llama.
-Solana.
-Eso. Que le gustaba mucho el chorizo y siempre ven¨ªa a casa. Mi marido era de un pueblo de Logro?o y en casa nunca faltaba el chorizo de la matanza.
-?Recuerda c¨®mo era el pintor?
-Alto. Corpulento ¨¦l. Sub¨ªa los pelda?os de cuatro en cuatro, cantando fragmentos de ¨®pera. Parec¨ªa un poco bestia.
-?Y el cuadro?
-Se lo regal¨®. Una tarde en que mi marido hab¨ªa estado muy bien en la plaza vino con ¨¦l a casa y lo dej¨® encima de la cama. De esto hace m¨¢s de cincuenta a?os, no crea usted.
Ped¨ª ver el cuadro. Para eso a¨²n hubo que subir por una polvorienta escalerilla de palomar hasta un desv¨¢n donde hab¨ªa un colch¨®n, algunas cajas de cart¨®n con peri¨®dicos, un cristo de ata¨²d y otras glorias de chatarrero bajo una bombilla de cuarenta vatios. El lienzo de Solana, sin marco, estaba cubierto de telara?as detr¨¢s de una maleta de mimbre, en el suelo. La dulce abuelita, tosiendo y suspirando, lo elev¨® con la mano y lo puso a mi alcance. Sopl¨¦ sobre aquellas tres figuras de botero, y lo que sent¨ª al instante fue una cosa terrible. Pero call¨¦. El ojeador se me insinu¨® al o¨ªdo.
-Parece aut¨¦ntico.
-Lo es -contest¨¦.
-?Le gusta? -pregunt¨® la dulce viejecita, sonriendo.
-Mucho.
-?Cu¨¢nto puede valer?
-?Usted qu¨¦ quiere?
La vieja sac¨® en seguida una insospechada ma?a de experta y dispar¨® al aire.
-Me he informado. Un profesor de viol¨ªn, amigo de mi hija, me ha dicho que puede valer hasta cuatro millones de pesetas. Yo quiero un poco menos.
No quise sostener por m¨¢s tiempo aquella situaci¨®n embarazosa, demasiado c¨®mica, y grit¨¦:
-Se?ora: este cuadro es m¨ªo.
-?Se lo queda usted? -pregunt¨® la abuela, haci¨¦ndose la tonta.
-Quiero decir que este cuadro es m¨ªo. De mi propiedad. Lo que oye.
Efectivamente, el cuadro era de mi propiedad. Yo se lo hab¨ªa prestado tres d¨ªas antes a un corredor de pintura que acudi¨® a m¨ª, moqueando, con la promesa de que ten¨ªa un comprador para mis tres boteros de Solana. El cuadro pas¨® a manos del supuesto ojeador, que ignoraba la procedencia. Este mont¨® el n¨²mero de la abuela para dotar a la pieza de un gancho atractivo y se limit¨® a ofrecerme la oportunidad de desvirgar aquel nido de telara?as. La diferencia del precio era de dos millones contra m¨ª.
En ciertas ocasiones, a un cuadro hay que rodearlo de miseria para que brille ante un comprador. Otras veces es el comprador el que se disfraza de pobre para conseguir una ganga. Hay enamorados que se trabajan la l¨¢grima, el cuento de la pena para lograr el favor de la hija del granjero. Como un marchante de Madrid, millonario de arriba abajo, que viajaba a Par¨ªs en primera clase y en el hotel se despojaba del terno de Gales, de la corbata de seda natural y del zapato italiano. Sacaba de la maleta un traje arrugado para esta ocasi¨®n, se vest¨ªa con calzado polvoriento, se enrollaba el calcet¨ªn en el tobillo, se pon¨ªa una gabardina con lamparones de aceite, se dejaba de afeitar ese d¨ªa, arriaba las cejas a media asta y, de esta forma, con la nuez peluda y despechugada, iba a visitar los estudios de Grau Sala, de Peinado, de Vi?es y de otros pintores que, a la saz¨®n, estaban lampando. El millonario se hac¨ªa pasar por un intelectual pobre, pero obseso por el arte, que se ve¨ªa forzado a comprar por consejo del psiquiatra. De modo que estaba dispuesto a quedarse sin comer, a dejar aparcada a su mujer y a los hijos bajo un puente con tal de poseer veinte, treinta, cuarenta obras de cada artista a un precio a tono con su miseria, claro est¨¢. En cuanto lo ve¨ªan llegar los pintores espa?oles de la escuela de Par¨ªs se llamaban por tel¨¦fono.
-Albricias. Que ha llegado el t¨ªo de la gabardina. Este mes nos toca comer caliente.
-Yo pienso subirle mil pesetas por cada cuadro.
-No fastidies, que le puede dar un c¨®lico.
El mercado del arte limita, por arriba, con la Mafia, y por abajo, con la picaresca, todo envuelto en ademanes y ritos de extremada sofisticaci¨®n. Cuando en las subastas extraordinarias de Londres y de Nueva York salen grandes piezas, en la suite de un hotel de superlujo, un d¨ªa antes, tiene lugar una ceremonia secreta. All¨ª se re¨²nen los grandes marchantes internacionales y formulan entre s¨ª un pacto de no agresi¨®n. El Foujita ser¨¢ para el japon¨¦s; el Monet, para el millonario sirio; el Picasso, para el representante del museo de California; el Bracque, para el jud¨ªo de Ginebra; el Renoir, para m¨ª; el Van Gogh, para ti; el Modigliani, para ¨¦l. Con unos modales de guante de cabritilla que esconde un garfio de pirata, rodeados de rubias muchachas molonas, de negras ex¨®ticas recostadas en divanes como leonas de Etiop¨ªa, todo naufragado en un perfume dior¨ªsimo, los cabezas de serie en el mercado del arte imponen los gustos y los precios, fabrican prestigios y se zampan a los boquerones que se acercan al coto.
De ah¨ª a la visi¨®n de algunas subastas de Madrid, llenas de morralla, donde se ve a dos gordas forradas pujando fren¨¦ticamente un cuadro falso, hay la distancia de a?os luz. En las subastas internacionales, el dinero maneja un lenguaje cr¨ªptico yen torno a las grandes obras se citan los iniciados con una cautela exquisita. Hasta hace poco, las subastas espa?olas eran una fiesta social de puro habano, joyas de a pu?o en la pechuga de la mujer del constructor y un frenes¨ª hortera por demostrar qui¨¦n tiene aqu¨ª m¨¢s dinero para ese Romero de Torres totalmente vulgar. El negocio del arte, hasta el otro d¨ªa, en Espa?a, estaba en manos de gitanos y de marquesas. Cuando estall¨® aqu¨ª la moda de la pintura, los coleccionistas bajaban de la parcela y entraban en las galer¨ªas como en una farmacia de guardia.
-P¨®ngame tres Redondelas, dos Beulas y un Palencia.
-?Se los envuelvo?
-No hace falta. Son para tomar ahora mismo.
Tama?o natural
Felizmente, el panorama ha cambiado. Los coleccionistas espa?oles han aprendido. La crisis econ¨®mica ha reducido la feria a su tama?o natural. Y los marchantes del terreno tambi¨¦n han cogido p¨¢tina. En la muestra de arte contempor¨¢neo que ha tenido lugar recientemente en Madrid se ha demostrado que en esto se ha llegado a la mayor¨ªa de edad. Quiero decir que a los marchantes espa?oles, despu¨¦s de algunos a?os, tambi¨¦n se les ha puesto cara de decadentes, ese talante suavemente p¨¦rfido. Se les ha posado encima una mano de esteta intelectual con melena y bufanda, con la?as sobre las orejas. El arte moderno necesita esta clase de servidores, una gente refinada y amable que se mueva entre lienzos con pasos de ballet, en ese espacio donde el m¨¢s tonto hace relojes de madera.
Han pasado los tiempos en que una galer¨ªa dejaba un cuadro a un amigo para que, lo corriera y, por la tarde de ese mismo d¨ªa, volv¨ªa el cuadro a la galer¨ªa en manos de un extra?o que lo ofrec¨ªa en venta al propio due?o por dos millones m¨¢s. En la feria del arte contempor¨¢neo era un placer contemplar a los nuevos marchantes en el trabajo est¨¦tico de estar a la altura de la obra colgada. La muestra exhalaba un aire de sofisticaci¨®n dentro de la belleza suprema del dinero. Entre vibraciones de Juan Gris, T¨¢pies, Antonio L¨®pez, Aligi Sassu, Picasso, Canogar, Ortega, Equipo Cr¨®nica, que emanaban desde los compartimentos de las galer¨ªas, hab¨ªa en los pasillos una m¨²sica de bellas panteras, caballeros patinados, pintores vivos en traje de pana, artistas muertos disecados en la pared, el suave frufr¨² de los talonarios en flor. Luego, cuando la feria se pliega y las obras de arte se arrumban en el suelo y el marchante se agita entre ellas con una confianza de sacrist¨¢n, el mundo interior se recompone.
-Oye: ?qu¨¦ vale este bodrio de Picasso? -Veinte.
-Te ofrezco siete.
-Vale.
Y el pich¨®n se lo lleva puesto.
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