El sism¨®grafo
Es sabido que Goethe, poco antes de morir, mand¨® correr las cortinas para que entrara la luz. Quiz¨¢ clamaba por las queridas luces del siglo XVIII, su siglo: mor¨ªa en una Europa oscurecida por la restauraci¨®n, en que peleaban se?ores y banqueros, mariscales y cardenales, dejando de lado "la inmensa rep¨²blica de los esp¨ªritus cultivados" que Voltaire crey¨® conocer en 1767.En el crep¨²sculo, el viejo Goethe pudo recontar la ca¨ªda de sus ilusiones, apenas sostenidas a lo lejos, como siempre, por Francia que acababa de coronar a un roi citoyen: Alemania segu¨ªa sin existir, atomizada en cientos de se?or¨ªos encabezados por peque?os d¨¦spotas m¨¢s o menos bonachones y haraganes, palurdos y corteses; en vano hab¨ªa tratado de concitarla en torno a la veneraci¨®n de las ruinas g¨®ticas, las viejas sagas medie vales, el Singspiel y el drama hist¨®rico. Napole¨®n hab¨ªa sido derrota do por la Santa Alianza. Las coronas ilustradas, barridas por una ola de terror ante la revoluci¨®n burguesa, reem- lazadas por los sacristanes del trono y el altar. Los rom¨¢nticos impon¨ªan un arte que ¨¦l consideraba d¨¦bil y enfermizo, aunque amaba los versos de Byron y las novelas de Walter Scott, al que la muerte recoger¨ªa el mismo a?o. En esta queja contra el arte del d¨ªa, tal vez Goethe se reprochaba el haberle dado nacimiento con un pistoletazo, el que acababa con la vida de Werther.
Una corte de funcionarios respetuosos y aburridos
?Continuaba quej¨¢ndose de que "Europa nada le daba", como dijo en uno de sus Epigramas venecianos? Es cierto que los peregrinos desfilaban por Weimar para tocar a su peque?o J¨²piter, tal vez para contentarse con verlo tras el cristal de una ventana; pero este amante de la vida no pod¨ªa ignorar que la devoci¨®n de ciertos europeos se dirig¨ªa a una de esas estatuas de yeso patinado que gustaba coleccionar, r¨¦plicas de los tibios m¨¢rmoles que sorprend¨ªa con facilidad en su viaje por Italia.
No ten¨ªa a su lado a los amigos y compinches de juventud. Ni Schiller ni Hegel, ni Herder ni Lessing pod¨ªan ser sus corresponsales. S¨®lo le quedaba una corte de funcionarios respetuosos y aburridos, ante los cuales le¨ªa, como en una celebraci¨®n ministerial, las profesorales ocurrencias del segundo Fausto o el fuego ceniciento de la Eleg¨ªa de Marienbad. El fiel Eckermann, cuyo destino parec¨ªa el de ser su escucha final, el gran o¨ªdo de la historia, le daba la r¨¦plica silenciosa, sin perder jam¨¢s el deslumbramiento que el maestro dispensaba, cercano o lejano, vivo o muerto.
La multitud lectora, sin ignorarlo, le negaba sus mejores favores. Un se?or Th¨¹mmel cobraba por sus novelas de viaje m¨¢s del doble que ¨¦l por sus obras completas. Walter Scott ganaba en tres a?os de ventas lo que ¨¦l en toda su vida de escritor. La edici¨®n Goschen (1970) de sus trabajos encontr¨® 602 suscriptores y 536 compradores sueltos. Sir Walter, en tanto, vend¨ªa 35.000 ejemplares por mes, y El corsario, de Byron, logr¨® 10.000 adquirentes el d¨ªa de su lanzamiento.
?Qu¨¦ pauta nos sirve para medir la grandeza de Goethe, entonces? ?Con qu¨¦ derecho aplicarle la bobalicona y turbia etiqueta de "gran escritor, se ruega no tocar"? Ninguna matem¨¢tica, ninguna ponderable. Grande es el escritor que en pie sobre un se¨ªsmo de la historia registra su temblor. Y en esto, Goethe fue un sism¨®grafo con escasos colegas.
La primera novela de la modernidad
Si A?os de aprendizaje es la cima y final de la novela educativa que narra la armoniosa pelea de un hombre por su identidad, el escondido camino de un nombre hacia s¨ª mismo, si es la ¨²ltima novela sistem¨¢tica, A?os de vagabundeo es la primera novela de la modernidad, fragmentaria, miscel¨¢nea, dispersa, vagabunda como su t¨ªtulo, abrupta como el paisaje monta?oso que le sirve de fondo. Werther es el primer antih¨¦roe moderno, el personaje cuya historia termina mal, el padre de Hans Castorp y el abuelo de Gregorio Shamsa. Si el primer Fausto lleva al colmo las tensiones del hombre cl¨¢sico, due?o de toda la experiencia de la vida, sin fronteras preestablecidas a su deseo, el hombre-Dios del humanismo que humaniza el mundo, el segundo Fausto repone al animal humano en las fronteras sin medida de lo ignorado, moviliz¨¢ndole con el temblor que produce la muerte de Dios. Su final, con la gran madre que lo recupera y lo eleva, es la primera p¨¢gina del psicoan¨¢lisis, la primera experiencia moderna de ese sentimiento oce¨¢nico en que la madre y la amante nos disuelven en la totalidad originaria que hemos cre¨ªdo nuestra meta.
Y en la quema del bello instante fugitivo, en la fijeza intransitiva del s¨ªmbolo que salva la ef¨ªmera transitoriedad de las cosas, Goethe est¨¢ coronando la palabra como se?ora del reino po¨¦tico, est¨¢ se?alando el campo del simbolismo, el alimento de toda la po¨¦tica moderna.
Su mismo programa intelectual, la formaci¨®n de esa logia de los mejores, que, ni sacerdotes ni burgueses, se propone comandar la poblaci¨®n de las llanuras desde las alturas monta?osas, esboza el dominio del mundo por una aristocracia t¨¦cnica, que es la que insensiblemente nos va gobernando en estos d¨ªas.
La corte de Weimar, hace siglo y medio, inhumaba a su consejero secreto. A trav¨¦s de los a?os, gracias a su fino o¨ªdo para el desplazamiento de las capas tect¨®nicas de la historia, el viejo Goethe, nuestro compa?ero en el aprendizaje y el vagabundo, sigue d¨¢ndonos sus secretos consejos.
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