Aver¨ªa irreparable
Entre la caterva de obscenidades despiadadas y mort¨ªferas de las que recibimos noticias todos los d¨ªas, embadurnadas por lo com¨²n de altas razones de Estado y sublimes valores eternos, percibimos de cuando en cuando el gemido desnudo de lo absolutamente intolerable, de la desolaci¨®n pura. Y nos estremecemos entonces hasta lo m¨¢s hondo, sacudidos por algo que ya ni siquiera es indignaci¨®n ni el honrado prop¨®sito de enmendar el mundo, sino el atisbo demoledor de lo irreparable, de lo que nos acompa?ar¨¢ siempre como la sombra de horror que proyecta la vida consciente a su paso. Porque ciertos estragos son tan enormes que generan una culpa mayor que los propios culpables, una culpa que ning¨²n coraz¨®n humano -por feroz que fuese- podr¨ªa plenamente asumir ni apenas comprender. En ciertas ocasiones, el hombre no est¨¢ a la altura del mal que comete: algo fatal y ciego que le rebasa colabora con sus libres elecciones para conseguir lo aut¨¦nticamente atroz.A veces es un detalle aparentemente secundario, banal incluso, lo que nos revela que un l¨ªmite ha sido transgredido y entramos de lleno en lo insufrible. Por ejemplo, la historia de ese ni?o de cinco a?os asesinado con un destornillador en Parla. Un s¨®rdido suceso de brutalidad y abandono, detr¨¢s de cuya cr¨®nica somera se adivinan esas zonas pantanosas en las que nos debatimos los hombres y donde vamos perdiendo poco a poco lo que de digno y humano cre¨ªmos tener: zonas de frustraci¨®n, de miseria y desamor. El ni?o, se nos cuenta, pasaba la mayor parte del tiempo solito; en ocasiones fue a casa de los vecinos a pedir alimentos, pues sus padres hab¨ªan salido olvidando darle de comer; otras veces su visita desconsolada ten¨ªa como motivo pedir que alguien le arreglase el televisor estropeado. Nada, ni siquiera el posterior martirio de la criatura con sevicia bestial, me parece tan espeluznante como esa s¨²plica de que le reparasen la aver¨ªa que le privaba de la ¨²nica compa?¨ªa que le hab¨ªan dejado. Me lo imagino probando todos los botones, intentando recuperar los dibujos animados que le entreten¨ªan, mientras la pantalla permanec¨ªa rayada de sombras vertiginosas o simplemente muda; y por fin se decide a salir, a ir de casa en casa para ver si alguien quiere ayudarle, porque a ¨¦l un d¨ªa le dijeron que las personas mayores ayudan a los ni?os... Ten¨ªa cinco a?os, estaba solo y la tele se hab¨ªa estropeado. ?Por qu¨¦, maldita sea, no hay genios, o duendes, o ¨¢ngeles que arreglen los televisores de los ni?os desvalidos cuando los adultos estamos demasiado atareados para ocuparnos de ello? ?Y por qu¨¦ ese destornillador no lleg¨® para reparar la aver¨ªa, sino para castigar su desamparo y su llanto? Ojal¨¢ no hubiera le¨ªdo jam¨¢s esta historia, porque s¨¦ que no la voy a olvidar; qu¨¦ piadosa es nuestra despreocupada ceguera, por la que tantos sucesos semejantes no son por siempre desconocidos.
Albert Camus ve¨ªa en el sufrimiento de los ni?os el m¨¢s irrefutable argumento contra la existencia de un Dios bueno. Los gn¨®sticos iban m¨¢s lejos y con el mismo dato probaban la existencia de un Dios malo, lo que no es menos consecuente. Hay en ambos casos constataci¨®n fehaciente de que se alcanza aqu¨ª el extremo doloroso en el cual la vida deja de ser pensable, donde toda justificaci¨®n racional es abyecta, toda protesta absurda y toda s¨²plica est¨¦ril. Sabemos solamente que existe un reverso oscuro de la vida consciente que no podr¨ªamos extirpar sin aniquilar la vida misma o, la conciencia. Y, sin embargo, pasado el conmovido estupor de la constataci¨®n del mal, conviene alguna reflexi¨®n m¨¢s, por si est¨¢ en nuestra mano hacer algo para aliviar lo irremediable. No son los ni?os no nacidos los que sufren, sino los que nacen; sufren los ni?os no queridos, hijos de la ignorancia o el descuido, arrojados a padres que los padecen como una maldici¨®n y les hacen pagar por ello. Los enemigos del aborto hablan del "derecho a la vida", como si fuera imaginable un derecho que preexistiera a la existencia misma; en tal caso, ?por qu¨¦ no reivindicar el derecho a ser acogido con ternura y amor, a contar con un m¨ªnimo de posibilidades de protecci¨®n y de mantenimiento, con las condiciones que permiten que la vida sea humanamente vida? Para muchos de los ni?os cuyos padres no quieren o no pueden criarlos, el "derecho a la vida" es sencillamente derecho a la tortura y a la lenta agon¨ªa. No es protector de la infancia quien s¨®lo se preocupa de la virtualidad de los no nacidos, sino quien se esfuerza por garantizar las mejores condiciones posibles para los que han de nacer. El aborto por s¨ª s¨®lo, desde luego, no puede curar la terrible presencia del dolor de los ni?os, pues tantos y tantos hijos muy queridos por sus padres son martirizados cada d¨ªa por las plagas de la violencia y el hambre, en un mundo que da m¨¢s peso a valores hip¨®critas que a estas peque?as v¨ªctimas tan reales. Pero en ocasiones esta medida preventiva -ante la cual siento, de cualquier modo, instintiva repugnancia- puede evitar la proliferaci¨®n de la desgracia y el abandono. No vivimos en el mundo que quisi¨¦ramos: me gustar¨ªa pensar que tampoco en el que merecemos.
Un poeta griego menor, Zonas de Sardes, del siglo primero antes de Cristo, escribi¨® unos sentidos versos en los que recomienda el ni?o reci¨¦n muerto al barquero Caronte: "Cuando te llegue el ni?o que hoy nos abandona, s¨¦ bueno, ti¨¦ndele los brazos, deja un momento tus remos. Es peque?o; apenas sabe andar; tendr¨¢ miedo. Ay¨²dale a trepar por la tosca escala, y para el largo, para el fr¨ªo peso de la noche, ponle en tu barca con solicitud". ?Qu¨¦ extra?a imagen ese televisor irreparable funcionando ya para siempre sobre las aguas yertas!
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