Bangkok la horrible
Bangkok es la ciudad m¨¢s fea del mundo. Es inmensa, ca¨®tica, infernal, y todav¨ªa mucho m¨¢s fea de lo que yo digo. Muchas veces, en una pesadilla recurrente, me he visto otra vez perdido en aquel play¨®n polvoriento de casas miserables y pagodas espl¨¦ndidas, y siempre he vuelto a padecer el horror de que nunca m¨¢s encontrar¨¦ la manera de salir. Me he vuelto a sentir aturdido por el fragor apocal¨ªptico de los autom¨®viles locos que circulan como quieren por el lado izquierdo, al modo ingl¨¦s, y por los petardos de las motocicletas y el alboroto de los triciclos chinos y los palanquines de tracci¨®n humana. Son tres millones de personas apelotonadas a la orilla de un delta vasto e inm¨®vil, con un eterno vapor de podredumbre, y con el color de ci¨¦naga revuelta de los grandes r¨ªos asi¨¢ticos. En uno solo de sus barrios, el Sam Peng, viven 150.000 chinos por kil¨®metro cuadrado.Como todo el mundo lo sabe, Bangkok es la capital de Tailandia, que antes fue el reino fabuloso de Siam. De modo que es apenas natural que su imagen estuviera vinculada a los sue?os de mi infancia y a mis lecturas juveniles. Ana y el rey de Siam fue una de las pel¨ªculas inolvidables de mi generaci¨®n. Hace unos a?os, esa imagen volvi¨® a ponerse de moda con la pel¨ªcula Emmanuelle, que era prohibida para menores, cuando en realidad deb¨ªa serlo tambi¨¦n para mayores, y no por su crudeza, sino por su poder de mistificaci¨®n de la vida real. Entonces se organizaron caravanas de turistas cautivos, que so?aban con hacer el amor en barcas id¨ªlicas que navegaban por canales de flores. Lo que encontraron no eran m¨¢s que los barrios lacustres de casi todas las ciudades fluviales del Tercer Mundo, con mercados flotantes de comidas t¨ªpicas m¨¢s o menos venenosas, y art¨ªculos de artesan¨ªa popular. El lugar m¨¢s apropiado para hacer el amor, como siempre, son los hoteles americanos con aire puro y s¨¢banas limpias.
Aparte del espect¨¢culo hist¨®rico y tur¨ªstico del palacio real, el ¨²nico consuelo que uno encuentra en Bangkok son tres estatuas de Buda que bien valen un viaje, y la man¨ªa nacional de los masajes. Hay un buda de oro macizo, un buda de esmeralda integral, y un buda acostado que mide sesenta metros y pesa ochenta toneladas. Este ¨²ltimo es casi tan grande como el santuario donde yace, que fue construido en torno suyo, y que tendr¨ªa que ser demolido para poder sacarlo. Aparte de eso, los servicios del turismo inventan toda clase de distracciones para ganar tiempo, pero lo ¨²nico sensato que se puede hacer es escapar cuanto antes de aquella ciudad insoportable. No es dif¨ªcil, adem¨¢s, pues una de las rarezas incomprensibles de Bangkok es que las veintiuna compa?¨ªas de aviaci¨®n m¨¢s importantes del mundo prestan all¨ª un servicio continuo. Puerta del Asia la llaman en los affiches de publicidad. Podr¨ªa ser tan falso como su nombre primitivo: "La ciudad de los ¨¢ngeles". Pero no lo es. Una noche, desesperado por aquel espanto de ciudad, pregunt¨¦ en el aeropuerto cu¨¢ndo hab¨ªa un avi¨®n para Nueva Delhi, y hab¨ªa siete jumbos de grandes compa?¨ªas europeas en las pr¨®ximas horas.
Los salones de masajes, tan populares en Tailandia, no son en muchos casos sino una forma disimulada de la prostituci¨®n, y por lo mismo son tan deprimentes como en cualquier otra parte del mundo. Pero hay una tradici¨®n del masaje medicinal que es una instituci¨®n patri¨®tica. Al parecer, los tailandeses lo consideran como una medicina buena para todo, como la acupuntura para los chinos, y lo practican entre s¨ª a toda hora y en todas partes. En los mercados, mientras esperan a los clientes, los mercaderes se hacen masajes entre s¨ª. Los novios en los parques y en los cines se dan masajes rec¨ªprocos con una inocencia real. Los anuncios de masajes est¨¢n por todas partes, ocupan p¨¢ginas enteras en los peri¨®dicos, y lo primero que ofrecen en los hoteles, antes que la comida o la bebida o los programas tur¨ªsticos, es un masaje en la habitaci¨®n. En algunos casos se puede escoger en un ¨¢lbum de fotograf¨ªas a la persona, hombre o mujer, que se prefiere para el masaje. Lo asombroso, por supuesto, es que en muchos casos se trata en realidad de masajes. En los hospitales de medicina tradicional que existen en casi todas las ciudades del lejano oriente, las enfermeras y enfermeros se meten en las camas con sus pacientes exhaustos, y tratan de reanimarlos con masajes heroicos. Yo vi a una enfermera corpulenta trabada de piernas con un enfermo que parec¨ªa moribundo, y al cual trataba de reanimar con un masaje tan dram¨¢tico que no se lo daba con las manos, sino con los talones.
El consuelo final es comprar ropa. Igual que en Hong Kong, uno puede llamar a un sastre que le toma las medidas antes del almuerzo, le hace la primera prueba dos horas despu¨¦s, y a las cuatro de la tarde le lleva un vestido terminado e impecable de 120 d¨®lares. En una peque?a tienda de camisas me hicieron media docena de seda leg¨ªtima, sobre medidas, y en dos horas, mientras tanto, el propietario de la f¨¢brica nos hizo una revelaci¨®n: all¨ª, detr¨¢s del mostrador, estaban confeccionando las colecciones que los grandes modistas europeos iban a lanzar en la pr¨®xima estaci¨®n. No le faltaba sentido del humor: cuando me entreg¨® las camisas, me pregunt¨® de qu¨¦ marca las quer¨ªa. Y no era broma, pues all¨ª ten¨ªan las etiquetas de los grandes nombres de la alta costura europea. Su c¨¢lculo era que un traje de noche para mujer comprado en las tiendas del Faubourg de St. Honor¨¦, en Par¨ªs, costaba doscientas veces m¨¢s de lo que su confecci¨®n hab¨ªa costado en Bangkok.
Al contrario de Hon Kono, donde hay un aire de misterio internacional que hace cre¨ªbles todas las f¨¢bulas de espionaje, en Bangkok se tiene la impresi¨®n de que nada puede ocurrir que no est¨¦ en la superficie de la vida. No creo que John le Carr¨¦ pueda concebir ninguna buena historia que ocurra en Bangkok, ni La casa noble, que tantos lectores est¨¢ ganando en el mundo, podr¨ªa haber ocurrido all¨ª.
Poco antes de llegar a Bangkok hab¨ªa estado en Hong Kong, y lo primero que me hab¨ªa llamado la atenci¨®n en los viejos hoteles ingleses, ahora reformados y embellecidos, era que los autom¨®viles de servicio p¨²blico eran Rolls Royce resplandecientes. Tengo en el mundo muchos amigos que tienen yates y aviones privados, pero no tengo ninguno con Rolls Royce. De modo que no pude resistir la tentaci¨®n de conocer la ciudad en uno de aquellos transatl¨¢nticos de tierra firme, olorosos por dentro a cuero de animal vivo, aunque fuera para cont¨¢rselo alguna vez a mis lectores. Fue, en efecto, como uno se imagina que es un veh¨ªculo espacial. Pero al cabo de una hora, cuando se dispon¨ªa a subir por la carretera de circunvalaci¨®n para que vi¨¦ramos la panor¨¢mica de la ciudad desde la colina m¨¢s alta, el autom¨®vil empez¨® a corcovear, se resisti¨® a seguir, y entreg¨® su alma al Se?or con toda mansedumbre. El conductor no sab¨ªa qu¨¦ hacer con su verg¨¹enza. Yo trat¨¦ de tranquilizarle con el argumento cierto de que me interesaba m¨¢s el cuento de un Rolls Royce que no lograba subir una colina, que el cuento obvio de que la hab¨ªa subido como un b¨®lido. Adem¨¢s, era mejor para mis memorias, si alg¨²n d¨ªa las escribo, porque casi treinta a?os antes me hab¨ªa ocurrido lo mismo en la isla de Capri, pero no en un Rolls Royce, sino en un coche tirado por un caballo viejo y escu¨¢lido que se hab¨ªa muerto en la pendiente. El conductor de Hong Kong me dio entonces un dato m¨¢s: su autom¨®vil no ten¨ªa de Rolls Royce sino la carrocer¨ªa. El motor y todo lo dem¨¢s era trasplantado de un autom¨®vil norteamericano. La semana siguiente, escandalizado con la fealdad de Bangkok, comprend¨ª que all¨ª no pod¨ªa ocurrir -como no ocurri¨®- nada parecido al cuento del Rolls Royce. Ni el del pobre caballo de Capri.
Copyright 1982. Gabriel Garc¨ªa M¨¢rquez-ACI.
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