?Qui¨¦n teme a Virginia Woolf?
El t¨ªtulo de este art¨ªculo es el de una obra del norteamericano Edward Albee. Es un juego de palabras. Hab¨ªa una vez unos dibujos animados de Walt Disney, llamados Los tres cerditos, y los protagonistas porcinos eran asediados por un lobo. al que aprendieron a subyugar con valor e inteligencia. El nombre de la santa patrona de las feministas literarias es el del animal depredador. Aparentemente, hay gente que la teme o, de otra forma, su nombre no estar¨ªa en la canci¨®n de los tres cerditos. Hoy d¨ªa, las mujeres nos llaman cerdos machistas a los hombres. Y los cerdos deber¨ªan temer a la m¨¢s intelectual de las mujeres. Virginia Woolf ha de ser temida, reverenciada, adorada como la reina de las hembras luchadoras.Este a?o es el centenario del nacimiento de Virginia Woolf. Comparte el centenario con James Joyce, cuya obra denunci¨® como sucia y de clase baja. Las expansiones de un adolescente rasc¨¢ndose las espinillas. Joyce muri¨® en su cama en 1941, Virginia Woolf se suicid¨® ese mismo a?o. Es interesante constatar que las celebraciones de su centenario han sido relativamente dejadas de lado, al tiempo que se ha honrado a Joyce con bebida, canciones y una nueva inundaci¨®n de tesis doctorales. Virginia Woolf era una dama inglesa y hubiera parecido poco decoroso honrarla con exuberancia. James Joyce no era m¨¢s que un borracho irland¨¦s que no se lavaba mucho, y las canciones y el v¨®mito de las borracheras le vienen bien. Lo que la dama y el borracho tienen en com¨²n, aparte de una exacta coincidencia de fechas, es una supuesta actitud revolucionaria hacia el arte de la novela.
Los brit¨¢nicos creen conveniente denominar los per¨ªodos de la literatura inglesa seg¨²n el nombre del monarca reinante. La literatura victoriana es lo que el resto del mundo llama literatura del siglo XIX, pero la literatura inglesa del siglo XX tiene que ser designada como eduardiana, neogeorgiana o deuteroisabelina. En la pr¨¢ctica, la literatura producida a partir de 1914 ha sido simplemente llamada moderna o contempor¨¢nea, pero, sin embargo, el calificativo de eduardiana tiene una s¨®lida validez. La literatura del breve per¨ªodo del reinado de Eduardo VII se reconoce como diferente a la producida en el reinado de su madre o en el le su hijo. Es importante mencionar esto aqu¨ª, porque Virginia Woolf, a pesar de ser mujer adulta y escritora en el reinado de Eduardo VII, se instituy¨® en una ¨¢spera oposici¨®n a los eduardianos. Ten¨ªa en poco aprecio a los novelistas eduardianos del tipo de H. G. Wells, Arnold Bennett, John Galsworthy; de Joseph Conrad se negaba a tener una opini¨®n definida (despu¨¦s de todo, era extranjero).
?Que ten¨ªan de malo los eduardianos, en opini¨®n de Virginia Woolf En 1924 dio un discurso en Cambridge, alegando que Wells, Bennett y Galsworthy no hab¨ªan conseguido desarrollar nuevas direcciones en la novela, que no hab¨ªa, nada que aprender de ellos sobre el arte de la novela. Dijo que en 1910 (un a?o antes de la muerte del rey Eduardo) no hab¨ªa ning¨²n novelista ingl¨¦s vivo del que los escritores pudieran aprender su profesi¨®n. Lo que ella buscaba era un nuevo sistema de comunicaci¨®n en la novela, y ninguno de los eduardianos lo hab¨ªa encontrado. Aparentemente, era responsabilidad de la propia Virginia Woolf establecer los principios de la novela moderna. Joyce (cuyo Ulises apareci¨® dos a?os antes de su declaraci¨®n en Cambridge) y Conrad (que muri¨® en 1924) hab¨ªan fracasado, al parecer, en hacer de la novela algo nuevo.
Lo nuevo hab¨ªa de fundarse en una nueva epistemolog¨ªa. El mundo puede existir como una entidad en s¨ª misma, un Ding an sich, pero nosotros no podemos conocerlo.
Todo lo que podemos conocer son nuestros propios pensamientos, y la novela debe ser una representaci¨®n del impacto de los fen¨®menos externos en la corriente de la sensibilidad humana. Pero representar la corriente no es en s¨ª mismo una tarea art¨ªstica. El novelista debe aportar un temperamento altamente po¨¦tico para dar forma a la materia prima del pensamiento; ¨¦l (o ella) debe recurrir a s¨ªmbolos y alegor¨ªas y a un lenguaje art¨ªsticamente dispuesto para encerrar la reluciente corriente de los fen¨®menos observados. Lo que Virginia Woolf no aceptaba era que esto ya lo hab¨ªa hecho, y con mucho ¨¦xito, James Joyce. Joyce, al parecer, seleccion¨® mal los fen¨®menos. Incluy¨® suciedades como la excreci¨®n, la ebriedad e incluso la menstruaci¨®n. Todo esto no se prestaba a un arte altamente refinado.
Lo que Bermett, Galsworthy y Wells hab¨ªan hecho, en opini¨®n de la se?ora Woolf, fue apoderarse del formato novel¨ªstico victoriano y llenarlo de cosas nuevas: En Bennett era la opresi¨®n de la historia sobre la joven alma provinciana que lucha por la realizaci¨®n de su ego; en Wells, las esperanzas y temores de la mente consciente de las posibilidades ,de la ciencia y la tecnolog¨ªa; en Galsworthy, la decadencia de la moral victoriana y la necesidad de una nueva libertad sexual. No fue en absoluto justa con estos novelistas y fue totalmente injusta con Conrad, el extranjero, que luch¨® heroicamente con el problema crucial que oprime al novelista: la narraci¨®n. ?Qui¨¦n cuenta la historia? ?Cu¨¢l es su conocimiento de ella? ?En qu¨¦ grado entiende los acontecimientos?
Una especie de blasfemia
No hay m¨¢s que un solo ser omnisciente en el universo, que es Dios. Que el novelista se presente como omnisciente, sabiendo todo lo que sus personajes han hecho y har¨¢n, es una especie de blasfemia. As¨ª lo reconoci¨® el padre de la novela, Samuel Richardson, que present¨® la narraci¨®n como un intercambio epistolar.
Todo lo que el novelista se atrev¨ªa a ser era una especie de estafeta central de correos con el poder de abrir la correspondencia privada. Pero despu¨¦s de Richardson, y particularmente con los grandes victorianos Thackeray y Dickens, su contempor¨¢neo franc¨¦s Balzac o sus equivalentes rusos Dostoievski y Tolstoi, hubo un movimiento hacia la omnisapiencia, el narrador como rival de Dios.
Pero los eduardianos eran conscientes de que Dios hab¨ªa muerto con la reina Victoria (o con Nietzsche, que muri¨® un a?o antes que ella). Sab¨ªan que la omnisciencia se hab¨ªa acabado y que el novelista debe tener un conocimiento limitado de lo que pasa en la narraci¨®n. Hay que reconocer que los eduardianos trataron con todas sus fuerzas de superar el problema de la narrativa y al mismo tiempo llenar sus novelas con la totalidad de la experiencia humana, tal como hab¨ªa hecho Dicken's. Virginia Woolf no llen¨® sus novelas de nada, salvo de las delicadas percepciones de unas almas humanas limitadas. Castr¨® la novela, de forma muy conveniente por su condici¨®n de mujer. E impregn¨® sus novelas de una concepci¨®n de la vida que era poco m¨¢s que un residuo del m¨¢s d¨¦bil liberalismo eduardiano.
Si queremos saber c¨®mo era la debilidad eduardiana, es necesario estudiar las novelas de E. M. Forster, amigo y bi¨®grafo de Virginia Woolf y perteneciente al c¨ªrculo de Bloosmsbury. Bloomsbury, como todo el mundo sab¨ªa, es un distrito de Londres que una vez estuvo habitado por liberales tales como Maynard Keynes, Lytton Strachey, Bertrand Russell, Forster y los Woolf Su vago progresismo, su desd¨¦n por el hombre (a menos que los homosexuales del grupo pudieran emplearlo como objeto sexual) y liberalismo te¨®rico han hecho de Bloomsbury un t¨¦rmino conveniente para expresar una opini¨®n pasajera del mundo, aunque en cierta ¨¦poca influyente. De los novelistas de Bloomsbury, Forster consigui¨® los m¨¢s altos honores y el m¨¢s pleno respeto est¨¦tico por un grupo de cinco novelas breves que, a excepci¨®n de la ¨²ltima, A passage to India, no han aguantado bien el paso del tiempo. Est¨¢n llenas de una d¨¦bil ansiedad de libertad sexual (que aqu¨ª quiere decir homosexual). Representan la mente de los barrios residenciales de clase media, m¨¢s que la de la raza pura de ciudad o campo. Son elegantes, pero demuestran cierto miedo al gran mundo (el mundo de Shakespeare, Dickens o Joyce). Si el peor tipo de eduardianismo se puede resumir como agotamiento, agnosticismo y miedo a la experiencia, entonces lo encontraremos no s¨®lo en Forster, donde no puede disculparse, sino tambi¨¦n en la se?ora Woolf, donde no s¨®lo se ha disculpado, sino que se ha presentado como virtudes femeninas.
Dej¨¦monos de tonter¨ªas feministas sobre la grandeza de Virginia Woolf. Ten¨ªa un conocimiento limitado de la vida y ning¨²n deseo de ampliar ese conocimiento. Menospreciaba los bares, los urinarios, los cuarteles y el contacto y el sudor del sexo. Rechazaba la verdadera materia del novelista, que se encuentra en las calles del Londres de Dickens y del Par¨ªs de Balzac. Le faltaba fuerza. Si por fuerza entendemos masculinidad, entonces sus adoradoras feministas dir¨¢n que hac¨ªa bien en rechazarlo; pero no lo rechaz¨®, no tuvo la vitalidad suficiente para enfrentarse al mundo.
Su suicidio, que puede contrastarse con la muerte de Joyce por abuso del alcohol, se puede explicar como un gesto de desesperaci¨®n por no ser capaz de abrazar la vida en su totalidad. No puede considerarse una muerte disculpable para un novelista que deber¨ªa morir maldiciendo porque deja la gloriosa suciedad que forma la materia de su arte para abrazar a Dios o a la nada.
Nadie tiene la menor duda del exquisito talento verbal de Virginia Woolf, pero yo pondr¨ªa en duda que fuese una verdadera novelista, y rechazo plenamente su pretensi¨®n de grandeza.
La iron¨ªa de su designaci¨®n de los grandes eduardianos subyace en la verdad de que ella misma era eduardiana, y no de las grandes. Carec¨ªa de la vitalidad victoriana, cualidad que no les faltaba ni a Bennett ni a Wells. Carec¨ªa del optimismo eduardiano, pero no de su neurosis. Consideraba que era suficiente con manipular palabras y s¨ªmbolos al servicio de una teor¨ªa de la percepci¨®n humana. Contribuy¨® a reducir, la novela de su primitiva gloria como "el brillante libro de la vida" (la frase es de D. H. Lawrence) a la situaci¨®n de una refinada operaci¨®n an¨¢loga al petitpoint.
La novela nunca fue una forma art¨ªstica espec¨ªficamente masculina, sino hermafrodita. Ella la convirti¨® en un hobby refinado para damas.
es cr¨ªtico literario y novelista, autor, entre otras obras, de La naranja mec¨¢nica y 1985.
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