La objeci¨®n de honor
Aquel hombre de honor, aquella triunfante al par que malograda flor de caballeros que fue el rey don Pedro II de Arag¨®n, apenas si acababa de volver coronado de victoria y ufano de haber sido el brazo derecho de Alfonso VIII de Castilla, en la resplandeciente jornada de Las Navas, de la que le fue otorgado el m¨¢s precioso de todos los trofeos: la famosa tienda del Miramamol¨ªn, junto a la cual hab¨ªa venido a consumarse definitivamente la derrota de los almohades, cuando he aqu¨ª que (como si un raro y ominoso azar de los top¨®nimos hubiese pretendido abrochar y rubricar con dos Tolosas -Tolosa la de Las Navas y Toulouse del Languedoc- la tr¨¢gica contradicci¨®n de su destino) las huestes pontificias que, capitaneadas por Sim¨®n de Monforte y bendecidas por Domingo de Guzm¨¢n, sosten¨ªan desde cuatro a?os atr¨¢s la cruzada contra los albigenses, hab¨ªan llegado a poner en tanto aprieto al conde don Raimundo de Tolosa, vasallo de don Pedro, que ¨¦ste no vacil¨® en volver a salir en son de guerra y cruzar los Pirineos para cumplir con los v¨ªnculos de honor que le obligaban a socorrer en todo trance a quien se le hab¨ªa dado y jurado por vasallo. No le detuvo el que Raimundo de Tolosa fuese un protector de herejes, si es que no hasta personalmente sospechoso de herej¨ªa, ni el que las mismas armas que en el nombre de Cristo hab¨ªan vencido en el campo de Las Navas fuesen llevadas a enfrentarse ahora no ya contra un ej¨¦rcito de infieles, sino contra una hueste cristiana santificada, por a?adidura, bajo los estandartes del signo de la cruz, sino que puso el honor por encima de la fe, y el honor le llev¨® a la derrota y a la muerte, al anatema y a la perdici¨®n. A semejanza de esos dos sables cruzados con que las convenciones cartogr¨¢ficas suelen marcar en los mapas hist¨®ricos el lugar de una batalla, as¨ª debieron de cruz¨¢rsele a don Pedro, del modo m¨¢s acerbo e inconciliable, fe y honor, nombre y alma, en la sangrienta encrucijada de Muret, donde juntas perdi¨®, en un mismo lance, la batalla, la vida y la eterna salvaci¨®n.La opci¨®n de nuestro h¨¦roe fue la p¨²blica, externa y objetiva opci¨®n de la lealtad pol¨ªtica, de los sagrados v¨ªnculos por los que, a modo de indisoluble atadura de su nombre, se sent¨ªa el caballero ligado a aquel compromiso de fidelidad entre personas que constitu¨ªan la relaci¨®n de vasallaje, urdimbre, en aquel tiempo, de toda vida p¨²blica. A ¨¦sta subordin¨® y sacrific¨® don Pedro todo valor o convicci¨®n individual, todo inter¨¦s privado o fin particular, sin excluir su propia fe, y arrojando al albur hasta la bienaventuranza. Mas nada podr¨ªa tampoco hab¨¦rsele objetado si hubiese optado por la otra alternativa, o sea la de la fe, salvo que , huyendo de asomarse a los abismos de la disyuntiva, hubiese ca¨ªdo en esgrimir el motivante de la fe como instacia capaz de revocarle el deshonor que habr¨ªa de recaer sobre su nombre en caso de haber hecho defecci¨®n a la lealtad debida a su vasallo. Del mismo modo, y aunque personalmente me inspiren poca simpat¨ªa el individualismo y el egocentrismo moral del objetor de conciencia (a quien parecer¨ªa no importarle tanto que no se mate entre hombres cuanto no hacerlo ¨¦l), jam¨¢s osar¨ªa yo rebajar o descalificar la dignidad de las razones, sentimientos y aspiraciones que fundamentan su actitud, salvo por la miop¨ªa y la flaqueza de conciencia que le hacen incurrir en la estridente contradicci¨®n de pretender que su objeci¨®n sea contemplada como un derecho entre los dem¨¢s derechos, ignorando o haciendo caso omiso del axioma definitorio seg¨²n el cual la violencia es el basamento fundante y sustentante del derecho mismo, y que todo derecho es siempre, por tanto, derecho a la violencia, de tal suerte que pedirle al derecho en general que reconozca y convalide en su seno, como un derecho m¨¢s, el derecho a la no violencia, viene a ser algo tan incongruente como pedirle al derecho de propiedad que contemple y acoja en sus entra?as el derecho al robo. Quien opta por los contenidos morales ¨ªntimos, por las convicciones personales -religiosas o laicas-, por la salvaci¨®n individual, ya se conciba como secular o como ultraterrena, no debe ignorar hasta qu¨¦ punto puede llegar a mediar una contradicci¨®n irreductible entre tales instancias subjetivas y los v¨ªnculos y compromisos externos y formales que sustentan la trama de la vida p¨²blica, en cuyo tr¨¢fico tiene, o ten¨ªa, el honor, precisamente, su campo de actuaci¨®n.
En un paralelo bastante m¨¢s estrecho de cuanto a primera vista pudiera parecer est¨¢n la objeci¨®n de conciericia y la que podr¨ªa denominarse objeci¨®n de honor: me refiero a aquella otra actitud de desobediencia a los poderes p¨²blicos encarnados en la instituci¨®n rnilitar, cuya particularidad definitoria queda bien reflejada en su proclama m¨¢s caracter¨ªstica: "iPor encima de la disciplina est¨¢ el honor!". Si la objeci¨®n de conciencia no es m¨¢s que un ¨²ltimo y mis¨¦rrimo residuo de almoneda al que, por la capitidisminuci¨®n y degradaci¨®n individualista, han venido a reducirse los antiguos irenismos, del mismo modo, la objeci¨®n de honor es una aberrante excrecencia que no surge sino del estado de desnaturaliz¨¢ci¨®n y distorsi¨®n en que, por un an¨¢logo proceso de degeneraci¨®n individualista, se ve hoy sumido el antiguo sentido del honor guerrero.
No es un prejuicio m¨ªo de devoci¨®n por lo hist¨®ricamente originario, sino la consideraci¨®n de que s¨®lo as¨ª el honor guerrero puede recobrar un sentido inequ¨ªvoco y congruente, inconfundible con cualquier instancia interior del individuo, lo que me lleva a estimar que su concepto debe ser restituido a partir de su situaci¨®n gen¨¦tica, o sea -dejando a un lado otras m¨¢s remotas g¨¦nesis-, el vasallaje medieval. La asistencia o la defecci¨®n a aquel compromiso de lealtad militar en que, como ya he dicho, consist¨ªa la relacion de vasallaje, el cumplimiento o incumplimiento de la palabra dada, era el punto paradigm¨¢tico en que el honor se ganaba o se perd¨ªa, la prueba a la que honor o deshonor hac¨ªan referencia. Pero conviene explicitar que, justamente por ser un compromiso p¨²blico entre personas -y no un compromiso ¨ªntimo con ideas o creencias-, el vasallaje es una relaci¨®n de ¨ªndole formal, en el preciso sentido de guardar independencia respecto de los contenidos o fines de las empresas singulares en que esa lealtad se ejerza; empresas que ni siquiera estar¨¢n determinadas al apalabrarse el vasallaje, siendo, pues, ¨¦ste previo y por ende incondicionado ante tal determinaci¨®n. (Las asociaciones militares que, a diferencia del vasallaje, no se hacen en nombre de las personas en s¨ª mismas, sino a la vista de un contenido o una finalidad com¨²n, se llaman alianzas y se contratan cada vez para cada empresa en singular). As¨ª resulta que el sentido del honor guerrero vinculado al vasallaje es una virtud de relaci¨®n, una virtud externa, p¨²blica, formal y, por tanto, en principio, una virtud amoral respecto de cualquier ¨¦tica de fines. No obstante, como recurso frente a esta amoralidad o indiferencia moral de principio, el vasallaje reservaba una salida a la moral individual de los vasallos: cuando el se?or daba en lanzarse a empresas que el vasallo sent¨ªa en su fuero interno moralmente reprobables, ten¨ªa ¨¦ste opci¨®n de rescindir el compromiso y despedirse del se?or, pero -quede bien claro- mediante la deposici¨®n de toda autoridad que, en virtud del vasallaje, le hubiese sido conferida y la devoluci¨®n -casi a modo de prendas de rescate del honor pignorado de cualesquiera huestes, castillos, armas, que como tal vasallo se le hubiesen confiado.
Por el contrario, la caracter¨ªstica diferencial del moderno objetor de honor parece ser justamente la de alzarse en objeci¨®n sin dejar de sentirse autorizado, y en nombre de e?se mismo honor que esgrime, a retener bajo su mando y a su disposici¨®n la plaza, la guarnici¨®n y el armamento. As¨ª pues, en la misma contradictoriedad en que hemos visto que incurre la moderna objeci¨®n de conciencia cuando quiere esgrimirse como t¨ªtulo bastante para que le sea legitimada al objetor la exenci¨®n del servicio de las armas, pretendiendo as¨ª ver reconocido y reintegrado el rechazo de la violencia -fundamento del derecho- en el derecho mismo, vemos que incurre ahora la objeci¨®n de honor al esgrimirse igualmente por t¨ªtulo bastante para que le sea legitimada al objetor la conservaci¨®n del mando de tropas y uso de armas, pretendiendo as¨ª ver reconocido y reintegrado el rechazo de la disciplina -fundamento de toda estructura militar- en esa estructura misma. En ambos casos se trata, formalmente, del mism¨ªsimo error; un error que proviene de la asocialidad y el individualismo de la mentalidad moderna.
Ya que la disciplina no es sino la disposici¨®n y el ejercicio que
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ponen por obra la lealtad vinculada al compromiso de honor del militar, mal podr¨ªa caber conflicto alguno entre honor y disciplina como el que se pretende en la proclama de la objeci¨®n de honor. La aberrante y en otro tiempo inimaginable insurrecci¨®n del honor contra la disciplina no se deriva sino de la distorsi¨®n hist¨®rica del sentido del honor, que lo desv¨ªa de su referencia al orden de las relaciones p¨²blicas, formales, entre personas, para dar paso a la intromisi¨®n de instancias y criterios concernientes a la sola interioridad individual. El individualismo o, m¨¢s sencillamente, el individuo, se apodera del antiguo sentido del honor y lo desocializa y privatiza. Calder¨®n es el que acabar¨¢ por sancionar del modo m¨¢s expl¨ªcito la indebida apropiaci¨®n: "Se ha de dar, pero el honor /es patrimonio del alma.. ."; ?he ah¨ª la distorsi¨®n! A trav¨¦s de una lenta y sigilosa evoluci¨®n, el honor, que antes era aureola p¨²blica del nombre -del nombre, que es lo que somos ante los dem¨¢s y para ellos-, se ha visto transferido y trastocado en patrimonio ¨ªntimo del alma -del alma, que es lo que somos para nosotros mismos y ante nosotros mismos o, lo que a estos efectos es equivalente, ante Dios y para Dios. El sentido del honor queda as¨ª desligado de sus v¨ªnculos de origen y pasa a remitirse a compromisos ya no p¨²blicos, sino ¨ªntimos; ya no formales, sino de contenido; ya no interpersonales, sino de la individualidad consigo misma, es decir, con sus propios principios, sus propias convicciones, sus propios sentimientos.
Contradiciendo la etimolog¨ªa misma de la palabra honor -que dice estimaci¨®n p¨²blica y ajena-, ya no es la mirada del pr¨®jimo, sino la subjetividad individual, el fuero interno, quien ahora ejerce de ¨¢rbitro soberano que discierne y dictamina de lo honroso o deshonroso. Mas, en verdad, supuesto que responde a puras instancias individuales, la objeci¨®n de honor no es, en el mejor de los casos, otra cosa que una objeci¨®n de conciencia enmascarada, que, como tal, deber¨ªa resolverse, al igual que la antigua rescisi¨®n del vasallaje, con la devoluci¨®n de todo poder y autoridad que el objetor hubiese recibido; y si, en vez de eso, esgrime, equivocada o fraudulentamente, contra la disciplina -y, en consecuencia, contra la lealtad- el nombre de una categor¨ªa militarmente respetada, como la del honor, lo hace tan s¨®lo en el intento de justificar y convalidar militarmente la retenci¨®n y la utilizaci¨®n usurpatorias del mando y de las fuerzas recibidos.
La descomposici¨®n individualista del sentido del honor no puede por menos de afectar tambi¨¦n al juramento militar, extendiendo el equ¨ªvoco al propio t¨¦rmino receptor de la lealtad. Aunque las juras conserven la apariencia de ceremonias p¨²blicas y solemnes, en lugar abierto y con nutrida asistencia de testigos militares y civiles, nada asegura ya que el compromiso de honor de cada cual lo sea ante los dem¨¢s y para ellos y no de cada uno ante s¨ª mismo y para s¨ª mismo, nadie puede saber si el juramento no se estar¨¢ haciendo, en realidad, en la m¨¢s recoleta intimidad de las alcobas, en un reclinatorio de terciopelo rojo y ante el altarcito privado en el que cada cual tiene sus ind¨ªbiles y sus mandonios, sus dompelayos y sus chindasvintos, sus devivares y sus santacruces, persona, cosa, idea, alegor¨ªa, ectoplasma o logogrifo. Todo se sigue poniendo, ciertamente, bajo la holgada advocaci¨®n de patria, pero hoy ?vaya usted a saber ya qui¨¦n es esa moza para cada quisque, tan m¨²ltiple, inesperado y hasta contrad¨ªctorio se ha mostrado el espectro posible de los contenidos capaces de erigirse en argumento de la objeci¨®n de honor!
El caso es que la patria, concebida en la antigua mentalidad estamental como comunidad, como forma, como relaci¨®n y como compromiso o, en una palabra, como res p¨²blica, pasa a ser concebida, en la moderna mentalidad individualista, como esencia, como contenido, como ideolog¨ªa y como culto. Ahora es un santo plenamente accesible a la devoci¨®n dom¨¦stica, una diosa a la que cada cual puede dar el rostro que le guste y rendir el m¨¢s caprichoso y arbitrario culto ¨ªntimo y particular. La manifestaci¨®n ps¨ªquica m¨¢s acabada y expresiva de esta patria de alcoba fue la que Napole¨®n, en su lecho de muerte, dej¨® escapar de sus labios con el ¨²ltimo aliento de la vida: "?Francia, Francia, cu¨¢nto te he amado!". Nada, absolutamente nada, tiene ya que ver este fetiche informe, este fantasma individualmente invocable, con la p¨²blica, grande, fuerte y maternal se?ora de la Acr¨®polis, Palas Atenea, en todo el esplendor de su criselefantina majestad.
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