C¨®mo hacer feliz a un ni?o
De hecho, aquel matrimonio qued¨® roto el d¨ªa en que decidi¨® no sacudirse m¨¢s. Un silencio aterrador sigui¨® al fragor de la batalla. Durante algunos meses los vecinos hab¨ªan o¨ªdo golpes secos en los tabiques, voces de socorro por el patio de luz y sobre todo aquella marcha militar obsesiva que ahogaba chillidos de rata, chasquidos de vajilla y un sordo temblor de mobiliario. Despu¨¦s de la borrasca, los domingos, el matrimonio sal¨ªa de casa cogido del brazo, con el hijo acicalado. Saludaba con exquisita cortes¨ªa a los pasajeros del ascensor, comentaba con el portero los partidos de f¨²tbol, daba una vuelta por el parque, tomaba el aperitivo y regresaba al hogar con un kilo de pasteles. El lunes, la pareja volv¨ªa a las armas. El hijo estaba espatarrado en la moqueta, viendo los dibujos animados, mientras la loza volaba sobre su cabeza, pero el chico se hab¨ªa acostumbrado a abstraerse en medio de las alambradas, de modo que tampoco se movi¨® cuando la madre quiso tirarse por la terraza en camis¨®n. En pleno combate, el matrimonio no dejaba de comer bu?uelos de nata, trufas y bizcochos, e incluso algunas noches los ¨²ltimos retortijones de amor conyugal hac¨ªan crujir el catre.De pronto, un d¨ªa ces¨® la marcha militar y la pareja se puso a ver la televisi¨®n en silencio. Despu¨¦s de todo, era gente con estudios, as¨ª que al final opt¨® por hacer las cosas civilizadamente. El asunto fue bastante bien a la hora de repartirse los enseres. Para ti, la consola. Para m¨ª, el tocadiscos. Para ti, Ia piel de tigre. Para m¨ª, la enciclopedia Larrouse. Para ti, la l¨¢mpara de cristal de Murano. Para m¨ª, el chino de alabastro fosforescente. Y as¨ª hasta la cortinilla de Ia ventana del ba?o. El hijo estaba tumbado en la moqueta, entre los dos, viendo los dibujos animados.
-?Y qu¨¦ hacemos con ¨¦ste?
-Mierda, callaos, que no me dej¨¢is oir.
Entonces cayeron en la cuenta de lo mucho que quer¨ªan a aquel peque?o canalla. En el tocadiscos volvi¨® a sonar la marcha militar, la pareja rompi¨® la tregua y se jug¨® a cacharrazo limpio, con gran temblor de tabiques, el fruto de su amor. Para empezar, la mujer puso los ovarios de leona sobre Ia mesa y lanz¨® al aire un rugido maternal que hizo trepidar toda la porcelana casera.
-Al ni?o lo ha parido esta servidora.
-?Y el bichito? ?De qui¨¦n era el bichito?
-Yo qu¨¦ s¨¦.
-?M¨ªo! ?M¨ªo!
-?Est¨¢s seguro?
-El espermatozoide sali¨® de aqu¨ª. Mira..
-?Y qu¨¦ me dices del lechero?
El b¨²caro se estrell¨® contra los fasc¨ªculos de la estanter¨ªa y la hembra ara?ada pidi¨® auxilio otra vez por la ventana del retrete, pero en medio de la refriega el ni?o no se dign¨® apartar los ojos de Popeye, que tambi¨¦n repart¨ªa mamporros en la pantalla de televisi¨®n. El padre no pod¨ªa soportar la idea de quedarse sin aquel encanto de criatura, y amenaz¨® con raptarlo. Estaba dispuesto a todo, a matar a quien fuera, con tal de no perder a ese producto con gafitas de empoll¨®n que un d¨ªa hab¨ªa salido de su uretra. Parapetada en el cuarto de ba?o, la madre gritaba que el ni?o hab¨ªa estado nueve meses en su vientre y otras ordinarieces de este calibre. El melodrama, con pu?etazos y pasteles, dur¨® algunas semanas, mientras el ni?o com¨ªa pipas como un descosido, tirado en la moqueta, totalmente hipnotizado con los dibujos animados.
-?Y t¨² qu¨¦ dices?
-Mierda, callaos, que no me dej¨¢is o¨ªr.
La paz, el piso y los s¨¢bados
La paz se firm¨® en un bufete de la calle de Goya. La madre consigui¨® quedarse con el piso y 2.000 duros m¨¢s de pensi¨®n a cambio de que el padre pudiera pasar con el hijo los ,fines de semana y un mes de vacaciones. Eso qued¨® muy claro en el documento que formularon los abogados. El ni?o ten¨ªa once a?os y una carita de extraterrestre. Cuando supo que su padre hac¨ªa los b¨¢rtulos para largarse, aprovechando que la mujer estaba en la peluquer¨ªa, tampoco apart¨® la vista del televisor. El padre no quiso hacer una escena al abandonar la casa. Meti¨® en la maleta el ¨²ltimo calzoncillo y, con la naturalidad de un viajante de comercio que se va a Ponferrada, atraves¨® el sal¨®n-comedor saltando por encima de la criatura echada en la moqueta.
-Vendr¨¦ por ti el s¨¢bado.
-Vale.
-?No me dices nada?
-Dame cinco duros.
El hombre sali¨® al rellano y comenz¨® as¨ª una nueva vida. En cierta medida, se sent¨ªa euf¨®rico. Y para estrenar la libertad se hizo un chequeo m¨¦dico. Todo bien. A los cuarenta a?os ten¨ªa la tensi¨®n equilibrada, los pulmones limpios, el h¨ªgado perfecto, la pr¨®stata blanda, las arterias flexibles y un coraz¨®n con sesenta pulsaciones atl¨¦ticas. El so?aba m¨¢s que nada con recuperar las noches de su juventud. La primera tarde sali¨® como un potro desbocado de la oficina, canturreando, excitado por las luces de la ciudad. Todo aquello estaba de nuevo a su disposici¨®n. Desde una cafeter¨ªa llam¨® por tel¨¦fono a un amigo, a otro amigo, a otro amigo, y, como dos no contestaban y el tercero se hab¨ªa partido una pierna, decidi¨® quemar la noche solo. Entr¨® en un pub y pidi¨® un cubalibre. En la barra hab¨ªa algunos alcoh¨®licos solitarios, un caballero atildado jugaba con la m¨¢quina'tragaperras y en la penumbra de los divanes las parejas se daban el pico bajo los grabados ingleses con caballos. Sentado en lo alto del taburete, comenz¨® a repasar su agenda de bolsillo para trazar un plan de ataque. Doce a?os de matrimonio la hab¨ªan llenado de nombres de cu?ados, de primos de la mujer, de t¨ªos carnales, mezclados con las se?as del puericultor, del fontanero y otros proveedores dom¨¦sticos. Era la agenda de un peque?o burgu¨¦s sometido a un entorno familiar bastante cutre, ahormado por el horario fijo entre la oficina y el hogar. Por fin hab¨ªa conseguido quitarse la argolla. De pronto se acord¨® de aquella chica tan simp¨¢tica, que se hab¨ªa dejado magrear en el tren, hace un a?o, en aquel viaje a Barcelona. Ten¨ªa su n¨²mero de tel¨¦fono. ?C¨®mo se llamaba? En un rinc¨®n de la agenda estaba su nombre, enmascarado con la direcci¨®n del dentista. La llam¨®. Una voz de aguardiente se puso al aparato.
-?La se?orita Puri?
-No est¨¢.
-?Tardar¨¢ mucho en llegar?
-La se?orita Puri se ha metido a monja y est¨¢ de misionera en Bolivia.
-Perd¨®n.
-?Qui¨¦n la llama?
-?Oiga ... ! ?Oiga...
No ten¨ªa ninguna prisa. Aquella noche, el hombre cen¨® dos bocadillos de calamares en una tasca y, con las manos en los bolsillos, hizo un recorrido solitario por algunos garitos de ambiente. Vio un n¨²mero de sexo en un cabar¨¦, tom¨® unas copas en un bar americano, dej¨¢ndose llevar a¨²n por una mitolog¨ªa de casado en libertad. Realmente, ten¨ªa la sensaci¨®n de ser un concejal de provincias o el representante de una cooperativa del trigo enviado a Madrid. La noche de la capital le pareci¨® un poco desolada, llena de maricones y coches de la basura, pero aun as¨ª estaba repleta de posibilidades. En el quiosco de la Puerta del Sol compr¨® los peri¨®dicos de la tarde y unas revistas y, silbando en la madrugada, con los pies hinchados, regres¨® a su apartamento de soltero, de 45 metros cuadrados, donde sonaban unos violines de Frank Pourcel en el hilo musical. Era feliz. No ten¨ªa ninguna prisa.
El desmadre de no comerse una rosca
Cada noche, durante algunas semanas, el hombre separado realiz¨® una descubierta sin comerse una rosca. Iba desmadrado por c¨®cteles, conferencias, presentaciones de libros, exposiciones de arte, coloquios, conciertos de flauta, piropeando a las mujeres. Incluso hab¨ªa llamado a los lejanos compa-
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?eros del servicio militar. Todo el mundo estaba casado o emparejado, era maric¨®n o se hab¨ªa matado en accidente de coche. La primera panzada de libertad le dej¨® un poco agotado, por eso esperaba con tanta gana que llegara el s¨¢bado para encontrarse con su hijo.
A las once de la ma?ana, seg¨²n el acuerdo firmado, la mujer dej¨® al ni?o, lavado, planchado y peinado, en el portal, con el malet¨ªn de la muda en la mano. Pas¨® a recogerlo. Estaba deseando darle la sorpresa otra vez. Antes que nada, all¨ª, en la calle, el padre abri¨® el maletero del coche lleno de regalos. Un bal¨®n de reglamento, unos juegos reunidos, un avi¨®n teledirigido.
-?Est¨¢s contento?
-S¨ª.
-Tambi¨¦n te he tra¨ªdo caramelos.
-Vale.
-?Quieres algo m¨¢s?
-Un helado.
-Despu¨¦s de comer.
-Quiero un helado ahora.
-Bueno, no te enfades.
A las once de la ma?ana, el ni?o quer¨ªa un helado con cuatro bolas de chocolate. Entraron en una cafeter¨ªa y el padre pidi¨® la copa m¨¢s espectacular de la casa. Mientras aquel extraterrestre con gafitas se pon¨ªa morado, el hombre repas¨® la cartelera del peri¨®dico para ver si hab¨ªa alg¨²n espect¨¢culo nuevo, un circo ruso, una carrera de motocieletas, un concurso de bomberos, algo con que aplacar la curiosidad de aquella fiera. En la cuarta salida ya se hab¨ªa agotado el circuito por donde arrastra las patas normalmente un divorciado con hijo. Del zool¨®gico se sab¨ªan hasta el nombre de pila del ¨²ltimo mono. El padre se hab¨ªa metido tres veces en el t¨²nel de la bruja, en el parque de atracciones. Conoc¨ªan todos los restaurantes chinos de la ciudad, las marionetas del Retiro, el funicular de la Casa de Campo, la venta de perros en el Rastro, el mercado de sellos de la plaza Mayor.
-?Qu¨¦ te apetece ver hoy?
-No s¨¦.
-Creo que hay un dinosaurio en alguna parte.
-?Vivo?
-Disecado
-Entonces, no.
El padre puso unos ojos de angustia metaf¨ªsica. Pero el ni?o transigi¨® finalmente, a cambio de otro helado de chocolate. A partir de ese d¨ªa comenzaron a explorar la ruta de los museos. Efectivamente, en el Museo de Ciencias Naturales hab¨ªa un dinosaurio con las v¨¦rtebras engarzadas con alambre, y un mont¨®n de esqueletos m¨¢s. All¨ª contemplaron toda clase de lagartos, pajarracos, fetos de cabra, gorilas y otros monstruos del para¨ªso terrenal, bajo el polvillo antediluviano extasiado a la luz de la claraboya. De pronto, el ni?o estornud¨® y el padre sinti¨® un pinchazo de amor.
-Hijo, ?est¨¢s malo?
-No.
-?Quieres algo?
-Jugar a los marcianos.
Al ni?o se le antoj¨® en ese preciso instante jugar a las maquinitas en un bar, y hubo que salir de all¨ª a gran velocidad, dejando atr¨¢s a una serpiente con alas. Durante una hora el ni?o se dedic¨® a matar marcianos, con un caramelo en la boca, mientras el padre pon¨ªa una moneda en la ranura con una cadencia de dos minutos, cada vez que su querido hijito era derribado en el espacio. Despu¨¦s, ya perdidos, se fueron a ver el Guernica, de Picasso. Incluso se metieron en el Museo del Prado. A mediod¨ªa comieron en un restaurante japon¨¦s, los dos con los pies hinchados y en silencio, a pesar de que una camarera ex¨®tica les daba peces crudos y les guisaba en la propia mesa unas hierbas rar¨ªsimas, sonriendo con ojitos de almendra, con un almohad¨®n en los ri?ones y el pelo lleno de espadas. No ten¨ªan nada que decirse. Su punto de contacto era el paquete de chocolatinas y el impuesto de cinco duros que el ni?o reclamaba cada media hora. En mitad de la comida, el padre trag¨® saliva y pregunt¨®, como quien no quiere la cosa.
-?C¨®mo est¨¢ tu madre?
-Muy bien. Ya ha ligado.
-?C¨®mo?
-Que ya est¨¢ ligada.
-?Con qui¨¦n?
-Con un hombre con barba.
-Vaya.
-?Te acuerdas de aquel se?or que te vendi¨® la enciclopedia?
-?Con ¨¦se?
-S¨ª.
-?Y qu¨¦ tal?
-Me ha comprado un scalextric.
El padre se atragant¨® y el golpe de tos le sac¨® un brote de soja por la nariz. As¨ª que la mujer ya hab¨ªa ligado. Y encima, el ni?o estaba feliz porque aquel placista con barba le hab¨ªa comprado un aparato. El ni?o, ahora, quer¨ªa dos helados con nueces, uno detr¨¢s de otro.
-No te importa, ?verdad?
-No, no.
-T¨² puedes comprarte otro.
Realmente, la mujer hab¨ªa encontrado acomodo con facilidad. Para eso bast¨® con ponerse de acuerdo con otras amigas separadas e ir en tropa un par de tardes a tomar el t¨¦ a la cafeter¨ªa Richelieu o a Mazarinos y darse un garbeo luego por Royalty, sentarse en una butaca de cuero con la pierna cabalgada y esperar a que entrara la trucha. Una mujer separada y maciza, de 35 a?os, es una pieza cotizada en la cacer¨ªa de media tarde en la ciudad. La madre se hab¨ªa limitado a dejar al ni?o en la moqueta, unido indisolublemente a la televisi¨®n, y a orearse un PCICO por los viveros donde abrevan, al caer el sol, los divorciados. Los hay de todos los tama?os, a elegir. Altos, bajos, gordos, flacos, calvos o con melena, con tripa o sin tripa, solitarios, sentimentales, atletas, herniados, de pecho de p¨¢jaro, beodos y abstemios.
La mujer separada no lig¨® a la pareja en un bar especializado, sino en una librer¨ªa, donde trabajaba por las ma?anas. Hubiera preferido a un intelectual de esos que se quitan las gafas para hacer el amor y lloran dioptr¨ªas sobre el regazo femenino. Pero, al fin y al cabo, aquel corredor de libros tambi¨¦n llevaba barba. La cosa fue que todav¨ªa se le deb¨ªa un plazo de la enciclopedia Larrouse. Hab¨ªa que saldar la cuenta y apuntarse a unos fasc¨ªculos de aves o a un diccionario de cocina. La primera cita formal, ya con la escopeta preparada, fue en el propio sof¨¢ del hogar. El placista se sent¨® all¨ª y la mujer le prepar¨® una copa. Antes de lanzarse al ataque, el barbudo mir¨® con cierto reparo al ni?o tirado en la moqueta, que com¨ªa pipas, cara a la televisi¨®n.
-No te preocupes. No est¨¢ para nadie.
-Se puede escandalizar.
-?Qu¨¦ va!
-Me da no s¨¦ qu¨¦ meterte mano aqu¨ª.
-Este ni?o es extraterrestre.
Con la tripa llena de peces crudos, el padre y el hijo se fueron a remar al estanque del Retiro. En realidad, el que remaba era el padre, sudando a chorros, mientras el hijo daba leng¨¹etazos a un helado de cucurucho.
-Y entonces, ?qu¨¦ pas¨®?
-Comenz¨® a besarla.
-?Y tu madre?
-A ver.
-?Y t¨², qu¨¦ hiciste?
-Le ped¨ª que me comprara un scalextric.
Al caer la tarde del s¨¢bado, totalmente derrotado, el hombre llev¨® a aquel ser con gafitas de empoll¨®n y carita de extraterrestre a su apartamento amueblado, donde sonaba en el hilo musical un concierto para cuerda. Antes que nada, el ni?o enchuf¨® la televisi¨®n y, a rengl¨®n seguido, se tir¨® en la moqueta. No quiso ducharse ni ponerse el pijama porque Popeye ya estaba haciendo de las suyas. El padre repas¨® las llamadas del contestador autom¨¢tico. Nada. Un tipo que se hab¨ªa confundido con el n¨²mero de la lavander¨ªa. La voz del conserje de la finca que le daba la direcci¨®n de un ebanista. Nada. De pronto sali¨® ella. Aquella chica de la oficina. Con una tonalidad cari?osa le dec¨ªa que a las nueve estar¨ªa en la cafeter¨ªa Riofr¨ªo. El hombre mir¨® angustiado a su hijo. Le pidi¨® por favor que le dejara salir. Era una cita muy importante.
-?Has ligado?
-S¨ª.
-?Y esa chica es muy importante para ti?
-S¨ª.
-Entonces, c¨®mprame una bicicleta.
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