La tradici¨®n antimoderna
Desde hace cerca de dos siglos se acumulan los equ¨ªvocos sobre la realidad hist¨®rica de Am¨¦rica Latina (llamo Am¨¦rica Latina al conjunto de pa¨ªses formado por las naciones hispanoamericanas, Brasil y Hait¨ª). Ni siquiera los nombres que pretenden designarla son exactos: ?Am¨¦rica Latina, Am¨¦rica Hispana, Iberoam¨¦rica, Indoam¨¦rica? Cada uno de estos nombres deja sin nombrar a una parte de la realidad.Tampoco son fieles las etiquetas econ¨®micas, sociales y pol¨ªticas. La noci¨®n de subdesarrollo, por ejemplo, puede ser aplicada a la econom¨ªa y a la t¨¦cnica, no al arte, la literatura, la moral o la pol¨ªtica. M¨¢s vaga a¨²n es la expresi¨®n: Tercer Mundo. La denominaci¨®n no s¨®lo es imprecisa, sino enga?osa. ?Qu¨¦ relaci¨®n hay entre Argentina y Angola, entre Tailandia y Costa Rica, entre T¨²nez y Brasil? A pesar de dos siglos de dominaci¨®n europea, ni la India ni Argelia cambiaron de lengua, religi¨®n y cultura. Algo semejante puede decirse de Indonesia, Viet-Nam, Senegal y, en fin, de la mayor¨ªa de las antiguas posesiones europeas en Asia y Africa. Un iran¨ª, un hind¨² o un chino pertenecen a civilizaciones distintas a la de Occidente. Los latinoamericanos hablamos espa?ol o portugu¨¦s; somos o hemos sido cristianos; nuestras costumbres, instituciones, artes y literaturas descienden directamente de las de Espa?a y Portugal. Por todo esto somos un extremo americano de Occidente; el otro es el de Estados Unidos y Canad¨¢. Pero apenas afirmamos -que somos una prolongaci¨®n ultramarina de Europa saltan a la vista las diferencias. Son numerosas y, sobre todo, decisivas.
La primera es la presencia de elementos no europeos. En muchas naciones latinoamericanas hay fuertes n¨²cleos indios; en otras, negros. Las excepciones son Uruguay, Argentina y un poco Chile y Costa Rica. Los indios son, unos, descendientes de las altas civilizaciones precolombinas de M¨¦xico, Am¨¦rica Central y Per¨²; otros, menos numerosos, son los restos de las poblaciones n¨®madas. Unos y otros, especialmente los primeros, han afinado la sensibilidad y excitado la fantas¨ªa de nuestros pueblos; asimismo, muchos rasgos de la cultura, mezclados a los hisp¨¢nicos, aparecen en nuestras creencias, instituciones y costumbres: la familia, la moral social, la religi¨®n, las leyendas y cuentos populares, los mitos, las artes, la cocina. La influencia de las poblaciones negras tambi¨¦n ha sido poderosa. En general, me parece, se ha desplegado en direcci¨®n opuesta a la de los indios: mientras la de ¨¦stos tiende al dominio de las pasiones y cultiva la reserva y la interioridad, la de los negros exalta los valores orgi¨¢sticos y corporales.
La segunda diferencia, no menos profunda, procede de una circunstancia con frecuencia olvidada: el car¨¢cter peculiar de la versi¨®n de la civilizaci¨®n de Occidente que encarnan Espa?a y Portugal. A diferencia de sus rivales -ingleses, holandeses y franceses-, los espa?oles y los portugueses estuvieron dominados durante siglos por el Islam. Pero hablar de dominaci¨®n es enga?oso; el esplendor de la civilizaci¨®n hispano-¨¢rabe todav¨ªa nos sorprende y esos siglos de luchas fueron tambi¨¦n de coexistencia ¨ªntima. Hasta el siglo XVI convivieron en la Pen¨ªnsula Ib¨¦rica musulmanes, jud¨ªos y cristianos. Es imposible comprender la historia de Espa?a y de Portugal, as¨ª como el car¨¢cter en verdad ¨²nico de su cultura, si se olvida esta circunstancia. La fusi¨®n entre lo religioso y lo pol¨ªtico, por ejemplo, o la noci¨®n de cruzada, aparecen en las actitudes hisp¨¢nicas con una coloraci¨®n m¨¢s intensa y viva que en los otros pueblos europeos. No es exagerado ver en estos rasgos las huellas del Islam y de su visi¨®n del mundo y de la historia.
La tercer¨¢ diferencia ha sido, a mi juicio, determinante. Entre los acontecimientos que inauguraron el mundo moderno se encuentra, con la Reforma y el Renacimiento, la expansi¨®n europea en Asia, Am¨¦rica y Africa. Este movimiento fue iniciado por los descubrimientos y conquistas de los portugueses y los espa?oles. Sin embargo, muy poco despu¨¦s, y con la misma violencia, Espa?a y Portugal se cerraron y, encerrados en s¨ª mismos, negaron a la naciente modernidad. La expresi¨®n m¨¢s completa, radical y coherente de esa negaci¨®n fue la Contrarreforma. La Monarqu¨ªa espa?ola se identific¨® con una fe universal y con una interpretaci¨®n ¨²nica de esa fe. El monarca espa?ol fue un h¨ªbrido de Teodosio el Grande y de Abderram¨¢n III, primer califa de C¨®rdoba. As¨ª, mientras los otros Estados europeos tend¨ªan m¨¢s y m¨¢s a representar a la naci¨®n y a defender sus valores particulares, el Estado espa?ol confudi¨® su causa con la de una ideolog¨ªa. La evoluci¨®n general de la sociedad y de los Estados tend¨ªa a la afirmaci¨®n de los intereses particulares de cada naci¨®n, es decir, despojaba a la pol¨ªtica de su car¨¢cter sagrado y la relatividad. La idea de la misi¨®n universal del pueblo espa?ol, defensor de una doctrina reputada justa y verdadera, era una supervivencia medieval y ¨¢rabe; injertada en el cuerpo de la Monarqu¨ªa hisp¨¢nica, comenz¨® por insp irar sus acciones, pero acab¨® por inmovilizarla. Lo m¨¢s extra?o es que esta concepci¨®n teol¨®gico-pol¨ªtica haya reaparecido en nuestros d¨ªas. Aunque ahora no se identifica con una revelaci¨®n divina: se presenta con la m¨¢scara de una supuesta ciencia universal de la historia y la sociedad. La verdad revelada se ha vuelto "verdad cient¨ªfica" y no encarna ya en una iglesia y un concilio, sino en un partido y un comit¨¦.
Un nacimiento de crep¨²sculo
El siglo XVII es el gran siglo espa?ol: Quevedo y G¨®ngora, Lope de Vega y Calder¨®n, Vel¨¢zquez y Zurbar¨¢n, la arquitectura y la neoescol¨¢stica. Sin embargo, ser¨ªa in¨²til buscar entre esos grandes nombres al de un Descartes, un Hobbes, un Spinoza o un Leibniz. Tampoco al de un Galileo o un Newton. La teolog¨ªa cerr¨® las puertas de Espa?a al pensamiento moderno y el siglo de oro de su literatura y de sus artes fue tambi¨¦n el de su decadencia intelectual y su ruina pol¨ªtica. El claroscuro es a¨²n m¨¢s violento en Am¨¦rica. Desde Montaigne se habla de los horrores de la conquista; habr¨ªa que recordar tambi¨¦n a las creaciones americanas de Espa?a y Portugal: fueron admirables. Fundaron sociedades complejas, ricas y originales, hechas a la imagen de las ciudades que construyeron, a un tiempo s¨®lidas y fastuosas. Un doble eje reg¨ªa a aquellos virreinatos y capitan¨ªas generales, uno vertical y otro horizontal. El primero era jer¨¢rquico y ordenaba a la sociedad conforme al orden descendente de las clases y grupos sociales: se?ores, gente del com¨²n, indios, esclavos. El segundo, el eje horizontal, a trav¨¦s de la pluralidad de jurisdicciones y estatutos, un¨ªa en una intrincada red de obligaciones y derechos a los distintos grupos sociales y ¨¦tnicos, con sus particularismos. Desigualdad y convivencia: principios opuestos y complementarios. Si aquellas sociedades no eran modernas, tampoco eran b¨¢rbaras.
La arquitectura es el espejo de las sociedades. Pero es un espejo que nos presenta im¨¢genes enigm¨¢ticas que debemos descifrar. Contrastan la riqueza y el refinamiento de ciudades como M¨¦xico y Puebla, al mediar el siglo XVIII, con la austera simplicidad, rayana en la pobreza, de Boston o de Filadelfia. Esplegdor enga?oso: lo que en Estados Unidos era amanecer, en la Am¨¦rica Hispana era crep¨²sculo. Los norteamericanos nacieron con la Reforma y la Ilustraci¨®n, es decir, con el mundo inoderno; nosotros, con la Contrarreforma y la neoescol¨¢stica, es decir, contra el mundo moderno. No tuvimos ni revoluci¨®n inteI.ectual ni revoluci¨®n democr¨¢tica de la burgues¨ªa. El fundamento filos¨®fico de la monarqu¨ªa cat¨®lica y absoluta fue el pensamiento de Su¨¢rez y sus disc¨ªpulos de la Compa?¨ªa de Jes¨²s. Estos te¨®logos renovaron, con genio, al tomismo y lo convirtieron en una fortaleza filos¨®fica. El historiador Richard Morse ha mostrado con penetraci¨®n que la funci¨®n del neotomismo fue doble: por una parte, a veces de un modo expl¨ªcito y otras impl¨ªcito, fue la base ideol¨®gica de sustentaci¨®n del imponente edificio pol¨ªtico, jur¨ªdico y econ¨®mico que llamamos imperio espa?ol; por otra, fue la escuela de nuiestra clase intelectual y model¨® sus h¨¢bitos y sus actitudes. En este sentido -no como filosof¨ªa, sino como actitud mental-, su influencia a¨²n pervive entre los intelectuales de Am¨¦rica Latina.
Expresiones de modernidad
En su origen, el neotomismo fue un pensamiento destinado a defender a la ortodoxia de las herej¨ªas luteranas y calvinistas, que fueron las primeras expresiones de la modernidad. A diferencia de las otras tendencias filos¨®ficas de esa ¨¦poca, no fue un m¨¦todo de exploraci¨®n de lo desconocido, sino un sistema para def¨¦nder lo conocido y lo establecido. La Edad Moderna comienza con la cr¨ªtica de los primeros principios; la neoescol¨¢stica se propuso defender esos principios y demostrar su car¨¢cter necesario, eterno e intocable. Aunque en el siglo XVIII esta filosof¨ªa se desvaneci¨® en el horizonte intelectual de Am¨¦rica Latina, las actitudes y los h¨¢bitos que le eran consustanciales han persistido hasta nuestros d¨ªas. Nuestros intelectuales han abrazado sucesivamente el liberalismo, el positivismo y ahora el marxismo-leninismo; sin embargo, en casi todos ellos, sin distinci¨®n de filosof¨ªas, no es dif¨ªcil advertir, ocultas pero vivas, las actitudes psicol¨®gicas y morales de los antiguos campeones de la ncoescol¨¢stica. Parad¨®jica modernidad: las ideas son de hoy; las actitudes, de ayer. Sus abuelos juraban en nombre de santo Tom¨¢s, ellos en el de Marx, pero para unos y otros la raz¨®n es un arma al servicio de una verdad con may¨²scula. La misi¨®n del intelectual es defenderla. Tiene una idea pol¨¦mica y combatiente de la cultura y del pensamiento: son cruzados. As¨ª se ha perpetuado en nuestras tierras una tradici¨®n intelectual poco respetuosa de la opini¨®n ajena, que prefiere las ideas a la realidad y los sistemas intelectuales a la cr¨ªtica de los sistemas.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.