Feria de Abril en Sevilla
En Sevilla cada cosa est¨¢ en su sitio: el duque en el palacio, el toro en el chiquero, el matador en el vest¨ªbulo del hotel Col¨®n, el limpiabotas a los pies del se?orito, el turista en el coche de caballos, la gente en el paro, el jam¨®n en la barra, el puro en la boca, el clavel en el ojal, la gitana pidiendo limosna, el polvo en la feria. Esto es una boda que tiene unos padrinos muy rumbosos, magnates de alta ganader¨ªa, arist¨®cratas con mucho pergamino en el caj¨®n de la c¨®moda, latifundistas hasta m¨¢s all¨¢ del horizonte. El resto es el pueblo que empina el codo, da zapatazos en el tabladillo de las casetas y ondula las mu?ecas hacia los farolillos. Bajo un azul de golondrinas, Sevilla huele a zahones sudados y a elegante bo?iga de jaca jerezana. Hay que llamar al duque.-?Est¨¢ el duque?
-?Qu¨¦ duque?
-El m¨¢s alto y maravilloso.
-Un momento. No se retire.
Mientras la llamada de tel¨¦fono recorre los salones de palacio hasta llegar al nido de tapices entre bugambilias donde est¨¢ ¨¦l, un limpiabotas granadino en el cafet¨ªn de la calle Sierpes baila la conga alrededor de los tobillos de este que suscribe y le explica su caso.
-He venido a la feria a pasar fatigas.
-No ser¨¢ tanto.
-Esto es como la vendimia. O peor.
-?Por qu¨¦?
-Por la competencia. S¨®lo de Granada hemos llegado doscientos limpiabotas a Sevilla. Adem¨¢s de mil personas que s¨®lo vienen a pedir. Gente pobre, ?,sabe usted? Lo malo es la noche, cuando cae el fr¨ªo, y te quedas tieso como una palanqueta.
-Vaya por Dios.
-Yo duermo tapado con unos cartones de embalaje detr¨¢s de los carromatos de la feria, en la vaguada del ferrocarril. Tendr¨ªa usted que verlo. Hay m¨¢s de quinientos mendigos tirados en el suelo a veces llega la polic¨ªa y nos echa los caballos encima. Y si alguien abre el pico, se lo llevan por delante. El a?o pasado unos se?oritos prendieron fuego a aquello y tuvimos que salir a toda leche.
-Resista hombre, ya queda poco. No se desanime.
A media ma?ana la calle de Sierpes est¨¢ bajo un sopor de churros y el ruido de las cucharillas de desayuno. Los turistas arrastran las patas hinchadas por all¨ª entre gitanas con claveles, carteles taurinos, giraldas de pl¨¢stico, sombreros de capataz, vendedores de loter¨ªa, retratos de la Macarena y banderillas ensangrentadas con mercromina para llevarse de recuerdo a Oklahoma. En el aire de Sevilla se oye un campanilleo de coches de caballos. Desde el cielo artesonado del palacio de las Due?as vuelve ahora por el tel¨¦fono la voz de un criado de centralita.
-Oiga.
-S¨ª, d¨ªgame.
-El se?or duque le invita encantado a tomar caf¨¦ a las cinco en punto de la tarde. A media ma?ana en el real de la feria hay una luz pastosa de resaca, las cubas riegan el albero y las furgonetas de reparto descargan hectolitros de manzanilla para reponer el nivel de los abrevaderos agotados. A esta hora los verdaderos se?ores duermen la mona seg¨²n la tradici¨®n, mientras la servidumbre barre el pastizal de la juerga anterior. En la feria de Sevilla, si alguien est¨¢ en pie a las once del d¨ªa se puede decir que no es nadie, un turista rubio con plano, un guardia de la circulaci¨®n, un repartidor de ensaimadas, un empleado de la funeraria en acto de servicio, un borracho extraviado que no logra dar con el hotel. Pero a esta hora tan intempestiva, mientras por el ferial se pasa la escoba, en la caseta del partido comunista ya est¨¢n todas las mesas repletas de jornaleros sonrientes y reci¨¦n lavados, alineados frente al fino San Patricio como en un bautizo. Unas criaturas bailan sevillanas al ritmo de palmas, que baten unas madres muy ib¨¦ricas. Un responsable sube a la tarima y pide silencio por el micr¨®fono. A continuaci¨®n, un camarada poeta va a recitar unos versos en honor de Dolores Ib¨¢rruri. La parroquia de cortijeros escucha el canto inflamado con un fervor de mitin. Es gente mayor, con el rostro rayado de grietas solares, que est¨¢ dispuesta a aplaudir lo que le echen. En medio del jolgorio un campesino pasea entre las mesas blandiendo en el aire a modo de trofeo un llavero dorado con la esfinge de Dolores. Parecen muy contentos. Est¨¢n en feria y hay que alegrar esa cara. De las novecientas casetas que componen este tinglado, s¨®lo la del partido comunista est¨¢ funcionando ahora. Se ve que los comunistas se toman esto de la alegr¨ªa muy en serio.
-Camaradas, a continuaci¨®n tengo el gusto de recitar para ustedes un poema en honor de Miguel Hern¨¢ndez.
-Ol¨¦ mi ni?o.
-Que no decaiga.
La voz airada del poeta reparte ca?a a los capitalistas entre verso y verso, los primeros caballistas comienzan a llegar al real de la feria deshabitada, los turistas se asoman a las casetas vac¨ªas y una ligera bruma de albero, que levantan las batas de cola, dora el mediod¨ªa. Se ven casetas con consolas Luis XV, con cornucopias de pan de oro, ara?as de 150 l¨¢grimas, espejos barrocos, cuadros de ciervos abrevando, estampas de la Macarena. Todos los mitos est¨¦ticos de Andaluc¨ªa, asimilados por el pueblo llano, est¨¢n aqu¨ª. El geranio y la reja, el Cristo del Gran Poder y el cartel de toros, el farolillo, el encapuchado de Semana Santa y el brocal del pozo con macetas. Este es un rito de primavera que se ha levantado sobre una antigua feria de ganado. El escenario est¨¢ dispuesto. Hacia la una d¨¦ la tarde el recinto va entrando en calor, en medio de un perfume de jaca. Los caballeros con zahones, el puro en la boca, el sombrero oscureci¨¦ndoles una oreja, el pu?o en la ra¨ªz del muslo, la espalda. arqueada, cabalgan con una moza en la grupa y se abren paso a galopadas entre el primer gent¨ªo. Hay en el aire un erotismo muy ganadero de refajo sudado. A esta hora en la feria se ve desde un tiro de mulas enjaezadas con borlas y escarapela de seda con los colores her¨¢ldicos de la familia hasta el medio penco alquilado a tanto la hora.
-?Quien es ¨¦se?
-Un Terry.
-?Y ¨¦se?
-Un Osborne.
-?Y ese?
-Un Medinaceli.
-?Y ese?
-Nadie.
Hay desconocidos que cabalgan con una elegancia innata del Sur. Van tan tiesos que te pueden dar el pego. Lentamente la feria coge una gran densidad caballar con todos los alardes varoniles en danza. Es un bello paseo de exhibici¨®n lleno de pavoneos de macho. El d¨ªa est¨¢ hecho para estos gallos de botos enterizos. La feria de noche pertenece a las hembras.
-?Y los duques de Alba?
-Hoy no han salido a montar. El palacio de las Due?as est¨¢ en el casco antiguo de Sevilla. No sabr¨ªa explicar lo fas.tuoso que es. Baste con decir que si al establo de las mulas, tal como est¨¢, lo trasladaran a un ba o del barrio de Salamanca, ser¨ªa el bar ingl¨¦s m¨¢s elegante de Madrid. El, palacio tiene siete patios con palmeras, limoneros, cipreses, paredes con bugambilias y rosales rampantes hasta el tejado. Un amable servidor abre la cancela.
Entre setos, macizos de hortensias y madreselvas, por un camino dorado con albero, se llega al primer zagu¨¢n abierto, blando de esteras, coronado con cornamentas y trofeos de caza, que da entrada al patio mud¨¦jar. El criado va delante. Hay un silencio de mirlos y fuentes que se derraman en las tazas, una claridad matizada de fresa entre los arcos aijimiados. La amplia escalinata de madera y azulejos lleva a la galer¨ªa, amueblada con tresillos, mecedoras, mesas, jarrones del siglo XVIII. El criado se?ala una butaca.
-Espere aqu¨ª, por favor.
-Gracias.
-El se?or duque no tardar¨¢ en salir.
El duque de Alba est¨¢ posando para un retrato de Enrique Segura, abajo, en un gran sal¨®n artesonado, a la luz tamizada de una cristalera que da a un patio de limoneros. Son las cinco de la tarde, un d¨ªa de feria de abril en Sevilla. ?Puede haber algo m¨¢s fino en cien kil¨®metros a la redonda que tomar caf¨¦ en el palacio de las Due?as? En esta reserva sagrada, guardada por dos lecheras de la polic¨ªa en la puerta, hay una solidez de siglos, sombreada por lienzos de Caravagio. La brisa hace hervir levemente las bugambilias, y los cipreses cuajados de gorgoritos cabecean entre columnas de m¨¢rmol. As¨ª que ya me dir¨¢n. De pronto aparece ¨¦l por el fondo de la galer¨ªa. El duque de Alba lleva un traje azul p¨¢lido, unos zapatos con mezcla de cuero y lonilla color hueso, viene con medio puro engarzado en sus dedos de ave y sonr¨ªe con una felicidad preternatural, propia de un para¨ªso que est¨¢ escriturado, sellado y lacrado en el pergamino. Un camarero de chaquetilla blanca y cuello azul sirve el caf¨¦ en tazas de la cartuja sevillana. Esta es una visita de cortes¨ªa, como la del aficionado al g¨®tico que echa un vistazo a la catedral, como la del taurino que rinde tributo a la plaza de la Maestranza. Hab¨ªa que hacerlo. Mientras uno trata de rizar el dedo me?ique al elevar la taza a los labios, se habla de libros, estirpes, ¨¢rboles geneal¨®gicos, encuadernaciones, testamentar¨ªas decimon¨®nicas, restauraciones de cuadros, de todo eso que comenta la gente fina.
-Sabes que en este palacio naci¨® Antonio Machado.
-Ya.
-Mi suegro mand¨® poner unos azulejos ah¨ª en el corredor del patio.
-Lo he visto.
-Fue el primer homenaje que se rindi¨® a Machado despu¨¦s de la guerra.
-Ya.
-Don Antonio debi¨® de nacer en una de estas salas de la derecha. Su padre no era un servidor de la casa, como se ha dicho. Sencillamente un antepasado de mi mujer, en el siglo XIX, dej¨® de habitar el palacio y alquil¨® todo este lado a gente particular. El padre de Antonio Machado fue uno de los inquilinos.
Gorriones en el limonero
A uno en su lujuria le gustar¨ªa contemplar un espect¨¢culo insigne. Hoy es un d¨ªa de abril en Sevilla. La feria se va calentando, el cielo est¨¢ resplandeciente como el ojo de un pez, los gorriones de la casa de Alba cantan en el limonero y las cosas est¨¢n en su sitio: el duque en el palacio, el toro en el chiquero, el limpiabotas a los pies del se?orito, el turista en el coche de caballos, la gente en el paro, el jam¨®n en la barra, el puro en la boca, la flor en el ojal, la gitana pidiendo limosna, el polvo en el real de la feria. Reina en Sevilla un orden ontol¨®gico, esa proyecci¨®n filos¨®fica del ser como resultado del haber. A uno en su lujuria le gustar¨ªa ver a Jes¨²s Aguirre, duque de Alba, vestido de corto, con zahones, botos de anca de potro y sombrero ligeramente ladeado sobre su frente de intelectual de la escuela de Francfort.
-No es posible.
-Vaya por Dios.
-Nadie en el mundo me ver¨¢ vestido as¨ª.
-Es una l¨¢stima.
-En compensaci¨®n te puedo ense?ar el palacio.
Son salones, lienzos del siglo XVII, jarrones, escaleras, artesonados, capillas, cuadras, vanos gr¨¢ciles con un fondo de cipre- Pasa a la p¨¢gina 12 Viene de la p¨¢gina 11 ses, limoneros, rosales, bugambilias cuadros de Pannini, criados que se ponen de pie con una reverencia teol¨®gica cuando pasa el duque, ¨®leos de Zuloaga, fotograf¨ªas dedicadas por reyes, bancos de azulejos donde se sent¨® la emperatriz Eugenia de Montijo, camas con baldaquino que un d¨ªa recogieron el sue?o de algunas princesas m¨¢s criados en cada punto estrat¨¦gico, habitaciones acicaladas para los invitados que van a llegar. En el palacio de las Due?as hay un par de t¨ªtulos por metro cuadrado. El se?or duque baja ahora al comedor de la servidumbre, y la visita inesperada deja de piedra a dos viejas criadas que est¨¢n tomando el postre.
-No se levanten, h¨¢ganme ese favor.
-Se?or duque.
-Sigan ustedes como est¨¢n.
-Se?or duque.
-Por Dios, no se muevan.
-Se?or duque.
Un escalofr¨ªo de respeto ha sacudido la raspa de las viejas criadas. Ahora siguenm¨¢s salones, cuadros de Basano, cornucopias, muebles de palosanto, todo en perfecto estado de revista, con esa palpitaci¨®n de algo vivo, con el plumero reci¨¦n pasado Hay m¨¢s patios. Hasta siete, con rumor de fuentes, vuelo blando de mirlos y una brisa perfumada que te acaricia el l¨®bulo de la oreja. En un saloncito con una luz filtrada a trav¨¦s de las bugambilias est¨¢ el peque?o tablado donde la duquesa Cayetana baila flamenco todos los d¨ªas de doce a una. All¨ª se ven dos sillones con asiento de esparto. Uno es para Enrique, el Cojo, que es un anciano bajito, gordo, con sonotone, y cojo como su propio nombre indica. Es maestro de flamenco. Lo ves, como dijo aqu¨¦l, y parece que te va a vender una gamba, pero de pronto echa a volar una paloma de cada mano y el duende te ara?a la coronaria. La otra bu taca es para el guitarrista que llaman el Poeta. Aqu¨ª se dan clases todos los d¨ªas.
-?La duquesa no monta en la feria?
-Hoy no. Tal vez ma?ana. Depende de c¨®mo se levante.
-Vaya.
-De pronto, a las doce decide que le apetece montar en la feria. Entonces vamos hasta all¨ª en coche de mulas enjaezadas con los colores de la casa de Alba, azul y amarillo. En la feria tiene los caballos a punto. Yo la sigo en el coche por el real.
Gigantesca boda de primavera
La salida de los duques de Alba hacia la feria es un rito precedido Por carreras de criados ornamentados, de palafreneros mudos, con una gravedad humilde que deja ver cierto empaque. La duquesa Cayetana va vestida de sevillana. El tiro de mulas arranca desde el patio de palacio, y en la calle espera el vecindario, con un silencio de procesi¨®n, para ver pasar la comitiva llena de cascabeles de mulas de much¨ªsima raza.
La feria de Sevilla es una gigantesca boda de primavera que tiene sus ritos marcados. Por la ma?ana cualquiera que se precie debe dormir la borrachera anterior. Al mediod¨ªa hay que abrir el ojo ara?ado. Hacia las dos se da uno el garbeo viril cimbreando la caderita de vaquero encima de un caballo con una mujer en la grupa que te puntee con los senos la espalda. Para las seis est¨¢ la Maestranza. Un puro en la boca, un clavel en el ojal, el traje de alpaca, y mientras en el ruedo normalmente sucede una cosa costrosa, uno se puede entretener descifrando los cogotes ilustres de los que est¨¢n sentados en la barrera de sombra. Aquel pescuezo brillante es de un Domecq. Aquella nuca es de un Guardiola. Aquellos rizos son de un Murube. Y as¨ª sucesivamente. La plaza de la Maestranza tiene unos silencios profundos como de aula de filosof¨ªa. Por encima del tejadillo se ve la espada?a de la Giralda.
El resto es la fiesta popular propiamente dicha. Una forma de bacanal colectiva con un mill¨®n de seres bailando en el interior de las casetas, bebiendo vino hasta que te recoja la gr¨²a. El baile por sevillanas es un juego er¨®tico en que la hembra tienta al macho zureando a su alrededor. Todo queda en eso. En una teor¨ªa caliente de miradas. En un amago de entrega que se hurta en el ¨²ltimo instante. La feria de Sevilla ya no es como antes, cuando la ¨²nica diversi¨®n consist¨ªa en ver c¨®mo se divert¨ªan los se?oritos por los entresijos de las cortinas echadas. Ahora hay quien se pasea por la feria a lomos de un pollino proletario con gran espanto de una minor¨ªa selecta.
El pueblo ha invadido el antiguo rito. La feria comenz¨® en un mercado de ganado en el siglo pasado. La aristocracia impuso sus gestos hasta hace algunos a?os. Ahora la masificaci¨®n est¨¢ a punto de dar un salto cualitativo. Una multitud compacta que baila sin parar hasta la madrugada en caseta propia ha roto el viejo molde. En Sevilla est¨¢n ahora todos los arist¨®cratas, limpiabotas, pol¨ªticos, patronos, gente de medio pelo, obreros en paro, mendigos en horas extraordinarias, pobres de pol¨ªgono industrial bajo el color deslumbrante de una ceremonia masiva. Hay una carga er¨®tica en todo el ajo. Pero la cosa tiene a¨²n un punto contenido, una horma secular que impide dar salida al muelle. Cualquier a?o de estos puede saltar. El limpiabotas granadino baila por sevillanas en torno a los zapatos.
-He venido a la feria a pasar fatigas.
-Resista, hombre. Ya queda poco.
-Esto es como la vendimia. O peor.
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