El almirate regala cerveza y queso
Bertrand Rusell hubiera dicho que donde es posible la guerra no es probable la risa. Torrente Ballester, m¨¢s cerca, ha preguntado lo que preguntar¨ªa un gallego de La Ramallosa: "?C¨®mo es posible que la cultura y la civilizaci¨®n, en vez de liberar a los hombres de la estupidez, parece que se la han incrementado? Porque est¨¢ sucediendo lo mismo que en la edad ol¨ªmpica, aunque a escala planetaria y con medios m¨¢s sofisticados".Es la ignorancia ol¨ªmpica de los hombres. Antes nunca fue mejor, a pesar de que la nostalgia nos haga mirar como seres distra¨ªdos hacia un pasado aprehensible: es un efecto de la literatura; antes todo era mucho m¨¢s en blanco y negro y ahora la mayonesa se hace ligera, volamos m¨¢s r¨¢pido y el Readers Digest nos disimula la estulticia cuando queremos saber cu¨¢l es el resumen de un libro. Hemos ganado, pues, aunque seguimos siendo unos herederos dignos de las bestias.
Borges -?qu¨¦ dir¨¢ Borges hoy, estrenando su Espasa, paseando ciego por la calle de Corrientes?- lo tiene escrito en su historia universal de la infamia: no hubo tiempos m¨¢s o menos est¨²pidos; los hombres son los que hacen que cualquier tiempo parezca infame. Pero como ¨¦l es otro, un ser m¨²ltiple que para reirse ha inventado los espejos, estar¨¢ creyendo que lo que ocurre en la arena -arena, su palabra preferida- de las Malvinas pasa en realidad en una ficci¨®n que no hubiera imaginado Homero. Y qu¨¦ no hubiera dicho Darwin.
Los disparos siempre han sido iguales y siempre han matado gente. La distancia es el olvido una vez m¨¢s: como no o¨ªmos, desde aqu¨ª, los disparos, parece que cuando se hunde el Be1grano -o el Hermes, para este caso- se van con ¨¦l unos supuestos estrat¨¦gicos que convienen a una guerra cuyo resultado final -como en la monoton¨ªa del f¨²tbol- es el que interesa. ?Qu¨¦ importa un muerto m¨¢s?, preguntar¨ªa el caricato Pavlovsky al t¨¦rmino del espect¨¢culo terrible.
Pero, en fin, es la guerra. Luego contar¨¢n la historia, har¨¢n ligero balance de los muertos y nosotros seguiremos acudiendo, de nuestro coraz¨®n a nuestros asuntos, a la comedia diaria del ilimitado progreso de la civilizaci¨®n sobre cuyas plumas de p¨¢jaros de mal ag¨¹ero creemos descansar un sue?o bendito.
Es un sue?o maldito del que no despertaremos jam¨¢s.
Tiene que acabar la guerra para que los hombres recuerden, con espanto, qu¨¦ bello es el ejercicio interminable de la reconciliaci¨®n, de la generosidad, de la solidaridad. ?Pelear por un trozo de tierra, reclamar en un mundo tan poblado, tan despoblado, tan biling¨¹e, que se definan a¨²n m¨¢s los l¨ªmites de las patrias? Drieu de la Rochelle dec¨ªa -lo conservo entre los papeles viejos como papel nuevo- que la patria es un lugar com¨²n en cuyo t¨®pico caernos para no levantarnos de otros yerros.
Antes, quiz¨¢, hab¨ªa otros modos, pero el final era el mismo: mor¨ªan los hombres; en Vietnam los norteamericanos atacaban -la ficci¨®n de Coppola no es tan ajena a la realidad- escuchando a Wagner; ahora se ha explicado en Viena que Hitler o¨ªa parecidas m¨²sicas para iniciar las matanzas; los ingleses supongo que se llevar¨¢n las aventuras de sir Walter Scott mientras los argentinos repasan cap¨ªtulos del Eclesiast¨¦s para que las balas -y los inteligentes misiles, qu¨¦ barbaridad- lleguen m¨¢s certeras al objetivo final: el cuerpo.
Nelson atacaba despu¨¦s de escribir cartas a lady Hamilton y luego reconoc¨ªa en los cuadernos de bit¨¢cora los objetivos de sus afanes de conquista. Por esa mala cabeza imperialista que en el siglo XVIII parec¨ªa menos imperialista, porque casi todo el mundo era expansivo- perdi¨® el brazo que m¨¢s quer¨ªa: el derecho. Fue en Tenerife, un 25 de julio, en 1797. Los isle?os, comandados por Antonio Guti¨¦rrez, repelieron su agresi¨®n, le dispararon con certeza y le dieron en el mismo codo. Luego hubo otros heridos, algunos muertos, pero esos nombres se quedan en la memoria an¨®nima, como ocurre ahora. Lo que pasa es que Nelson era un gallardo caballero y aquello termin¨® en una paz id¨ªlica, dentro de la conturbaci¨®n l¨®gica de los prop¨®sitos del imperio: los isle?os de Guti¨¦rrez recogieron al ilustre herido, le curaron -en lo que pudieron- y lo devolvieron a su tierra. Hoy pasea la verg¨¹enza de su derrota desde lo alto de Trafalgar Square, aunque los isle?os fueron tan generosos que le dedicaron una calle llena de jazmines -una hermosa calle- en Santa Cruz. Guti¨¦rrez tiene una calle menor. Un periodista quiso una vez que se reparara la injusticia hist¨®rica y pidi¨® para Guti¨¦rrez una v¨ªa m¨¢s ancha. Por poco corren a gorrazos, los propios isle?os, al proponente.
Tenerife tiene la visita de Nelson como uno de los acontecimientos m¨¢s importantes de su historia: fue una ense?anza y una respuesta; todo el mundo se acuerda de aquello para despreciar la guerra y odiar la muerte; Nelson no es all¨ª s¨®lo un invasor, es tambi¨¦n un s¨ªmbolo muy preciado que casi pertenece tanto a aquella isla como a la Inglaterra que lo hizo as¨ª. En La Palma un taxista fue bautizado Nelson hace unos setenta a?os; hace veinte, cuando estuvo Winston Churchill en La Palma en el yate de Onassis y Jacqueline, el l¨ªder conservador de la guerra se encontr¨® con Nelson y le dedic¨® una caja de puros con una frase nost¨¢lgica: Para Nelson, de Churchill.
Siglos antes, Nelson escribi¨® dedicatoria parecida: tan agradecido estaba a los cuidados que le prodigaron sus vencedores tinerfe?os, que escribi¨® una carta al comandante Guti¨¦rrez con esta posdata hist¨®rica: "P.S. Conf¨ªo en que su excelencia me har¨¢ el honor de aceptar este casco de cerveza inglesa y este queso".
La guerra est¨¢ repleta de an¨¦cdotas. La infamia de los hombres es capaz de adornarse con sonrisas. Ya nos reiremos alg¨²n d¨ªa, fatalmente, de los dramas absurdos que nuestra enorme estupidez nos permite analizar como si se refirieran al otro lado del mundo. Ni cerca ni lejos: la guerra est¨¢ aqu¨ª y permanece en otro lugar porque ahora as¨ª conviene.
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