La vaina de los diccionarios
Uno de los placeres de la vida es encontrar las imbecilidades de los diccionarios. Para m¨ª, en especial, constituyen una cierta forma de venganza contra el destino, porque mi abuelo el coronel me ense?¨® desde muy ni?o que los diccionarios no s¨®lo lo sab¨ªan todo, sino que adem¨¢s no se equivocaban nunca. El suyo, que era un mamotreto muy viejo y ya a punto de desencuadernarse, ten¨ªa pintado en el lomo un Atlas corpulento con la bola del mundo sobre los hombros. "Esto quiere decir que el diccionario tiene que cargar con el mundo entero", me dec¨ªa mi abuelo, a quien, sin duda, no se le ocurri¨® nunca buscar la nota sobre Atlas en el propio diccionario. De haberlo hecho, se habr¨ªa dado cuenta de que ese dibujo era un error muy grave. Atlas, en efecto, era uno de los titanes de la mitolog¨ªa griega que provoc¨® una guerra contra los dioses, por lo cual lo conden¨® Zeus a sostener el firmamento sobre sus espaldas.El firmamento, por supuesto, y no el mundo, como estaba dibujado en el lomo del diccionario, porque ni el propio Zeus sab¨ªa en sus tiempos que la Tierra era redonda como una naranja.
En todo caso, el h¨¢bito de mi abuelo de consultar para todo el diccionario se me qued¨® a m¨ª para siempre, y debieron pasar muchos a?os antes de que descubriera con mi propia alma que no s¨®lo los diccionarios no lo saben todo, sino que adem¨¢s cometen equivocaciones, casi siempre muy divertidas. Con el tiempo he terminado por confiar m¨¢s en mi instinto del idioma, tal como se oye en la calle, y en las leyes infalibles del sentido com¨²n. De todos modos, consulto siempre el diccionario, pero no antes de escribir, sino despu¨¦s, para comprobar si estamos de acuerdo.
El otro d¨ªa, despu¨¦s de decidir, por mi cuenta y riesgo, que se puede decir pitoniso cuando el vidente es un hombre, descubr¨ª que ning¨²n diccionario incluye la palabra, aunque ninguno la proh¨ªbe. El de la Real Academia la define as¨ª: "Sacerdotisa de Apolo que daba los or¨¢culos en el templo de Delfos, sentada en el tr¨ªpode". Una pizca de sentido com¨²n permit¨ªa pensar que la palabra no existe en masculino, porque eran mujeres quienes hac¨ªan en el templo de Delfas el hermoso oficio de adivinas, pero que nada se opon¨ªa a que se les llamara pitonisos si hubieran sido hombres, como los hay tantos en nuestro tiempo y, sobre todo, en nuestros medios de la Prensa.
En cambio, hay errores imperdonables en los diccionarios. El m¨¢s escandaloso de ellos me parece el de la inolvidable Mar¨ªa Moliner, en su Diccionario de uso del espa?ol, cuando define la palabra d¨ªa: "Espacio de tiempo que tarda el Sol en dar una vuelta completa alrededor de la Tierra". En primer t¨¦rmino, siempre me ha resultado inc¨®modo que se diga espacio de tiempo. No; o es espacio o es tiempo, porque, aunque sean magnitudes conjugadas, son dos cosas bien distintas. Pero lo que ahora me interesa no es eso, sino la barbaridad de que sea el Sol el que da la vuelta completa alrededor de la Tierra, y no ¨¦sta sobre s¨ª misma, como nos ense?aron en la escuela. El error, al parecer, tiene su origen en el diccionario de la Real Academia Espa?ola, que define el d¨ªa de este modo: "Tiempo que el Sol emplea en dar, aparentemente, una vuelta a la Tierra". La precauci¨®n del aparentemente no resuelve el enigma, porque no queda claro si los reales acad¨¦micos quisieron decir que la cosa parece as¨ª, aunque en realidad no lo sea, o si quisieron decir que ellos no lo saben a ciencia cierta. De todos modos, el modesto Petit Larousse, que no se da ¨ªnfulas de nada, trae una deflinici¨®n di¨¢fana: "Tiempo que tarda la Tierra en dar la vuelta sobre s¨ªmisma".
A veces, los diccionarios se dan cuenta de que han hecho el rid¨ªculo, y lo corrigen en una edici¨®n posterior. Eso le ocurri¨® al de la Real Academia con la famosa e inefable definici¨®n de perro: "Mam¨ªfero dom¨¦stico de la familia de los c¨¢nidos, de tama?o, forma y pelaje muy diversos, seg¨²n las razas, pero siempre con la cola de menor longitud que las patas posteriores, una de las cuales levanta el macho para orinar". Se prest¨® a tantas burlas esta precisi¨®n excesiva -y entre ellas una muy feroz e inteligente de Guillermo Cabrera Infante en su novela Tres tristes tigres-, que en las ediciones m¨¢s recientes del diccionario de la Real Academia ya los perros no levantan la pata posterior para orinar, aunque sigan haci¨¦ndolo en la vida real.
Otra cosa que me inquiet¨® siempre del diccionario de la Real Academia es la definici¨®n de los colores. Amarillo: "Del color semejante al del oro, el lim¨®n, la flor de la retama, etc¨¦tera". A mi modo de ver las cosas desde la Am¨¦rica Latina, el oro era dorado, no conoc¨ªa las, flores de la retama, y el limi¨®n no era amarillo, sino verde. Desde antes me hab¨ªa llamado la atenci¨®n el romance de Garc¨ªa Lorca: "En la mitad del camino cort¨® limones redondos,/ y los fue tirando al agua hasta que la puso de oro".
Necesit¨¦ muchos a?os para viajar a Europa y darme cuenta de que el diccionario ten¨ªa raz¨®n, porque, en realidad, los limones europeos son amarillos.
Sin embargo, me parece justo decir que, en medio de tantos tropiezos, hay un gran escritor escondido en la Real Academia, y es el que ha escrito las definiciones de las plantas. Todas son excelentes, de una andadura elegante, pero, en especial, la de una planta con la cual tengo un pleito pendiente desde la infancia, porque me la daban en ayunas como verm¨ªfugo. Me refiero al paico, pazote o epazote, que viene definido as¨ª en el diccionario de la Real Academia: "Planta herb¨¢cea anual, de la familia de las quenopodi¨¢ceas, cuyo tallo, asurcado y muy ramoso, levanta hasta un metro de altura, tiene las hojas lanceoladas, algo dentadas y de color verde oscuro; las flores, aglomeradas en racimos laxos y sencillos, y, las semillas, n¨ªtidas y de margen obtusa. Toda la planta despide un olor arom¨¢tico, y se toman en infusi¨®n, a manera de t¨¦, las flores y las hojas. Oriunda de Am¨¦rica, se ha extendido mucho por el Mediod¨ªa y el centro de Europa, donde se encuentra como si fuese espont¨¢nea entre los escombros de los edificios".
Hay, por supuesto, una dimensi¨®n de las palabras que los diccionarios no pueden establecer, y es la de su significado subjetivo. Hace algunos meses, mi amigo Argos, en su columna inclemente de El Espectador, de Bogot¨¢, se preguntaba qu¨¦ diferencia hay entre un barco y un buque. El diccionario de la Academia describe el buque de este modo: "Barco con cubierta que por su tama?o, solidez y fuerza, es adecuado para navegaciones o empresas mar¨ªtimas de importancia". Esto permite preguntarse, en primer t¨¦rmino, qu¨¦ empresas mar¨ªtimas puede acometer un buque sin tener que navegar, puesto que las dos funciones las establece el diccionario como diferentes. Y permite pensar, en segundo t¨¦rmino, que un buque no sirve para empresas fluviales, porque s¨®lo se dice que sirve para empresas mar¨ªtimas. Pero lo importante est¨¢ dicho, y es que un barco es un buque. Sin embargo, para m¨ª hay una diferencia subjetiva que me obliga a utilizar ambas palabras con un sentido diferente. En casa de los abuelos, los barcos eran s¨®lo los de mar, como los que transportaban el banano desde Santa Marta hasta Nueva Orleans. En cambio, los buques eran los del r¨ªo Magdalena, con dos chimeneas, alimentados con le?a e impulsados con una rueda de madera en la popa. Para ambos, de todos modos, hab¨ªa un nombre gen¨¦rico: vapor.
Otra cosa que se preguntaba Argos, el otro d¨ªa, era el significado exacto del verbo perecer, a prop¨®sivo de un herido apu?aladas que, seg¨²n se dijo, pereci¨® unas horas despu¨¦s en el hospital. A Argos no le parec¨ªa correcto, pero no sab¨ªa por qu¨¦, y a m¨ª tampoco me parece, y yo tampoco s¨¦ por qu¨¦. Hay un instinto del idioma que indica, sin lugar a dudas, que los enfermos de los hospitales no perecen, sino que se mueren, cualquiera sea el motivo, a menos que les caiga el techo encima. En cambio, una persona puede haber perecido en una cat¨¢strofe a¨¦rea, si fue esa la causa de su muerte, aunque ¨¦sta haya ocurrido, en realidad, varios d¨ªas despu¨¦s en el hospital. Casi me atrever¨ªa a decir que el acto de perecer puede no ser simult¨¢neo con el de morir, aunque el uno tiene que ser consecuencia del otro. Pero, por fortuna, yo no soy diccionario para atreverme a decir tanto.
Copyright 1982.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.