Morir con discreci¨®n
En el vest¨ªbulo de la funeraria hay un cartel: "Servicio urgente de coronas y decoraci¨®n floral". Y luego un pasillo que lleva a los velatorios, adornado con cuadros. Son todos paisajes campesinos, casi buc¨®licos, que tienen por motivo central un sendero entre frondas o un r¨ªo camino de la mar. Choca la palabra urgente en este lugar, donde nada puede serlo ya (un muerto es alguien que ya no tiene prisa) y donde el sendero arbolado es ruta y s¨ªmbolo primario del viaje definitivo, y el r¨ªo camino que lleva "a la mar que es el morir".A veces todo es lo contrario de lo que parece, y no s¨®lo en la significaci¨®n de los sue?os. Vemos el mar como el morir, y dice alg¨²n bioqu¨ªmico que por ¨¦l andaba la sopa prebi¨®tica de donde surgi¨® la vida. Pero la mar era muerte en la literatura del verso manrique?o, y tambi¨¦n en su vecindad con la playa, adonde arrojaba peces hinchados y restos le?osos, no lejos de la marisma (lugar anfibio y ambiguo, donde la vida desde la muerte nace). En alguna ocasi¨®n el mar lanzaba a la playa incluso un cad¨¢ver humano. Jugaban los ni?os en la soleada arena rubia y el oleaje deposit¨® casi a su vera un muerto vestido de oscuro, creyeron que de negro. Por eso pensaron que se trataba de un cura portugu¨¦s, pues por aquellos a?os de posguerra en Espa?a y de guerra en Europa los ¨²nicos sacerdotes vestidos de cleryman que por el Sur pod¨ªan verse eran los portugueses. No era un cura portugu¨¦s, sino un marino ingl¨¦s. Y a?os m¨¢s tarde los ni?os llegaron a intuir -en esta cadena de apariencias donde lo que parece no es- que el cura portugu¨¦s que no vieron tampoco era el marino brit¨¢nico que luego creyeron ver, sino acaso el hombre que nunca existi¨®: un cad¨¢ver aut¨¦ntico vestido por los ingleses de falso oficial de la Armada para enga?ar a los alemanes en la guerra de espionaje.
Tampoco un velatorio urbano y actual parece lo que es. Al menos nada se parece a uno de aquellos duelos pueblerinos de otro tiempo. Entonces la muerte en el pueblo era un poco la muerte del pueblo. Porque en las peque?as comunidades rurales todos los vecinos se conoc¨ªan y, por tanto, se amistaban u odiaban. Con la muerte del muerto la amistad o el odio pasaban a convertirse en recuerdo. Exist¨ªa el luto y era algo casi colectivo y siempre exteriorizable y p¨²blico. Una catarsis, llena de m¨¢s o menos lloros y expresiones que a nuestra sensibilidad de hoy parecen grandilocuentes. No lo eran. Pod¨ªan ser, s¨ª, en su expresi¨®n grandilocuentes o cursis, pero respond¨ªan a una vivencia o desvivencia sincera.
Recuerdo un duelo rural de hace a?os, donde o¨ª decir (y aun gritar) a la hija del difunto la siguiente frase: "?Ya se me agot¨® el c¨¢liz del dolor!". Tan metaf¨®rica expresi¨®n no era, evidentemente, usual en el lenguaje de la reciente hu¨¦rfana. Alguna vecindona apuntaba por lo bajo que la tomaba de no s¨¦ qu¨¦ obra de Rafael P¨¦rez y P¨¦rez, un como Cor¨ªn Tellado de la ¨¦poca. Mas la hu¨¦rfana, plagiaria en el hablar, era original en el sentimiento. En todo caso aquella muerte rural parec¨ªa una muerte m¨¢s natural. Se mor¨ªa en casa y se enteraba todo el mundo -el ¨¢mbito del mundo era el pueblo- y todo el mundo participaba en la liturgia funeraria. Hab¨ªa vecindad en la vida y hab¨ªa vecindad luego en la muerte, porque el cementerio o pueblo de los muertos reproduc¨ªa en cierto modo el pueblo de los vivos.
Tambi¨¦n el gran cementerio urbano reproduce a su modo la ciudad; la necr¨®polis corresponde a la megal¨®polis, como el duelo urbano reproduce la vida en la vecindad an¨®nima. En la necr¨®polis la tumba es ya (tras el piso y la segunda residencia) casi tercera residencia, al fin y al cabo residencia en la tierra. Dice muy bien Baudrillard que hoy se considera lo elegante ocultar el duelo. El bienestar proh¨ªbe toda referencia a la muerte, y en las cl¨ªnicas no se muere nadie: al muerto se le oculta en el s¨®tano. Y a?ade tambi¨¦n: "La incineracion es el extremo de esta liquidaci¨®n discreta".
Si lo primero es evidente, acaso lo segundo sea aventurado. La incineraci¨®n es voluntaria y no impuesta por la presi¨®n social, contrainte, como puede serlo la simplificaci¨®n del ceremonial inhumatorio. En todo caso s¨®lo quien ya no puede explicarlo sabe lo que quiso hacer o simbolizar al pedir ser incinerado. El poeta Alfonso Costafreda lo pidi¨® impl¨ªcitamente en unos versos. Y fieles a ello sus amigos Carlos Barral y Jaime Ferr¨¢n arrojaron las cenizas del poeta al mar Mediterr¨¢neo. Volvi¨® el poeta al mar, aqu¨ª m¨¢s manrique?o que bioqu¨ªmico, m¨¢s lugar de muerte que origen de la vida. Si es que vida y muerte son tan distintas y separables. El propio Costafreda se preguntaba en un poema "si son algo los muertos, o si la muerte es s¨®lo una inmensa palabra que comprende todo lo que no existe". La respuesta es dif¨ªcil. Nadie puede probar experimentalmente si morir es pasar de la vida a la nada o del tiempo a la eternidad. Porque tras la muerte nadie vivi¨® para contarlo.
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