Alfredo Astiz: historia de un centuri¨®n
La persona que tengo ante m¨ª y que -como los otros que me nutren para este reportaje- me pide que le respete el anonimato, ya que no los recuerdos, se explica a sabiendas de que me va a costar entenderle: "Cuando digo que Alfredo Astiz no es como le definen los peri¨®dicos no quiero significar que sea mejor. Sencillamente, es distinto. No es un torturador, en el sentido de que su misi¨®n no era conducir los interrogatorios ni aplicar la picana el¨¦ctrica, aunque seguramente alguna vez lo hizo si fue necesario. Pero es un torturador, a lo mejor el que m¨¢s, porque ¨¦l era uno de los que suministraban el material humano que luego iba a parar bajo las manos de los verdugos. Desde un punto de vista ¨¦tico, moral y de responsabilidad hist¨®rica, Astiz est¨¢ metido hasta el cuello. Sin embargo, no quiero ser injusto con ¨¦l, y si alguna, vez volvemos a encontrarnos cara a cara, pretendo que sepa que nunca le falsifiqu¨¦, que expliqu¨¦ su monstruosidad tal como era, sin simplificarla".La persona que tengo ante m¨ª es uno de los pocos super- vivientes -unos cien de entre los 5.000 secuestrados que pasaron por la t¨¦trica Escuela de Mec¨¢nica de la Armada- que hoy permanecen refugiados en Madrid. Alguien que conoc¨ªa a Astiz como quiz¨¢ s¨®lo las v¨ªctimas llegan a calar en sus verdugos.
Otro testimonio -otro superviviente- coincide:
"No es un Mart¨ªn Borman. Eso ser¨ªa demasiado f¨¢cil".
Y no es un personaje f¨¢cil, no, el teniente de nav¨ªo Alfredo Astiz No es un hombre a la manera de Pern¨ªa, alias el Rata, que antes de hincarle la picana en la carne a una mujer suplicaba: "Permiso, se?ora". Ni a la de Acosta, alias el Tigre, un dandy que se cambiaba de atuendo varias veces al d¨ªa y dispon¨ªa de distintos relojes marca Rolex para conjugar con el traje, y que entre dos torturas practicaba la navegaci¨®n a vela, y que descend¨ªa a la c¨¢mara de los horrores en ch¨¢ndal, con un whisky en una mano y un lanzagranadas en la otra, y que en plena aplicaci¨®n del suplicio hac¨ªa una pausa para explicar, en su gracioso estilo onomatop¨¦yico -"y entonces el des tructor, brrrrrrrummmm, en vez de atracar, encall¨®, plas, plum, y chim, pom"-, ocurrentes chistes mientras sus v¨ªctimas gem¨ªan de dolor. Tampoco es como Benasi el minucioso, el concienzudo, que aplicaba el martirio tan prolija mente que m¨¢s adelante fue enviado a Arabia Saud¨ª para asesorar al rey Jaleb. "Astiz era un oficial t¨ªpi co de la Marina argentina. Si su nombre trascendi¨® fue por haberse visto envuelto en asuntos inter nacionales".
Intoxicaci¨®n de titulares
Asuntos internacionales: dos monjas francesas y una s¨²bdita sueca -la suequita, como ellos la llaman- capturadas, torturadas y asesinadas. Pero luego hablaremos de eso. Ahora estamos en que hay que prescindir de la intoxicaci¨®n de titulares de peri¨®dico y notas de agencia, del Ast¨ªz pintado como un lobo sediento de sangre humana, para ce?irse a otra realidad mucho m¨¢s compleja, a otro infierno.
Para entender a quienes se refieren a Alfredo Astiz como a un enemigo distinto -y no por ello menos pavoroso- hay que empezar imaginando, si se puede, ese edificio de cuatro plantas situado en el bonaerense barrio de N¨²?ez, en la avenida del Libertador, a cuatrocientos metros escasos del estadio del R¨ªver Plate. La c¨¢mara de tortura est¨¢ en el s¨®tano; en la planta baja se encuentran las oficinas operativas y de inteligencia; en el primer piso hay cuartos vac¨ªos, en el segundo est¨¢n los dormitorios de los oficiales permanentes, y en el ¨²ltimo, la capucha, en donde se .hallan, en un ambiente, dividido por tabiques, los detenidos que no est¨¢n siendo torturados. El mundo comienza y termina -ah¨ª, hasta el punto de que los gritos.de los hinchas, que llegan amortiguados desde el estadio, parecen sonidos de ultratumba. Es como vivir en,el interior de un submarino, -es el otro lado del espejo-, la locura, quiz¨¢ tanto para los verdugos como para sus v¨ªctimas. Porque la mayor¨ªa de quienes realizan entre esos muros su oficio de muerte tienen detr¨¢s una familia destrozada.
Un mundo en el que la lectura favorita de todos es la trilog¨ªa de Larteguy Los centuriones, Los pretorianos y Los mercenarios. Un mundo en el que algunos de los secuestrados sobreviven porque precisamente han tenido alguna vez en sus manos esos libros, y para ellos es como un manual, un cat¨¢logo de lo que en la escuela van a encontrarse. Un mundo en el que el prisionero constituye la ¨²nica familia de su capturador, porque en cuanto uno ca¨ªa en las redes del Selenio -nombre de batalla del grupo operativo 3.3.3.2, de la Escuela de Mec¨¢nica de la Armada-, uno pasaba a pertenecer en cuerpo y alma al oficial que hab¨ªa dirigido la caza.
Tampoco puede entenderse la Escuela sin profundizar antes un poco en el papel de la Marina, cenicienta que ha sido a lo largo de la historia de Argentina, intentando siempre colocar presidentes en lo alto y fracasando siempre, tratando siempre de sobrepasar al Ej¨¦rcito y la aeron¨¢utica y desbordada siempre. Ese rosario de frustraciones se vio interrumpido gracias a dos factores: la toma del poder por parte de la Junta Militar en marzo de 1976 y la ambici¨®n sin l¨ªmites del entonces comandante en jefe de la Fuerza Naval, Eduardo Emilio Massera, qui¨¦n vio la ocasi¨®n de hacerse con una importante parcela de poder a cambio de convertir la Escuela, que tradicionalmente serv¨ªa para impartir ense?anza t¨¦cnica y formar como suboficiales a muchachos de extracci¨®n modesta, en el primer centro de obtenci¨®n de informaci¨®n enemiga del pa¨ªs; es decir, en el m¨¢s importante templo de la tortura, el traslado, la desaparici¨®n, el exterminio. Fue in¨²til que el Servicio de Inteligencia Naval pretendiera que la Escuela y su grupo operativo, Selenio, no se escaparan de su ¨®rbita. Massera hizo que ese instrumento de poder dependiera directamente de su voluntad, y a la Junta Militar le pareci¨® muy bien, hasta el punto de que pronto Selenio extendi¨® su radio de acci¨®n por todo el pa¨ªs y m¨¢s all¨¢ de los Oc¨¦anos, a pesar de haber nacido con el pretexto de proteger los territorios adyacentes a la Escuela.
Hoy, Massera es presidente del Partido de la Democracia Social, dispone de un ¨®rgano period¨ªstico llamado Convicci¨®n y amenaza cada dos por tres con blanquear las listas de desaparecidos, motivo por el cual ha sufrido m¨¢s de un atentado. Sin embargo, en aquel tiempo, Massera gustaba de acudir personalmente a torturar -s¨®lo de cuando en cuando, para alivio de los guardaespaldas que ten¨ªan que protegerle-, como el patrono que llega puntualmente a su f¨¢brica para dar ejemplo a los obreros.
La Marina te llama
En la Escuela se daban tres tipos de represores. Estaban los bur¨®cratas, la mayor¨ªa, un 70%, los t¨ªpicos "hago-lo-que-me-hago-porque-me-lo-ordenan", que cumpl¨ªan al pie de la letra, sin pasarse ni quedarse cortos, y que se llamaban a s¨ª mismos profesionales. Luego estaba un 20% de psic¨®patas, de esos que babean, lloriquean y jadean cuando torturan, y que pertenecen al prototipo del verdugo hollywoodiense.
Y, finalmente, apenas un 10%, uno se encontraba con los convencidos, los que actuaban en nombre de una ideolog¨ªa. Eran los peores Entre ellos se encontraba Alfredo Astiz.
Desde muy ni?o hab¨ªa querido ser oficial de la Marina: por mucho que mire atr¨¢s no recuerda haber pretendido otra cosa. Y, de alguna manera, es natural, lo lleva en la sangre. Su abuelo pose¨ªa unos astilleros. Su padre fue un marino de los de cuerpo entero, de esos que permanecen en el puente de man do infundiendo valer a sus hom bres, capaces de hundirse con el barco, a la manera de un personaje de Conrad o Stevenson. L¨¢stima que tantas virtudes navales trope zaran con la ambici¨®n de Massera que nunca le permiti¨® llegar a contralmirante. En cambio, Massera estuvo encantado de introducir a Astiz hijo en el turbio asunto de la eufem¨ªsticamente llamada lucha antirrepresiva: era una forma de pringar a la Marina tradiciona hasta el cuello en la m¨¢s s¨®rdida p¨¢gina que ha conocido la historia argentina.
Alfredo Astiz ten¨ªa 23 a?os cuando triunf¨® el golpe y era pr¨¢c ticamente igual que ahora, igual de valiente, igual de seguro, con la sonrisa inocente, el mech¨®n claro acarici¨¢ndole la frente, el cuerpo de jugador de rugby, el talante caballeroso de oficial de elite frecuentador de ni?as bien a las que no presta atenci¨®n excesiva. La primera operaci¨®n en la que el jo ven Astiz participa, antes de pertenecer a Selenio, tiene efecto poco despu¨¦s del golpe, cuando se procede a secuestrar -y podr¨ªa decirse que es un secuestro hasta cierto punto legal, teniendo en cuenta lo que vendr¨¢ despu¨¦s- a pol¨ªticos y sindicalistas que pueden oponerse al r¨¦gimen de Videla. La operaci¨®n se lleva a cabo utilizando microbuses, y Astiz se jacta de su eficacia, de que ha resultado mucho mejor que cuando el golpe de 1966, en el que, segun le han dicho, hicieron lo mismo utilizando microbuses de una sola l¨ªnea y, claro, aquello fue un desmadre.
M¨¢s adelante, a principios de 1977, Astiz llega a la Escuela de Mec¨¢nica de la Armada como uno de los oficiales rotativos que operan contra los montoneros durante per¨ªodos de tres meses y que luego son enviados a otro destino, a descansar y, sobre todo, a olvidar la sucia tarea que estuvieron desempe?ando: otro ingenioso invento de Massera para implicar a la oficialidad en la represi¨®n.
La suequita
De la desaparici¨®n de la ciudadana sueca Dagnar Hagelin -apenas diecis¨¦is a?os-, como de la de las monjas francesas, los montoneros supervivientes carecen de informaci¨®n directa, y la que tienen les viene de terceros, de m¨¦dicos o guardianes de la escuela. Parece bastante seguro, sin embargo, que Alfredo Astiz particip¨® en la operaci¨®n de captura como uno m¨¢s entre la treintena de oficiales que siti¨® la casa a la que ella acudi¨®, aunque resulta bastante probable que la bala que se aloj¨® en su cabeza perteneciera a la escopeta que el joven Astiz -alias el Rubito- sol¨ªa utilizar en este tipo de operaciones. El disparo roz¨® el cerebro de Dagmar y la dejo hemipl¨¦jica, sin control de esfinteres. Luego la llevaron a la escuela, la torturaron y, finalmente, la mataron.
En aquel tiempo, la orden de eliminaci¨®n ten¨ªa que proceder de Acosta, el jefe m¨¢ximo del grupo: Astiz todav¨ªa era un reci¨¦n llegado. Uno y otro hab¨ªan cometido un dram¨¢tico error, porque Dagmar no era la montonera que buscaban. Pero cuando pensaron en devolverla, en vista del esc¨¢ndalo internacional que la Embajada sueca estaba organizando, consideraron que la muchacha estaba impresentable. La suprimieron.
"Qu¨¦ han hecho con "el Rubito"?
La operaci¨®n m¨¢s brillante en que Astiz particip¨®, aquella por la que m¨¢s tarde se har¨ªa, como suele decirse, tristemente famoso, fue su infiltraci¨®n en el movimientao de las Madres de la Plaza de Mayo. Se le puede imaginar f¨¢cilmente: joven, rubio, guapo, simp¨¢tico, tierno, el hijo con el que todas aquellas mujeres desangradas pod¨ªan identificarle. Aparecio en la plaza de Mayo fingi¨¦ndose hermano de un estudiante desaparecido. En esa misma ocasi¨®n la polic¨ªa -una h¨¢bil maniobra- carga sobre las madres, ¨¦l trata de defenderlas a golpes, las madres se conmueven, se arrojan sobre los agresores, le rescatan. Y a partir de ese momento, Alfredo Astiz se convierte, para ellas, en el Rubito, alguien a quien proteger y adoptar, alguien que les protege a su vez. Le introducen en la comisi¨®n, y ¨¦l y una montonera detenida en la escuela que m¨¢s tarde se une a ¨¦l en la infiltraci¨®n, fingi¨¦ndose hermana suya -hoy, vive en Madrid y afirma que fue obligada a ejecutar ese trabajo-, consiguen asistir a diversas reuniones. El d¨ªa en que se produce la recaudaci¨®n de fondos, cuando las dos monjitas francesas, Alice Domont y Leonie Duguet, acuden a la modesta colecta que han obtenido por su parte, los de Selenio caen sobre ellas. Son capturadas las dos religiosas y trece madres, y tambi¨¦n el Rubito y la Rubita, pero a estos se les deja en libertad inmediatamente, aunque sus v¨ªctimas lo ignorar¨¢n siempre.
"?Donde est¨¢ el Rubito?, ?qu¨¦ han hecho con ¨¦l", dicen que preguntaban las monjas en su celda, encapuchadas y con grilletes en tobillos y mu?ecas. Y dicen tambi¨¦n que nadie se atrev¨ª¨® a contarles la verdad.
No se sabe si Astiz las tortur¨®. En todo caso, ?qu¨¦ importa eso? Las trece madres y las dos religiosas fueron tambi¨¦n brutalmente suprimidas. La orden debi¨® partir nuevamente de Acosta, el tigre, el jefe, que en ese rriomento se encontraba en Puerto Belgrano, visitando a su mujer y a su prole -se vanagloriaba de haber ense?ado a disparar a su hijo, de diez a?os, con una pistola del, 45-, y que habl¨® por tel¨¦fono con Astiz cuando se enter¨® de la captura. Pero no cabe exculpar a Astiz, que en ese momento no era ya un reci¨¦n llegado, sino un oficial con mucho prestigio en la escuela y que adem¨¢s, seg¨²n la norma imperante all¨ª dentro, era due?o y se?or de sus detenidas.
El ocaso del guerrero
Dicen que Alfredo Astiz, a veces, reflexionaba en voz alta sobre el futuro. "Si la Marina me larga por lo que he hecho aqu¨ª, ?a qu¨¦ me voy a dedicar, Claro que", se animaba, "tengo iina buena capacidad t¨¦cnica, soy hombre rana, paracaidista, experto en explosivos, s¨¦ hacer muchas cosas... Podr¨ªa irme a un pa¨ªs africano como mercenario". Luego, de repente, renac¨ªa su confianza: "No, el Anna no me abandonar¨¢".
Y no le abandon¨®. Le dio finalmente, como premio, la guerra con la que hab¨ªa so?ado desde que era peque?o. Despu¨¦s de haber combatido en esa otra guerra rastrera contra madres y monjas, despu¨¦s de haber asesinado concienzudamente, el teniente de nav¨ªo Alfredo Astiz pudo finalmente combatir contra verdaderos destructores, contra ca?ones aut¨¦nticos y soldados entrenados como ¨¦l para la muerte.
Y entonces se rindi¨®. De acuerdo con su l¨®gica marcial, hubiera tenido que pegarse un tiro: pero ah¨ª le fall¨® el personaje. Por eso, ahora, quienes le recuerdan, dicen que es un monstruo con fisuras. Un monstruo con los pies de barro.
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