El loco y el jurado
DURANTE MUCHO tiempo, el viajero que llegaba a los Estados Unidos ten¨ªa la obligaci¨®n de firmar una declaraci¨®n jurada asegurando que no ten¨ªa intenci¨®n de matar al presidente. El objeto de este absurdo tr¨¢mite era perseguir por perjurio a quien, violando su compromiso escrito, tratara precisamente de hacer eso: asesinar al presidente. Pero en realidad, Estados Unidos nunca necesit¨® importar extranjeros para liquidar a la m¨¢xima autoridad de la naci¨®n. Los varios presidentes norteamericanos asesinados a lo largo de la historia lo fueron siempre a manos de sus compatriotas.Entre las razones que un magnicida puede alegar para justificar su crimen, probablemente la m¨¢s desatinada sea la esgrimida por John Hinckley, quien declar¨® su prop¨®sito de mostrar con este atentado su amor por una mujer lejana, fr¨ªa e inasequible. Es comprensible que se pueda aceptar la tesis de la demencia en este caso: el jurado -compuesto por personas de color, con la excepci¨®n de un blanco; todos hombres, menos dos mujeres concluy¨® que el autor del atentado contra el presidente Reagan estaba loco y era, por tanto, inocente. El veredicto no es tan suave como parece: Hinckley est¨¢ ya en un manicomio donde los expertos deben determinar su peligrosidad. y, en consecuencia, su capacidad de reintegrar se o no a la sociedad. En ese mismo manicomio estuvo internado Ezra Pound, el gran poeta admirador del Duce que se hizo fascista y actu¨® como tal durante la guerra. Por no condenar a la c¨¢rcel por traidor a una gloria nacional, Pound fue declarado oficialmente loco y permaneci¨® encerrado durante trece a?os en el manicomio, con lo cual Estados Unidos se apunt¨® el dudoso honor de adelantarse al sistema sovi¨¦tico de encerrar como dementes a los disidentes pol¨ªticos.
Estos antecedentes dan pie para pensar que una declaraci¨®n legal de locura puede llegar a ocultar, para bien o para mal, razones de otro orden, sobre todo en una ¨¦poca en la que no se sabe a ciencia cierta cu¨¢l es la frontera entre la normalidad y la demencia. Si los miembros del jurado de Washington hubiesen sido coherentes con sus planteamientos, quiz¨¢ hubieran dudado tambi¨¦n de la cordura de uno de los peritos psiquiatras, quien explic¨® que Hinckley ten¨ªa "una personalidad narcisista, com¨²n entre actores, atletas y otras gentes p¨²blicas, indiferentes a los sentimientos de los dem¨¢s".
El dictamen del jurado, en cualquier caso, no ha tenido una acogida demasiado buena en la sociedad norteamericana. Algunas circunstancias en torno al caso contribuyen a la impopularidad del fallo: entre otras, la riqueza familiar del encausado, el servicio del abogado m¨¢s caro del mundo y las relaciones pol¨ªticas del acusado. Sin embargo, es la sociedad la que ha hablado por boca de los jurados, y el veredicto parece corresponder a la generalmente perdida virtud del sentido com¨²n. Aunque ser¨ªa injusto negar a los magistrados la posibilidad de disponer tambi¨¦n de esa escasa virtud, no faltan quienes opinan que la visi¨®n excesivamente profesional de los jueces, demasiado influida por el medio social en el que se han educado y formado, puede sesgar en ocasiones el resultado de un fallo, que ser¨ªa otro muy distinto si el veredicto correspondiese a un jurado. No es casualidad que sean precisamente los pa¨ªses latinos y los ¨¢rabes -sin hablar de aquellos en los que se mezclan las dos tradiciones- los que mantengan con mayor rigidez la tradici¨®n de la justicia de autoridad, mientras los sajones siguen prefiriendo la busca del sentido com¨²n de un grupo elegido al azar dentro de la sociedad. Para unos magistrados cuya profesi¨®n es hacer justicia, la apreciaci¨®n de la locura de John Hinckley podr¨ªa haber sido una decisi¨®n demasiado dura y peligrosa, que hubiera entrado tal vez en. contradicci¨®n con otros fallos anteriores o que hipotecar¨ªa futuras sentencias. Pero los miembros de un jurado, elegidos al azar y examinados despu¨¦s cuidadosamente por la defensa y por la acusaci¨®n, se encuentran juntos una sola vez en su vida y se separan para siempre despu¨¦s del veredicto. Sin duda, pueden incurrir en equivocaciones, aunque los errores judiciales tambi¨¦n se alimentan de la jurisprudencia de los magistrados permanentes. Pero los jurados ofrecen la garant¨ªa de una sensibilidad m¨¢s abierta a los llamamientos del sentido com¨²n y menos dominada por los prejuicios de una profesi¨®n endurecida por la reiteraci¨®n diaria del enjuiciamiento y condena de los comportamientos ajenos.
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