Rolling del amor hermoso
Sab¨ªa que estos se?ores tra¨ªan consigo unos gorilas de cien kilos en canal, debidamente amaestrados, que en cierta ocasi¨®n aplastaron con un bate de b¨¦isbol el cr¨¢neo de un muchacho hasta rematarlo ante las c¨¢maras. Eso la ten¨ªa muy excitada. Pensaba que la podr¨ªan violar contra una valla, que la manada de b¨²falos har¨ªa sobre ella una ceremonia ritual, y entonces el collar de perlas maj¨®rica, el camafeo de marfil y los pendientes de oro, arrancados a dentelladas, rodar¨ªan por la grada y ser¨ªan aplastados por un reba?o calzado con botas de baloncesto. A¨²n as¨ª, aquella madre de familia numerosa, que tiene ya dos hijos colocados en la Administraci¨®n del Estado, y el marido subsecretario, no quer¨ªa perderse el espect¨¢culo de los Rolling Stones. Hab¨ªa o¨ªdo hablar de esas estampidas animales que se producen en los conciertos de rock. De pronto, se desprende una avalancha desde el segundo anfiteatro y caen mil fan¨¢ticos sobre tu h¨ªgado. O la polic¨ªa se siente atacada por el mal de ojo de alg¨²n melenudo, comienza a cargar contra todo lo que se mueve y en un momento ya est¨¢s bajo los cascos de la caballer¨ªa. O tambi¨¦n puede pasar que llegue un drogado, te abra el vientre con un cuchillo de cocina y ofrezca tus menudillos a su dios. Ella opt¨® por dejarse los aderezos de oro en el joyero y se visti¨® con unos trapos de Ibiza.En los altos despachos de los ministerios, en las dulces salas de estar del barrio Salamanca, en los roperos parroquiales, en los probadores de las boutiques de Serrano, en el t¨¦ de Embassy, no se hablaba de otra cosa. Iban a llegar a Madrid los Rolling Stones. Eso no hab¨ªa que perd¨¦rselo. Algunas damas ilustres decidieron engarzarse una pluma de pato en la oreja; aquel director general pens¨® en llevar una mejilla traspasada con un imperdible, y el notario le pidi¨® a su hijo los vaqueros cortados, los garfios, brazaletes, colmillos de jabal¨ª, calcetines de lana, zapatillas de deporte y el chaleco con chinchetas. Ciertos modistos de alta costura hab¨ªan trabajado hasta el amanecer hilando prendas desenfadadas, que no desentonaran demasiado en medio de la chusma; algo c¨®modo, ya sabes, suelto de sisa, con un nudo aqu¨ª, que te deje libre el solomillo. Detr¨¢s de las largas mesas de nogal, en los consejos de administraci¨®n, despu¨¦s de hablar un rato de lignitos, saldos de cuentas, reservas de capital y cr¨¦ditos bancarios, tambi¨¦n hubo alg¨²n consejero delegado que sac¨® el librillo de papel Abadie y se puso a calentar la china con el Dupont de oro macizo.
-Han llegado los Rolling. ?Le apetece a usted un canuto?
-Bueno.
-?El se?or presidente va a ir al concierto?
-No lo dude. ?C¨®mo se fuma este chisme?
-D¨¦ usted una calada lenta, se?or presidente.
Ah.
-Ahora retenga el humo en los pulmones lo m¨¢s posible. Es el rito. Tiene que ser todo muy suave. Despu¨¦s pase la colilla al primer vocal.
-Esto sabe a aquel cuarter¨®n de entreguerras.
-?C¨®mo ve la crisis?
-Oh, muy interesante. Son buenos chicos estos Rolling.
Cuando los Rolling comenzaron a agitar la pelvis hace veinte a?os, los que hoy son jefes de negociado, registradores de la propiedad, diputados, ejecutivos, subsecretarios, consejeros delegados, presidentes de consorcio y madres de familia numerosa bailaban con la panda en la veranda del chal¨¦ en la sierra, descubr¨ªan los primeros desnudos en las calas, asaban sardinas de madrugada en la playa despu¨¦s de la juerga, iban en motocicletas por Moncloa con una paname?a en el portaequipajes o preparaban oposiciones en babuchas, con la pretina del pantal¨®n desabrochada, memorizando un tema de Derecho Civil por el pasillo, mientras el rock de estos muchachos llenaba ,el patio interior desde el tocadiscos de aquella vecina de los leotardos, que hac¨ªa yoga en el alf¨¦izar de la ventana y se pon¨ªa cabeza abajo, colgada de las corvas en la cuerda del tendedero, como una pieza m¨¢s de la colada. Pero el otro d¨ªa no s¨®lo hab¨ªa un frenes¨ª entre subsecretarios por ver a los Rolling. Aparte de la nostalgia cuarentona de recuperar el sonido de aquel patio de la casa de hu¨¦spedes, corr¨ªa por la ciudad una furia desatada, un ajetreo de entradas, llamadas de tel¨¦fono y grititos de histeria entre el personal con varices, que lleg¨® hasta la sacrist¨ªa de San Gin¨¦s, y las se?oras que meriendan a media tarde pasteles de fresa en la cafeter¨ªa California tambi¨¦n se dieron un toque rebelde en el mo?o y se fueron para all¨¢. Lo peor eran las avalanchas, porque estos j¨®venes de hoy, con eso de las drogas, se pueden convertir en unas fieras.
Hac¨ªa un calor inmisericorde y parec¨ªa que llevabas un par de huevos fritos en el pescuezo. Produc¨ªa cierta sorpresa no encontrar de camino un poblado de negros, una plantaci¨®n de cocoteros, manig¨¹as y cafetales; aunque, bien mirado, el fuego que ca¨ªa no era tropical, sino de desierto, cosa de camellos bajo un h¨¢lito de siroco. Y, en efecto, hab¨ªa camellos alrededor del estadio, pero no muchos m¨¢s que en la puerta de cualquier instituto de segunda ense?anza. Por otra parte, la clientela era la misma. A las cinco de la tarde, grandes bandadas de j¨®venes con chalecos de m¨²sculo, chicas con merienda en la tartera, con gorros, pegatinas, biquinis, botellones de pl¨¢stico, pantalones cortos, escarapelas de colores, los poros abiertos sudando pasta solar, iban con la sotabarba levantada sobre el cogote de enfrente por el asfalto reblandecido en direcci¨®n al punto de la romer¨ªa, y el caldo del Manzanares herv¨ªa los mosquitos en un ba?o podrido bajo las pasarelas, repletas de cofrades sin camisa entre ambulancias, cordones de polic¨ªa con metralleta y gorilas con garrota. Mi reino por una coca-cola familiar. Ese era el deseo m¨¢s morboso y secreto del reba?o dentro de la olla. Nada de marihuana, ni coca¨ªna, ni hero¨ªna -quita, quita-, sino agua de la fuente, aunque fuera de la cisterna del lavabo, bomb¨®n helado, refrescos de naranja y lim¨®n, caramelos de menta y pipas de girasol para escupir contra la nuca de abajo; algo fresco que echarse por la espalda, todo, m¨¢s inocente que un cubo, que ese mismo cubo que los terribles guardaespaldas, con una sonrisa de amor, arrojaban sobre la multitud agostada. Era la ¨²nica droga que hab¨ªa all¨ª frente al tinglado del escenario, un andamio de tubos como los que levanta la empresa Mundus para revocar fachadas, por donde trepaban criados anglosajones colgando telones ingenuos con dibujos de instrumentos musicales de juguete y haces de globos para soltarlos en el instante del n¨²mero bomba. Pero el estadio comenzaba a abarrotarse con la mejor carne mortal de Madrid. Y eso era un espect¨¢culo realmente hermoso.
Los Rolling traen las guitarras afinadas por la NASA, los micr¨®fonos sensibles como glandes electr¨®nizos, altavoces que son t¨²mulos infernales, cables para un viaje espacial y la mitolog¨ªa de aquella d¨¦cada prodigiosa, cuando estos, bestias ense?aban el culo en el suburbano, hac¨ªan el amor en las aceras y se descoyuntaban vertiendo alaridos de sexo y droga en la pechuga de la burgues¨ªa. La multinacional del ruido sincopado ahora los ha convertido en pienso compuesto, aunque por encima de los rayos l¨¢ser est¨¢ ese acontecimiento de la naturaleza que forma todav¨ªa el p¨²blico. Ver un estadio lleno de j¨®venes, las gradas rebozadas de cuerpos el¨¢sticos, el c¨¦sped hirviendo de brazos bajo las descargas de m¨²sica, que te machacan el cerebelo con sucesivos martillazos y una adorable pubertad de treinta a?os que quiere subir a la estratosfera a bordo de un grito desaforado es un espect¨¢culo muy intestinal. Vale 2.000 pesetas.
Pero no hab¨ªa llegado la hora y aquello era simplemente una fiesta social -mitad concentraci¨®n mariana, mitad romer¨ªa del bollo- que se coc¨ªa a fuego lento, y un olor de carne chamuscada se extasiaba en las vallas, en las tribunas, en los anfiteatros. Hab¨ªa que hacer algo duro para entretener a tanta gente. Parece ser que el cerebro electr¨®nico, regido desde la casa madre en Nueva York, ten¨ªa una buena idea. Bip. Bip. Bip. Soltad globos y que los ni?os jueguen.
-Oh, mira, qu¨¦ maravilla.
-Son globos.
-S¨ª, son globos de verdad.
-Es fant¨¢stico.
Una docena de globos king size flotaba sobre las cabezas, y la felicidad herb¨®rea, con un candor de parque infantil, comenz¨® a extenderse por todo el recinto. En seguida lleg¨® el n¨²mero de la manguera. Unos tipos cuadrados, como levantadores de pesas, regaban a los ne¨®fitos por encima del foso de cocodrilos que separa del escenario el testo del barullo. Y ellos cantaban: que llueva, que llueva, la Virgen de la Cueva. Angelitos m¨ªos. Eso pensaba aquella madre de familia numerosa en el asiento de grada, con el traje ibicenco empapado de sudor y coca-cola. Para ella era muy sorprendente que todav¨ªa no hubieran matado a nadie. Ten¨ªa entendido que en esta clase de actos siempre se produc¨ªa una ceremonia ritual. Lo hab¨ªa le¨ªdo en alguna revista. Un barbudo con dos brasas en los ojos, rodeado por los compinches de comuna, cog¨ªa a una ni?a rubia y la sacrificaba con siete navajazos a cualquier divinidad oriental. Eso todav¨ªa no hab¨ªa pasado. A su espalda se o¨ªan voces de bomb¨®n helado, chicles, caramelos. La gente se echaba agua bendita. Entonces la mujer encontr¨® all¨ª a una amiga del ropero.
-Cuqui, cielo.
-Hija, ?qu¨¦ haces aqu¨ª?
-Ya ves. Roberto est¨¢ en el palco con la ministra. Me ha tra¨ªdo el mec¨¢nico. ?Con qui¨¦n has venido?
-Con los hijos. Los he perdido por ah¨ª. Lo mismo est¨¢n fumando porros, los muy tunantes.
-Hija, qu¨¦ cosas dices.
-Hoy, ya sabes.
-Tampoco te pongas as¨ª.
A veces llegaba un ramalazo de marihuana. La fumaba un se?or con barba de Lanza del Vasto y pinta de soci¨®logo de San Diego, de California. Cuando en esto comenzaron a tocar los teloneros y la cacerola se puso a hervir. Estaban muy bien. Parec¨ªan gatos rabiosos. Y sin darse cuenta, la madre de familia numerosa se sorprendi¨® a s¨ª misma agitando la patita. Marcha, mucha marcha. A su lado bailaba una espl¨¦ndida muchacha con biquini y botas rojas. Algunos chicos percut¨ªan guitarras imaginarias contra el vientre y torc¨ªan el cuello como si el muelle de la cervical les hubiera saltado en pedazos. El p¨²blico agitaba los brazos y gritaba a su aire o se mord¨ªa la lengua de gusto.
-Es bonito.
-S¨ª.
-Y no parece peligroso.
-No.
-Lo que pasa es que a estos ni?os les sobran muchas hormonas. En algo se tienen que desfogar.
-Dicen que lo peor viene despu¨¦s.
-?Ah, s¨ª?
-A la salida. T¨² ponte al lado de un guardia por si acaso.
All¨ª hab¨ªa un guardia marcando el ritmo con la bota, y la metralleta le trepidaba en el antebrazo; eso quiere decir que la m¨²sica lo envolv¨ªa todo en aquel momento: las botas de los maderos, el relincho de los caballos, los camilleros de la Cruz Roja, los conductores de las ambulancias, 100.000 cuerpos en plenitud de facultades, que hac¨ªan vibrar la musculatura con chispas en los cart¨ªlagos, De otra forma, en las concentraciones de F¨¢tima sucede lo mismo. All¨ª un gent¨ªo lleno de fervor canta: "El 13 de mayo, la Virgen Mar¨ªa, baj¨® de los cielos, a Cova de Ir¨ªa". Y enciende su velita, llora, pide la salvaci¨®n se hace un exorcismo pataleando sobre su alma. Tal como van las cosas, alg¨²n d¨ªa llegar¨¢ el rock a la explanada de las bas¨ªlicas Los profesores de filosof¨ªa afirman que esta m¨²sica es sedante y liberadora, una purga que te echa los diablos del vientre. Dentro de poco vendr¨¢n los sacerdotes y, despu¨¦s del concierto, dar¨¢n la comuni¨®n.
Ahora los teloneros han callado. La multitud parece relajada con la primera embes Pasa a la p¨¢gina 12
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tida. Todo el mundo vuelve a pastar bomb¨®n helado, chicle y caramelos de menta; se abreva con coca-cola y pide agua como en las rogativas. Los h¨¦roes tardar¨¢n otra hora en llegar, mientras los criados anglosajones arreglan andamios, tiran cables, martillean las tarimas, asientan los aparatos y prueban los micr¨®fonos. Todo en regla. ?Qui¨¦n manda aqu¨ª? Por lo visto, aqu¨ª todav¨ªa manda Dios, que puede convertirse en el mejor bater¨ªa del universo cuando le da la gana. Porque las cosas estaban as¨ª en aquel instante supremo. El estadio aparec¨ªa crepitando bajo el bochorno, hab¨ªa moscas cojoneras por doquier y ol¨ªa a humedad el¨¦ctrica. Desde la casa madre de Nueva York, el ordenador IBM dio la se?al. Bip. Bip. Bip. Arriba el periscopio. Ya puede salir ese muchacho. Pero a Dios tambi¨¦n le divierte ser un rockero duro y empez¨® por su cuenta a tocar el bombo all¨¢ arriba. De pronto, los cielos se abrieron; los efectos especiales, con centellas encabritadas y truenos que no los mejora la casa de discos RCA, pusieron aquello en estado de coma, y entonces, bajo la tormenta, se apareci¨® Mick Jagger, quebrando su raspa de arenque. Centenares de globos fueron liberados del nudo, y el fiero chaparr¨®n de julio se mezcl¨® con esos productos de verbena, y aquel dios de cincuenta kilos, de 38 a?os, vestido de toldo playero, con un guante de boxeo ah¨ª, en las partes, se entreg¨® como alimento a la multitud. Fue el alarido de un gol, que dur¨® dos horas exactas. Y el h¨¦roe de todos hac¨ªa en la pasarela, sobre el foso de cocodrilos, una tabla de gimnasia, un poco loca si se quiere, pero no lo suficiente para que se oyera por el altavoz ning¨²n crujido de huesos.
-Parece simp¨¢tico.
-Lo es.
-Yo lo imaginaba m¨¢s grande. -Qu¨¦ va.
-Y mucho m¨¢s burro.
-No est¨¢ mal.
La madre de familia numerosa sinti¨® cierta malvada decepci¨®n al comprobar que el tiempo pasaba y all¨ª no suced¨ªa nada que no estuviera previsto, reglamentado y revisado en consigna. No dejaba de reconocer que el espect¨¢culo ten¨ªa una belleza moderna, sobre todo cuando el estadio agitaba la tupida plantaci¨®n de brazos, que los focos iluminaban al sesgo, y 100.000 gargantas gritaban aterradoramente los deseos subconscientes de la tribu. Incluso lleg¨® a emocionarse con el n¨²mero de las cerillas. Aquello le recordaba la procesi¨®n de Lourdes, aquella vez que fue all¨ª a cumplir una promesa y de regreso, por Andorra, se trajo una vajilla de duralex. Sin duda, esta generaci¨®n era m¨¢s sana. Eso tambi¨¦n lo hab¨ªa o¨ªdo decir a un psiquiatra sobrino suyo. Ella se mor¨ªa de ganas por ver a un drogadicto de cerca.
-?En qu¨¦ se nota?
-No s¨¦. En los ojos.
-?C¨®mo?
-Los llevan colorados, como en los catarros.
-Yo no veo nada.
En el palco estaba la ministra de Cultura con otros probostes del ramo de la cultura; la mujer del presidente del Gobierno, rodeada de gente con corbata y pasador de platino. Un friso de metralletas guardaba el cercado, y all¨¢ abajo cantaba un se?or rebelde con cien millones de d¨®lares en el ri?¨®n, y toda la juventud de Madrid era leg¨ªtimamente feliz aquella noche, entre saltos, brazadas y ca?onazos guturales, con el mito recuperado a un tiro de piedra.
No hubo muertos, heridos ni ceremonias rituales que no vinieran en el programa de mano.
Mick Jagger, en la ¨²ltima canci¨®n, sali¨® disfrazado de tabacalera espa?ola o de puerta de estanco y cant¨® Satisfacci¨®n con gritos de ?viva Espa?a! y besitos, mu¨¢, mu¨¢, a los suyos. Despu¨¦s hubo un castillo de fuegos artificiales -la cuarta parte que en una verbena de barriada-, m¨¢s globos, m¨²sica de Wagner, entre tronadores y alaridos de todo el mundo es bueno. Pero la fiesta la pon¨ªa el p¨²blico.
Llega un momento en que la multitud produce un salto cualitativo y, entonces, la electricidad que emana de 100.000 cuerpos j¨®venes crea una carga magn¨¦tica, y dentro de ella vale todo, un globo, dos globos, tres globos, un cohete, un mechero encendido, un bote, dos botes, tres botes, carroza el que no vote a Mick Jagger for president. La madre de familia numerosa estaba radiante.
Hab¨ªa asistido a un concierto de los Rolling, se sent¨ªa m¨¢s joven, quer¨ªa hacer el amor con todos los muchachos del mundo.
-?Te ha gustado?
-Oh, es incre¨ªble.
-Son buenos.
-Adorables.
La multitud iba abandonando las gradas,
ocup¨® las pasarelas con orden, se vaci¨® por las calzadas con la cabeza baja; y, entonces, pas¨® la sirena de la Polic¨ªa y el coche que llevaba a la ministra de Cultura Soledad Becerril dentro.
Por la ventanilla, ella bendec¨ªa a buenos rockeros, que duermen mucho.
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