Ojos de segunda enmienda
Sus ojos eran lo mejor que ten¨ªa. Resultaba dif¨ªcil no confiar en alguien que miraba as¨ª: dos puntales color gris acero que parec¨ªan emanar directamente del segundo art¨ªculo de la Constituci¨®n, aquel seg¨²n el cual ning¨²n ciudadano americano puede declarar contra si mismo. Hab¨ªa en ¨¦l tambi¨¦n, sin embargo, una profunda y definitiva desconfianza. Y ese no querer creer, a pesar suyo, a pesar de los ojos sin nubes, se traduc¨ªa en la forma en que se balanceaba de cintura hacia abajo: precavido, arqueado de piernas, no a la manera del vaquero rudo y avasallador, violador de territorios, sino un poco como quien teme que el suelo se agriete bajo sus zapatos. Era un hombre que quer¨ªa confiar, que viv¨ªa como si la ley y el orden, la bondad y la justicia fuesen los cuatro puntos cardinales. Present¨ªa el caos, pero se negaba a admitirlo, como no quiso saber, durante tantos a?os. que la segunda enmienda era papel mojado, que USA estornudaba napalm y que los hijos de los chicanos nacen en vertederos en el lado oscuro de la frontera.Parec¨ªa tranquilo, y sab¨ªa transmitir esa tranquilidad al espectador. Vi¨¦ndole, no te cab¨ªa duda de que las tretas demon¨ªacas de Jezabel no podr¨ªan socavar su bondad b¨¢sica, ni de que el zumo amargo de Las uvas de la ira acabar¨ªa por regar los surcos californianos, arrancando el fruto de la solidaridad entre los hombres. Pod¨ªa sufrir el asedio de la m¨¢s dolorosa p¨¦rdida de identidad -Falso culpable, Hitchcock-, pero ah¨ª estaba, al final, entero y sereno, dispuesto a seguir arrimando el hombro.
El sue?o americano
M¨¢s que el James Stewart o el Gary Cooper de Frank Capra, con su mon¨®tono y almibarado canto a Norteam¨¦rica, Henry Fonda represent¨® -y fue as¨ª porque nosotros quisimos que as¨ª fuera-, los Estados Unidos que hubi¨¦ramos querido amar: un chico que lucha por la justicia all¨¢ donde su presencia es necesaria, una muchacha que le espera leyendo sus cartas bajo el porche solitario, una madre que vela sobre chicos y grandes mientras prepara un pastel de manzanas. Una bandera cuyas estrellas no est¨¢n te?idas de sangre, cuyas barras no golpean hasta matar. Una Norteam¨¦rica situada lejos de Little Big Horn, lejos de Vietnam, lejos incluso de Torrej¨®n de Ardoz.
El tiempo fue empa?ando su mirada de segunda enmienda, y la historia de su pa¨ªs oblig¨® a este viejo liberal a convertirse en un desolado testigo. Ya no hab¨ªa cazadores de brujas contra los que luchar: el pa¨ªs entero herv¨ªa de sapos. Sus dos hijos le salieron rebeldes, y ¨¦l, al principio, no les entendi¨®, sin saber que poco hab¨ªa que entender, que esa supuesta contestaci¨®n acabar¨ªa bendiciendo el genocidio palestino -en el caso de Jane- y mostrando la m¨¢s absoluta falta de talento, en el de Peter.
Lo primero que le fall¨® fue el coraz¨®n, pero as¨ª y todo, con el centro de su ser apuntalado, quiso continuar haciendo lo ¨²nico que pod¨ªa: mentir con la maestr¨ªa de los m¨¢s grandes, de aquellos que, crey¨¦ndolo o no, hicieron del sue?o americano una bella y abominable pesadilla com¨²n a todos nosotros.
Babelia
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