C¨®cteles criollos
La palabra inglesa cockail ya ha sido castellanizada e incorporada a los diccionarios. Adem¨¢s est¨¢ consagrada por un uso ampl¨ªsimo y antiguo. En sus or¨ªgenes anglosajones significaba un caballo de raza mezclada. As¨ª se comprende muy bien la derivaci¨®n que tuvo la palabra, al aludir a las mezclas de licores puros. El c¨®ctel, en consecuencia, desde su etimolog¨ªa, es una bebida mestiza. No tiene nada de extra?o entonces que los americanos, los del Norte y los del Sur, seamos fecund¨ªsimos inventores de c¨®cteles o cocktails, desde el old fashion y el daiquiri hasta el pisco sour, que hace tiempo he chilenizado y peruanizado por mi propia cuenta y escrito pisco sauer. Hasta me han reprochado la abundancia y la euforia excesivas con que se consume este brebaje en algunas de mis novelas. Supongo que es un reproche moral, no una cr¨ªtica literaria.Jos¨¦ Donoso, que est¨¢ contento con la devaluaci¨®n del peso, dice que ahora, con la subida inevitable del whisky, volveremos a la ¨¦poca dorada de los c¨®cteles criollos. Habla con nostalgia de los dry martinis, de los side car, de los Chilean Manhaltan, de los Tom Collins y de otros nombres que olvido, cuyas denominaciones criollas, como advertir¨¢ el lector, muestran un poco de hilacha angl¨®fila. Le hablo del pichuncho y del p¨ªsqu¨ªn, una mezcla de pisco y de ginger ale que se descubri¨® en mi juventud, y hace muecas de gran repugnancia. A m¨ª no me parec¨ªan tan repulsivos. Eran tragos que se tomaban en el bar subterr¨¢neo del Nuria o en el Capri, en el Santiago de 1950, en la cercan¨ªa o en la compa?¨ªa de algunos desaparecidos legendarios: Gabriel Amun¨¢tegui, profesor ilustre de una disciplina en v¨ªas de extinci¨®n: el derecho constitucional; Mario Rivas, periodista incisivo y odiado que se proteg¨ªa gracias a un bast¨®n con estoque; Luis Oyarz¨²n Pe?a, poeta, profesor de est¨¦tica, erudito en plantas aut¨®ctonas y en valles escondidos; Tito Mundt, que era capaz de escribir media docena de cr¨®nicas sobre cualquier tema en una tarde... Figuras estragadas del tiempo de los viejos c¨®cteles, del tiempo de los pichunchos y de la democracia parlamentaria.
En Cuba, en el bar del hotel Habana Riviera, a comienzos de la d¨¦cada de los setenta, descubr¨ª que los c¨®cteles tambi¨¦n resultaban alusivos al mundo antiguo, al mundo en ese caso de antes de la revoluci¨®n. "Prima della revoluzione", para citar a Talleyrand y a Bertolucci. Heberto Padilla y sus amigos, limitados por la libreta de racionamiento, en esos d¨ªas dif¨ªciles, a una cerveza semanal, beb¨ªan. los daiquiris y los mojitos del Habana Riviera en medio de exclamaciones de un entusiasmo escandaloso. Si se mencionaba el ron con cocacola, esa "Cuba libre" que hab¨ªamos descubierto en los escarceos de la adolescencia, el solo nombre adquir¨ªa toda clase de ecos y connotaciones subversivas. Los alegres contertulios miraban por encima de los hombros, repentinamente alarmados. Nunca he conocido un ambiente donde las palabras adquirieran mejor toda su carga explosiva de sentido. Eran atm¨®sferas cargadas de electricidad sem¨¢ntica, anunciadora de tempestades aparatosas y peligrosas.
En todo aquello interven¨ªa, por lo menos para m¨ª desde mi punto de vista personal, un ingrediente de catolicismo hisp¨¢nico. El pecado pol¨ªtico resultaba reforzado por las prohibiciones ortodoxas del licor, de la gula o del sexo. La alegr¨ªa del tr¨®pico -pod¨ªa convertirse en relajaci¨®n pecaminosa, reaccionaria. Y dentro de esa alegr¨ªa, los c¨®cteles criollos, las mezclas mestiza y adem¨¢s, por extensi¨®n, los c¨®cteles de palabras inconvenientes: el lenguaje barroco de Paradiso, el de Severo Sarduy, el de Cabrera Infante.
De regreso de esa experiencia, Carlos Franqui me dijo un d¨ªa en Europa que la calidad del ron y la del tabaco, en la econom¨ªa revolucionaria, hab¨ªan deca¨ªdo en
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forma irremediable. Observaci¨®n subversiva, sin duda, pero no puedo dar testimonio fehaciente respecto a su veracidad objetiva. Puedo demostrar, en cambio, que en la aplastante sociedad de consumo del Chile de ahora, el whisky se ha transformado en una caricatura de sus pasados esplendores. Sospecho que los nobles clanes escoceses de Buchanan, Ballantine y Dewar han traicionado sus principios. El mercado lo domina todo y destruye de paso las cabezas y los h¨ªgados mejores de cada generaci¨®n. Jos¨¦ Donoso funda sus esperanzas en el retorno de los viejos c¨®cteles. Por mi parte, no me hago ilusiones. El pisco de ahora es un licor aguachento, desva¨ªdo, mal protegido por las hojas de parra de sus etiquetas mentirosas, que exageran su pureza y su graduaci¨®n alcoh¨®lica con el mayor descaro. Para conseguir un pisco sauer como los de La Bah¨ªa del a?o cincuenta, en este Santiago de 1982, hay que salir a las calles con la linterna de Di¨®genes. Lo que sucede es que Donoso, cuyas ficciones -dentro de nuestro modelo econ¨®mico- son exportaciones no tradicionales, pasa, despu¨¦s de la ca¨ªda del peso, por una etapa de excesivo optimismo. Como los fruteros y los papeleros.
Un preparador imaginativo de c¨®cteles, pese a que se limitaba a probarlos y optaba siempre al final por el whisky de Escocia, fue Pablo Neruda. Poeta Casamentero, como se describi¨® muchas veces a s¨ª mismo, y coctelero. Neruda le aprendi¨® al barman del Ritz de Londres un c¨®ctel explosivo, que a la primera copa produc¨ªa euforia general y que a la tercera o cuarta pod¨ªa provocar la muerte s¨²bita. Era una combinaci¨®n cara, que s¨®lo se reservaba para ocagiones especiales. He aqu¨ª la receta: echar en un cop¨®n grande, de cistal de color, de aspecto en lo posible arzobispal, una medida de cognac, una de cointreau y dos de jugo de naranja. Se agrega hielo y se bautiza el cop¨®n, antes de servirlo, con un poco de champa?a. Neruda, aficionado a poner nombres a los lugares, a las casas, a las fiestas, a los tragos, denomin¨® esta bebida coquetel¨®n. El neologismo asimilaba a los conceptos de c¨®ctel grande y de coqueter¨ªa. Sus efectos eran absolutamente infalibles. Una amiga cometi¨® el error de beberse tres copas y la vimos arrastrarse por la nieve, devorada por el fuego de los abismos. Hab¨ªa que tenerle m¨¢s respeto al coquetel¨®n.
Eran los rumores acerca de estas aficiones seguramente los que alimentaron la maledicencia de los inquisidores. Precipitaron la c¨¦lebre carta de los escritores cubanos contra Neruda. ?Preparar c¨®cteles es un h¨¢bito burgu¨¦s; contrarrevolucionario? Vaya uno a saberlo. Hay indicaciones de que los c¨®cteles se conoc¨ªan, por lo menos en Rusia, desde los siglos feudales, antes del crecimiento de la clase burguesa. El hijo de un zar hab¨ªa descubierto una combinaci¨®n de lim¨®n y cognac de Armenia. Primero se exprim¨ªa el lim¨®n en la garganta y despu¨¦s hab¨ªa que tomarse un largo trago de cognac al seco, expresi¨®n chilena que significa: sin respirar ni separar la copa de los labios. La tradici¨®n cuenta que ese zarevitch fue ahorcado por conspirar en contra de los poderes. Como se ve, esto de los cocteleros y los inquisidores es historia antigua.
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