Sobre el honor y el honor patrio
Se habla hoy en Espa?a del honor, cuando no con rechazo abierto, con desconfianza m¨¢s o menos encubierta. El recelo ante el que fue el t¨®pico principal de la literatura del Siglo de Oro puede provenir de su utilizaci¨®n para justificar, e incluso ensalzar, conductas que avasallan la voluntad mayoritaria. Savater relacionaba, en un coloquio en el club Marco Aurelio, honor y temor, suponiendo que s¨®lo tienen honor los cuerpos que inspiran temor. En la misma ocasi¨®n, varios ponentes reivindicaron la m¨¢s igualitaria y democr¨¢tica idea de dignidad frente al considerado obsoleto concepto de honor, mientras otros, entre ellos Savater y S¨¢nchez Ferlosio, dirig¨ªan todas las bater¨ªas que la raz¨®n reserva al dogmatismo contra el concepto de honor patrio, por el que se hace morir a tantas gentes en guerras que suelen disfrazar de ideales colectivos los intereses privados. As¨ª, pues, el honor resulta deshonrado por manipulable con fines interesados, por ser un valor que hermana a los nobles frente al vulgo o a los que poseen la fuerza frente a los que est¨¢n desprovistos de ella. ?Pertenece, pues, a un sistema de valores hoy indefendible el hombre de honor?, ?debe renunciar un pa¨ªs democr¨¢tico al ideal del honor patrio?El honor es mediador entre las aspiraciones individuales y el juicio de la sociedad (Pitt-Rivers). R. S¨¢nchez Ferlosio, en su bell¨ªsima exposici¨®n, consideraba el honor como una constricci¨®n interna, aproxim¨¢ndolo a la verg¨¹enza: el hombre interioriza las reglas por amor y temor a la mirada de sus pr¨®ximos, a la aprobaci¨®n y al reproche. Se inicia por la verg¨¹enza en la solidaridad a los valores de la sociedad a la que pertenece. M¨¢s expl¨ªcitamente, el honor ser¨ªa el compromiso asumido de mantener la confianza p¨²blica en el propio nombre. El deshonor o la verg¨¹enza caen sobre quien defrauda esa confianza que, por su posici¨®n, su pertenencia al grupo, ¨¦ste le otorg¨®.
Claro, que existen concepciones muy distintas del honor, desde la muy vaga y gen¨¦rica de nuestra sociedad urbana contempor¨¢nea a la m¨¢s definida de las comunidades rurales aisladas, como la que estudi¨® Pitt-Rivers en Andaluc¨ªa, donde es clara la funci¨®n social que cumple, hasta el honor r¨ªgidamente codificado de la nobleza medieval, del que se encuentra hoy, un reflejo en algunos cuerpos cerrados y distinguidos socialmente, como el Ej¨¦rcito. Aparte de las diferencias de contenido, las diferencias en cuanto a la fuerza, la concreci¨®n y la presencia de este valor parecen relacionarse con el grado de cohesi¨®n de las sociedades o los grupos, pero subsiste, en todo caso, como elemento fundamental de inserci¨®n del individuo en la colectividad, donde, adem¨¢s, define su identidad. Pasando, de momento, por alto ciertos rasgos sexistas, como su relaci¨®n con el valor (considerado varonil) o con el comportamiento sexual (naturalmente, s¨®lo de las mujeres), hay algunas cuestiones de honor que pueden, quiz¨¢, iluminar el debate actual. La priinera ata?e al grupo ante el cual debe responder la persona de honor con su comportamiento. Los c¨®digos de honor caballerescos, como es sabido, s¨®lo reg¨ªan para los nobles, quienes deb¨ªan responder de ¨¦l ¨²nicamente ante sus iguales. Su honor no pod¨ªa ser puesto en duda por un inferior, ni deb¨ªa el noble rebajarse a dar cuenta de ¨¦l a quienes no eran de su condici¨®n. En las comunidades aisladas a que antes me refer¨ªa ocurre algo similar respecto a los locos, tontos, ni?os o mendigos, gentes que no pertenecen, simb¨®licamente, a la comunidad igualada por las reglas del honor o la verg¨¹enza y que no pueden deshonrar.
Este aspecto es precisamente el que est¨¢ implicado a prop¨®sito del honor de los militares, pues desde cualquier mentalidad democr¨¢tica se reivindicar¨¢ que, si es el conjunto de la sociedad el que ha depositado su confianza (la cuesti¨®n est¨¢ en la confianza, no en el temor) y su respeto en ese cuerpo, al que sostiene con sus impuestos, es a ella a quien debe rendir cuentas y demostrar que esa confianza no es traicionada. Pero tal exigencia no obtendr¨¢ respuesta espont¨¢nea mientras ese cuerpo se sienta, no s¨®lo cohesionado como colectivo, sino fundamentalmente diferenciado del resto de la sociedad. Al menos en nuestro pa¨ªs lo cierto es que un militar se siente tal incluso cuando no viste uniforme. Se ha dicho que los militares no se sienten involuicrados en el cambio de mentalidades y actitudes que supone el proceso democr¨¢tico porque, por ejemplo, no les ata?e una ley como la del divorcio o la despenalizaci¨®n del adulterio de la mujer, dado que, para ser respetado entre sus compa?eros de armas, para conservar su honor, un oficial no puede nunca permitir que su mujer pertenezca (!) a otro.
Y esto nos lleva a la cuesti¨®n del conflicto entre la ley y el c¨®digo del honor. Las reglas por las que el honor es reconocido o negado a una persona funcionan de modo muy diferente a las leyes, los procedimientos judiciales, con sus abogados, jueces, etc¨¦tera. El fallo a la regla conlleva autom¨¢ticamente el deshonor, pero ¨¦ste es, adem¨¢s, irreversible si el deshonor es p¨²blico. No hay aplazamiento de juicio entre el acto y el castigo, no hay presunci¨®n de inocencia "mientras no se demuestre..." La regla es implacable y cruel, por ello la ofensa que pone en duda p¨²blicamente el honor debe ser inmediatamente reparada. Es la mera presencia de lo dem¨¢s, de un p¨²blico que represente al colectivo ante el que se reivindica el honor, la que supone autom¨¢ticamente el deshonor o la verg¨¹enza. El castigo es la muerte simb¨®lica de la persona (honor y deshonor ata?en al buen nombre, por el que somos identificados y reconocidos por el grupo) y tal muerte, la infamia, puede ser peor que la muerte f¨ªsica, corrio recoge Caro Baroja del C¨®digo de las Partidas: "El ome, despu¨¦s que es enfamado, maguer non aya culpa, muerto es quanto al bien e a la honra deste mundo, e demas, tal podria ser el enfamamiento, que mejor le ser¨ªa la muerte: que la vida". No existen atenuantes o agravantes de la responsabilidad; el buen nombre, o se tiene o se pierde de una vez. No se responde con una medida de tiempo en que el convicto deja de disponer de su persona, ni, puede su cuerpo reparar el da?o: la muerte f¨ªsica no le devolver¨¢. el honor; si lo perdi¨®, su nombre permanecer¨¢, empa?ado en la memoria colectiva, si bien la persona risica funciona como signo de la persona moral cara al honor. La sangre, y m¨¢s a¨²n la muerte, ensalzan como heroico un ciomportamiento honorable, mientras una bofetada es una herida simb¨®lica, naturabnente, no por el da?o f¨ªsico, sino como ofensa a la deferenc¨ªa debida al cuerpo, a la presencia del otro, en cuanto representaci¨®n de su persona.
La unidad del nombre
Naturalmente, tal concepci¨®n de la persona, representada como una unidad por el nombre, se da principalmente en comunidades cerradas y, fuertemente simb¨®licas, donde es imposible escapar a la mirada del otro y a su juicio, conforme a las reglas estrictas que fijan los valores por los que uno se juzga y juzga a los dem¨¢s. En sociedades como la nuestra, cada uno nos desenvolvemos en ¨¢mbitos regidos por c¨®digos diversos, con variables conceptos del honor, donde representarnos personas distintas. Lo que no significa que la funci¨®n interpersonal y grupal que cumple el honor sea sustituible por la dignidad, que, en el mejor de los casos, es un valor indiferenciado, asimilable a los universales derechos humanos y equiparable al respeto que esperamos encontrar en los dem¨¢s.
Finalmente, una consideraci¨®n sobre el honor patrio: el honor es la ense?a de la posici¨®n que se ocupa en el cuerpo social o, en el caso de una naci¨®n, en la comunidad internacional, y es tambi¨¦n un valor de cohesi¨®n colectiva. All¨ª donde exista un sentimiento colectivo de naci¨®n surgir¨¢ tambi¨¦n el del honor nacional, ante vejaciones a su territorio, por ejemplo -soporte f¨ªsico, signo de la entidad naci¨®n- o a sus s¨ªmbolos, todos ellos elementos irracionales, manipulables con los m¨¢s oscuros fines, pero no s¨®lo necesarios, sino consustanciales con el hecho de asumir compromisos colectivos. Como dice Pitt-Rivers, "la lucha por el honor no es solamente la base sobre la cual los individuos compiten, sino tambi¨¦n aquella sobre la cual cooperan". En las comunidades en que el pa¨ªs y el Estado tienen poca significaci¨®n como catalizadores de valores y lealtades, como la que estudia Peristiany (El concepto de honor en la sociedad mediterr¨¢nea) e importa s¨®lo la familia y los vecinos, "el nepotismo no se considera una acci¨®n antisocial, sino un deber moral". Este parece ser el caso de nuestro esbozo de Estado democr¨¢tico, cuyos constructores pactaron la supresi¨®n de todos los s¨ªmbolos que ligaban emotivamente a quienes lucharon por ¨¦l (bajo la sospecha de ser s¨ªmbolos de la izquierda) y cuyos detractores acaparan los emblemas de la naci¨®n como si fueran ¨²nicamente capaces de representar a un Estado autoritario. Cuestiones escurridizas, pero hoy vitales, que la raz¨®n no puede desde?ar.
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