La muerte del intelectual
De cara a las elecciones es cuando los pol¨ªticos airean con m¨¢s entusiasmo el vocablo cultura, palabra inevitable en cualquier mitin que se precie; despu¨¦s, con el reparto de carteras ministeriales, viene lo de siempre: "el que vale, vale, y el que no, a Cultura" (?I?igo Cavero o Soledad Becerril?); pero, de momento, no les queda m¨¢s remedio que recurrir al tema y a sus int¨¦rpretes, por m¨¢s que el maridaje del pol¨ªtico con el intelectual est¨¢ resultando est¨¦ril hasta extremos alarmantes.Antes, cuando la apoteosis sartriana, el intelectual era aquella persona ocupada en las cosas del esp¨ªritu que ensayaba dar con la esencia en el caos de la vida, trataba de adelantarse al acontecimiento e indagar caminos, actividad ciertamente dificultosa, aunque se le reconociera el derecho a equivocarse e incluso a contradecirse; tanto, que alguien sentenci¨®: "Ser intelectual es cada d¨ªa m¨¢s dif¨ªcil: todo el mundo lleva gafas" (?Evaristo Acevedo o J. L. L. Aranguren?). Pero la aceleraci¨®n hist¨®rica lo ha complicado todav¨ªa m¨¢s: entre los m¨²ltiples saberes, dispersos en infinitas especializaciones, dar con una interpretaci¨®n global es una tarea tan ¨ªmproba como ingrata; tanto que, parafraseando la broma anterior, hoy puede decirse: "Ser intelectual resulta de lo m¨¢s sencillo: basta con dejarse barba" (?Fernando Savater o Fernando Rey?). Y as¨ª es, puesto que los intelectuales, ante el c¨²mulo de obst¨¢culos, renuncian a su liderazgo ideol¨®gico, ya no tratan de escalar cumbres, sino de ramonear por el prado; lo de intelectual es un sustantivo que ya nada califica; antes era un adjetivo que serv¨ªa para definir la actividad creadora de fil¨®sofos, artistas o cient¨ªficos capaces de llegar a alguna s¨ªntesis; hoy y aqu¨ª, apurando el t¨¦rmino y si tambi¨¦n me apuran a m¨ª, s¨®lo define la oposici¨®n al trabajo manual.
En las reuniones con pol¨ªticos, con el pol¨ªtico en alza, resulta pat¨¦tico el esfuerzo de los intelectuales por aproximarse al l¨ªder y salir en la foto, ¨²nico fruto que se persigue. En la ¨²ltima de escritores con Felipe Gonz¨¢lez resultaron est¨¦riles los esfuerzos epatantes de Juan Benet; quien se llev¨® el gato al agua fue otro (?Carlos Barral o Vargas Llosa?); ninguna otra consecuencia rentable se produjo en el encuentro. Igual hubiera resultado con Manuel Fraga, en el doble supuesto de que hubieran sido convocados y acudieran.
Se encuentran con las manos vac¨ªas, demasiado limpias, no saben o no contestan, no tienen nada que ofrecer y, en consecuencia, renuncian al compromiso; la irresponsabilidad es la gran tentaci¨®n del intelectual de origen burg¨²es (y, desenga?¨¦monos, con nuestro sistema educativo, el de origen proletario es un invento); quiz¨¢ un tanto aver-
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Viene de la p¨¢gina 9 gonzado por caer en ella, se disfraza de peque?o anarquista, deval¨²a el concepto de las manos manchadas, de chapotear en el fango, y as¨ª se desvanece la obligaci¨®n de alcanzar alguna meta. Est¨¢n de moda y pasados de moda al mismo tiempo; entend¨¢monos: como personajes, est¨¢n m¨¢s vivos que nunca, su presencia es constante en revistas y televisi¨®n, ~ pero su pensamiento ha muerto de manera natural al confundir la verdad con el primer plano, no existen salvo como elemento decorativo en la fiesta.
El refugio en la ineficacia es el m¨¢s socorrido, pero es un error el confundir la ineficacia aparente, instant¨¢nea, con la real de largo alcance; los intelectuales sufren por su impotencia en modificar el curso de los acontecimientos sin llegar a explotar toda su capacidad, con lo cual se encierran en un c¨ªrculo vicioso. Aplic¨¢ndose a ello, al final son los pol¨ªticos los que resultan disc¨ªpulos de maestros, fil¨®sofos y hasta de poetas. Y es de esta difusa y eficaz disciplina de donde se debe sacar ventaja. Puede que el esfuerzo desanime a muchos: la multiplicidad de saberes antes citada hace m¨¢s dif¨ªcil la labor de s¨ªntesis que la de an¨¢lisis, y siguiendo el mismo vector del m¨ªnimo esfuerzo, el intelectual cede su papel de protagonista a cambio del de simple testigo; es m¨¢s c¨®modo criticar que construir, actividades compatibles. Lo malo es que el que no es m¨¢s que notario de su tiempo, a fuerza de pasividad y no comprometerse, termina siendo c¨®mplice. No existe un solo intelectual que no tenga posiciones m¨¢s o menos expl¨ªcitas con relaci¨®n a la sociedad en que vive, sin contar con sus intereses, de donde intelectual y comprometido forman un pleonasmo.
En Espa?a, la ca¨ªda en desgracia del compromiso firm¨® la sentencia de muerte del intelectual, con el compromiso desapareci¨® su capacidad protag¨®nica, y la verdad, por inveros¨ªmil que parezca es que ni siquiera se han puesto de luto; es m¨¢s: se encuentran comod¨ªsimos en sus fr¨ªvolos juegos de sal¨®n y palabra, capaces de sacrificar un razonamiento s¨®lido, pero oscuro, a favor de un a met¨¢fora brillante.
La ley de bronce del consumo, el ¨¦xito inmediato, ha pervertido su labor. Antes trataban de que la gente entendiese lo que le importaba; hoy, lo ¨²nico que procuran es que se interese en lo que no entiende. 'Los intelectuales son unos incomprendidos, no se entienden ni a s¨ª mismos" (?V¨¢zquez Montalban o Vizca¨ªno Casas?).
Y es en el r¨ªo revuelto del conformismo en donde pescan sus mejores truchas amaestradas.' "La preocupaci¨®n por el ¨¦xito es el primer s¨ªntoma de impotencia" (?Antonio Gala o Andr¨¦s Sorel?). Parece como si la obsesi¨®n de los intelectuales anglosajones fuera el reducir a t¨¦rminos t¨¦cnicos los conflictos ideol¨®gicos; la de los franceses, el pensar por el mundo entero, y la de los espa?oles, el competir en popularidad con Roc¨ªo Jurado.
Para uno, la lucha por la extensi¨®n de la cultura, de la belleza, de la no violencia y la ecolog¨ªa es, en ¨²ltimo extremo, si se quiere llegar a la praxis, una lucha pol¨ªtica, algo que de alguna manera exige un compromiso parad¨®gicamente vinculado al concepto de independencia intelectual. Quiz¨¢ tengamos que resucitar (replantear) el t¨¦rmino compromiso si es que se desea llegar a resultados pr¨¢cticos; puede que ideas como participaci¨®n cr¨ªtica o individualismo colaboracionista sirvan de punto de partida. En cualquier caso, est¨¢ claro (?para uno o para cien?) que el lugar del intelectual no es el del brillo a la luz de las candilejas, sino el de apoyo desde el sombr¨ªo cuchitril del apuntador. Cambio improbable, hoy por hoy, pues las catacumbas no rinden dividendos.
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