Adolfo Su¨¢rez, sentado en la acera
En aquel tiempo, Adolfo Su¨¢rez ten¨ªa el dise?o muscular de un actor secundario para pel¨ªcula de romanos. Al comenzar la proyecci¨®n, en medio de un barullo de lanzas, siempre se ve a un joven pretoriano an¨®nimo, pero macizo, al pie de la escalinata o en un ¨¢ngulo del atrio, la pantorrilla liada con cinta de cuero, la minifalda de hojalata, la pica crispada en el pu?o, formando la guardia de palacio, mientras un C¨¦sar blandengue, con medio kilo de uva moscatel en la calva, pasa con la comitiva de patricios ensabanados en direcci¨®n a la bacanal, La c¨¢mara se detiene brevemente en ese centinela cuadrado; analiza en un primer plano su mand¨ªbula de jabal¨ª, la ansiedad de su mirada. El espectador adivina en seguida que aquel tipo acabar¨¢ cortando el bacalao, aunque los compa?eros de reparto lo ignoran todav¨ªa.La nariz, en el sentido de la brisa
Hace diez a?os, el C¨¦sar era un abuelito que echaba cabezadas fraileras con el belfo ca¨ªdo en los consejos de ministros. Caminaba con la pata ligeramente chula bajo el palio; obreros domesticados bailaban la jota en su honor sobre el c¨¦sped del estadio Bernab¨¦u; sal¨ªa a pescar sardinas con un destructor de la Armada; si le ven¨ªa de paso, inauguraba una presa o un enlace de ferrocarril y, a veces, sacaba el bracete autom¨¢tico, el mismo de firmar sentencias capitales, para bendecir a sus s¨²bditos desde un balc¨®n; pero al final s¨®lo alegraba los ojitos cuando alguien le hablaba de escopetas, perdices rojas y ciervos de catorce puntas. En esta pel¨ªcula de romanos, que narraba la ca¨ªda de una gloria en alpargatas, Adolfo Su¨¢rez tambi¨¦n hac¨ªa un papel de extra con frase. En lugar de vestir coraza de lat¨®n y casco con plumas de pato, llevaba chaqueta blanca de camarero imperial, camisa azul con corbata negra y, en aquel cotarro de s¨¢trapas, era el ¨²nico que ten¨ªa un instinto de insecto para el poder, aunque la c¨¢mara pasaba de largo, sin detenerse en el maxilar bru?ido de este figurante.
Entonces Adolfo Su¨¢rez ya no dorm¨ªa nada, engull¨ªa de pie -como ahora- una tortilla a la francesa, se fumaba tres paquetes de cigarrillos, tomaba treinta caf¨¦s diarios; realmente, s¨®lo se alimentaba de una p¨¢lida ambici¨®n insomne. Los otros ten¨ªan el olfato averiado y segu¨ªan adulando con meliflua constancia a un dictador en estado residual; pero ¨¦l ya hab¨ªa enfilado la nariz en el sentido exacto de la brisa; es decir, asist¨ªa a misa en la misma iglesia, a la misma hora, que Carrero Blanco y, en la penumbra de la nave, le hac¨ªa se?ales de heli¨®grafo con los cantos dorados del devocionario; jugaba al tenis con L¨®pez Rod¨® y se dejaba ganar por aquel fond¨®n tecnocr¨¢tico; instalaba su veraneo en las cercan¨ªas del pez m¨¢s gordo en cada momento, y todo su inter¨¦s por las cosas de la mar, siendo de Avila, consist¨ªa en sonre¨ªr al delf¨ªn de secano; por eso no despreciaba al pr¨ªncipe Juan Carlos, como el resto de aquella corte de pretorianos, sino que le hablaba de balandros y motocicletas con camarader¨ªa deportiva. La pol¨ªtica es una carrera muy dura.
-Muchacho, ?quieres salvar a la patria?
-S¨ª, jefe.
-S¨²beme del estanco un cart¨®n de Ducados.
-A sus ¨®rdenes, jefe.
Su¨¢rez le compraba el tabaco a Herrero Tejedor con la aplicaci¨®n de un chico para todo. Tener la secreta intenci¨®n de salvar a la patria no es incompatible con bajar al quiosco de la esquina, y en aquella ¨¦poca Adolfo ya era un tipo muy simp¨¢tico, lo que se dice un liante de anteaespacho con gesticulaci¨®n propia: la oportuna llamada por tel¨¦fono, el ramo de flores para la parturienta de ministro, la sonrisa m¨¢s o menos abierta seg¨²n el compromiso, el gui?o de ojo con el diafragma perfecto de luz y distancia en cada caso, el golpe de ce?o, la palmada amistosa en las costillas del enemigo ¨ªntimo, el abrazo emotivo de vieja escuela campamental, el apret¨®n de manos sacando el codo para frenar el impulso del contrario y ese gesto de liberar la yugular del dogal de la orbata tirando desde arriba la quijada, mientras se alarga la mu?eca en el aire para extraer el pu?o de la camisa, como hacen los ejecutivos cuando toman el aperitivo en la barra de Balmoral.
El Dodge Dart no era un coche muy seguro
Todo iba bien para la joven promesa; mas, por lo visto, el Dodge Dart no era un coche muy seguro. En poco tiempo dos padrinos pol¨ªticos de Su¨¢rez se fueron al cielo en un autom¨®vil de esta marca. En el cruce de Villacast¨ªn, al sacar el morro por un desv¨ªo, Herrero Tejedor se encontr¨® con Dios cara a cara, y poco despu¨¦s Carrero Blanco acudi¨® a su encuentro, dejando atr¨¢s los nidos de golondrinas en el alero, una ma?ana de diciembre, cuando ya estaba listo el bombo de la loter¨ªa. Adolfo Su¨¢rez se qued¨® aqu¨ª abajo en fuera de juego, enredado en aquel l¨ªo de palabras que vino a continuaci¨®n: el esp¨ªritu de febrero, el pluralismo plurimorfista -o sea, el plurimorfismo pluralista de Fern¨¢ndez Miranda-, las tendencias de Gir¨®n, la lata de la apertura con camisa blanca, sin prisa, pero sin pausa. Fueron unos a?os muy divertidos. Muri¨® Franco. En la televisi¨®n, Arias Navarro se sec¨® el moquillo de dolor con un pa?uelo. Fraga lleg¨® de Londres como el indiano que acude a la partici¨®n de la herencia. Se agotaron las existencias de botes de humo, gases lacrim¨®genos, balas de fogueo y algunas de verdad. En medio del baile, Adolfo Su¨¢rez ftind¨® una asociaci¨®n, algo as¨ª como la uni¨®n del pueblo no s¨¦ qu¨¦, una especie de Movimiento Nacional pasado por Cortefiel.
En la primavera de 1976, la democracia era una gata caliente en el tejado de zinc; quiero decir que no hab¨ªa suficientes pelotas de goma para cazarla. Y las computadoras se pusieron a trabajar. Se necesita joven pol¨ªtico aguerrido, con sed de porvenir, sin ideas concretas de nada, que conozca el tinglado por dentro, con experiencia en ventas, dispuesto a desmontar la panoplia del franquismo, cumplido el servicio militar, permiso de conducir, sueldo fijo m¨¢s comisiones, con posibilidad de quedarse en la empresa.
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Lo que se ped¨ªa en la tarjeta perforada era el retrato robot de Adolfo Su¨¢rez y, l¨®gicamente, su cargo de presidente del Gobierno salt¨® escupido de la m¨¢quina. El tampoco se lo cre¨ªa. Ah¨ª est¨¢ esa foto donde se le ve dentro del coche, a la salida del palacio de la Zarzuela, mordi¨¦ndose el labio por la sorpresa de haber acertado una quiniela de catorce para ¨¦l solito.
Un dise?o latino sobre una Vespa trucada
Para su f¨ªsico, Adolfo Su¨¢rez hab¨ªa aparecido quince a?os tarde, cuando en materia de virilidad ya se llevaba el marbete anglosaj¨®n, un desgarbo de piernas largas, el estern¨®n hundido, un desali?o posindustrial. Este hombre ten¨ªa un dise?o latino, era un gal¨¢n de tiempos de la Vespa; pero comenz¨® a hacer estragos bajo el secador de las peluquer¨ªas, arrastr¨® una leva femenina algo pasada de onda, mujeres con la primera pata de gallo y carrito de supermercado en barrio residencial, que admiran todav¨ªa el modelo cl¨¢sico de omoplato, esa mezcla de angustia cl¨¢sico de omoplato, esa mezcla de angustia y audacia del macho en peligro. Adolfo Su¨¢rez sali¨® a la calle en plan chico italiano. Llevaba a la democracia, como si fuera Antonella Lualdi, en el portaequipajes de la motocicleta. Sorteaba puestos de sand¨ªas y fuentes romanas; los guardias urbanos, con un gui?o de complicidad, dejaban libre el cruce s¨®lo para ¨¦l; los tenderos con mandil saludaban a Adolfino, aquel simp¨¢tico muchacho del barrio que hab¨ªa ligado. Y Adolfino Su¨¢rez sonre¨ªa a todos en medio de la velocidad, amenizada por una tarantela, con el tubo de escape trucado; mientras, Antonella Lualdi, excitada por las filigranas del motorista dem¨®crata, pegaba el seno enamorado en el espinazo del gal¨¢n. Desde un ¨¢ngulo estrictamente espa?ol, Adolfo Su¨¢rez tambi¨¦n parec¨ªa un fresco repartidor de bimbo -en este caso, los donuts de UCD- que le hab¨ªa quitado la novia a Fraga.
Esas cosas nunca se perdonan. Fraga era el hijo gordo de pap¨¢ Bonanza, el que se iba a casar con la hija del ranchero con el fin de unir los lindes de la finca con una reforma de nada. Todo estaba preparado, incluso alguien hab¨ªa bordado las s¨¢banas; pero Fraga anduvo muy lento de reflejos y como amante era un desastre, un sob¨®n que acariciaba a la chica a manotazos. Aquel fresco repartidor de donuts se la birl¨®. Eso no se perdona.
Desde los sutiles despachos del dinero, le las armas y de las indulgencias plenarias, este joven conquistador era vigilado de cerca. Le permit¨ªan coquetear con Antonella Lualdi, pero sin que se le fuera la mano hac?a las zonas de pecado.
-A ver qu¨¦ hace ¨¦ste con la chica.
-Se la nevar¨¢ al pajar.
- ?T¨² crees?
-Ya lo ver¨¢s. Es un rojo.
Adolfo Su¨¢rez hab¨ªa sido llamado por la computadora para hacer un trabajo delicado, pero sucio. Deb¨ªa limpiar lo m¨¢s grotesco de la dictadura: descolgar algunos pendones, arriar ciertos escudos, adecentar la fachada y dejar el camino expedito para que entraran despu¨¦s, sin mancharse, los pol¨ªticos suavones de cuello blando, esos humanistas con garras de acero bajo el guante de cabritilla. Aqu¨ª tram¨® Su¨¢rez la primera venganza. Consisti¨® en exhibir unas artes muy ladinas para el pacto a media distancia, aquel diab¨®lico regate en seco, su atractivo irresistible en las vallas, la f¨®rmula secreta de encandilar hombres en el tresillo, las ojeras l¨ªvidas con la mirada ara?ada por la vigilia en la pantalla de televisi¨®n, esa mezcla de s¨²plica y desaf¨ªo de sus momentos estelares.
Driblar a un profesor Fraga torp¨®n
Nadie pod¨ªa sospechar que este joven fuera un gran pol¨ªtico en estado puro, capaz de presidir con la misma cara una monarqu¨ªa, una rep¨²blica o un soviet supremo con gorro frigio. Metido en faena, s¨®lo tuvo que levantar el dedo mojado con saliva en medio de la calle para sentir de qu¨¦ parte ven¨ªa el viento, dejarse llevar por la empopada y arribar con la democracia hasta el pajar del Congreso, trayendo incluso a Carrillo en cubierta; un trabajo tan h¨¢bil por el que pasar¨¢ a la historia.
Adolfo Su¨¢rez es un pol¨ªtico que tiene el talento de saber qu¨¦ persona detenta un poder real. En aquellos instantes de gloria en la cabecera del banco azul, este muchacho o¨ªa a Fraga en la tribuna del Congreso como un alumno de derecho pol¨ªtico que desea aprender cosas lindas de Plat¨®n y de Montesquieu, pero pensaba que aquel profesor era muy torp¨®n con la pelota y podr¨ªa driblarlo cien veces si quisiera. Carrillo ve¨ªa en Su¨¢rez a un chico muy simp¨¢tico que lo hab¨ªa hecho todo de su parte para liberarle de la peluca. Se trataba de un chaval que aprendi¨® socorrismo en un campamento del Frente de Juventudes y en un momento determinando, arriesgando su expediente, baj¨® con una cuerda de nudos a sacarle de la alcantarilla. Los democristianos consideraban que el bello Adolfo era un pol¨ªtico mercenario con el servicio ya prestado. Los socialistas s¨®lo quer¨ªan tratar con gente fina, con ricos de toda la vida.
Es bien sabido que entre todos le quitaron a Su¨¢rez la trampilla bajo los pies. Pero entonces su segunda venganza fue m¨¢s terrible. Se limit¨® a portarse como un h¨¦roe, mientras todos sus conspiradores estaban con la tripa en el suelo bajo el esca?o, cuando entraron los cuatreros en la plaza del poblado. En el asalto al Congreso, Adolfo Su¨¢rez fue el vaquero alto y rubio que plant¨® cara con gallard¨ªa. Aparte de haber pilotado la arribada de la libertad, esa imagen suya rutilante en el v¨ªdeo es su ¨²nico capital. Adolfo Su¨¢rez no es exactamente un hortera, sino la sublimaci¨®n de esa parte hortera que el espa?ol medio lleva dentro: despierta el sue?o indecible de hacer el salto del ¨¢ngel desde la borda del yate, de lucir un bronceado de l¨¢mpara, de subirse la pretina del cintur¨®n con un tironcillo de chuleta de billar, de tener un palacio en Avila en vez de una parcelita en la sierra, de ir vestido ligeramente entonado en azules, de jugar al tenis, de poseer un pisapapeles en el despacho de negocios como ¨¦l. Adolfo Su¨¢rez somos todos.
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