Obreg¨®n o la vocaci¨®n desaforada (*)
Hace muchos a?os, un amigo le pidi¨® a Alejandro Obreg¨®n que lo ayudara a buscar el cuerpo del patr¨®n de su bote, que se hab¨ªa ahogado al atardecer, mientras pescaban s¨¢balos de veinte libras en la ci¨¦naga grande. Ambos recorrieron durante toda la noche aquel inmenso para¨ªso de aguas marchitas, explorando sus recodos menos pensados con luces de cazadores, siguiendo la deriva de los objetos flotantes, que suelen conducir a los pozos donde se quedan a dormir los ahogados. De pronto, Obreg¨®n lo vio: estaba sumergido hasta la coronilla, casi sentado dentro del agua, y lo ¨²nico que flotaba en la superficie eran las hebras errantes de su cabellera. "Parec¨ªa una medusa", me dijo Obreg¨®n. Agarr¨® el mazo de pelos con las dos manos y, con su fuerza descomunal de pintor de toros y tempestades, sac¨® al ahogado entero, con los ojos abiertos, enorme, chorreando lodo de an¨¦monas y mantarrayas, y lo tir¨® como un s¨¢balo muerto en el fondo del bote.Este episodio, que Obreg¨®n me vuelve a contar porque yo se lo pido cada vez que nos emborrachamos a muerte -y que adem¨¢s me dio la idea para un cuento de ahogados-, es tal vez el instante de su vida que m¨¢s se parece a su arte. As¨ª pinta, en efecto, como pescando ahogados en la oscuridad. Su pintura con horizontes de truenos sale chorreando minotauros de lidia, c¨®ndores patri¨®ticos, chivos arrechos, barracudas berracas. En medio de la fauna tormentosa de su mitolog¨ªa personal anda una mujer coronada de guirnaldas florentinas, la misma de siempre y de nunca, que merodea por sus cuadros con las claves cambiadas, pues en realidad es la criatura imposible por la que este rom¨¢ntico de cemento armado se quisiera morir. Porque ¨¦l lo es como lo somos todos los rom¨¢nticos, y como hay que serlo: sin ning¨²n pudor.
La primera vez que vi a esa mujer fue el mismo d¨ªa en que conoc¨ª a Obreg¨®n, hace ahora 32 a?os, en su taller de la calle de San Blas, en Barranquilla. Eran dos aposentos grandes y escuetos por cuyas ventanas despernancadas sub¨ªa el fragor babil¨®nico de la ciudad. En un rinc¨®n distinto, entre los ¨²ltimos bodegones picassianos y las primeras ¨¢guilas de su coraz¨®n, estaba ella con sus lotos colgados, verde y triste, sosteni¨¦ndose el alma con la mano. Obreg¨®n, que acababa de regresar de Par¨ªs y andaba como atarantado por el olor de la guayaba, era ya id¨¦ntico a este autorretrato suyo que me mira desde el muro mientras escribo, y que ¨¦l trat¨® de matar una noche de locos con cinco tiros de grueso calibre. Sin embargo, lo que m¨¢s me impresion¨® cuando lo conoc¨ª no fueron esos ojos di¨¢fanos de corsario que hac¨ªan suspirar a los maricas del mercado, sino sus manos grandes y bastas, con las cuales lo vimos tumbar media docena de marineros suecos en una pelea de burdel. Son manos de castellano viejo, tierno y b¨¢rbaro a la vez, como don Rodrigo D¨ªaz de Vivar, que cebaba sus halcones de presa con las palomas de la mujer amada.
Esas manos son el instrumento perfecto de una vocaci¨®n desaforada que no le ha dado un instante de paz. Obreg¨®n pinta desde antes de tener uso de raz¨®n, a toda hora, sea donde sea, con lo que tenga a mano. Una noche, por los tiempos del ahogado, hab¨ªamos ido a beber gordolobo en una cantina de vaporinos todav¨ªa a medio hacer. Las mesas estaban amontonadas en los rincones, entre sacos de cemento y bultos de cal, y los mesones de carpinter¨ªa para hacer las puertas. Obreg¨®n estuvo un largo rato como en el aire, trastornado por el tufo de la trementina, hasta que se trep¨® en una mesa con un tarro de pintura, y de un solo trazo maestro pint¨® a brocha gorda en la pared limpia un unicornio verde. No fue f¨¢cil convencer al propietario de que aquel brochazo ¨²nico costaba mucho m¨¢s que la misma casa. Pero lo conseguimos. La cantina sin nombre sigui¨® IIam¨¢ndose El Unicornio desde aquella noche, y fue atracci¨®n de turistas gringos y cachacos pendejos hasta que se la llevaron al carajo los vientos inexorables que se llevan al tiempo.
En otra ocasi¨®n, Obreg¨®n se fractur¨® las dos piernas en un accidente de tr¨¢nsito, y durante las dos semanas de hospital esculpi¨® sus animales tot¨¦micos en el yeso de la entablilladura con un bistur¨ª que le prest¨® la enfermera. Pero la obra maestra no fue la suya, sino la que tuvo que hacer el cirujano para quitarle el yeso de las dos piernas esculpidas, que ahora est¨¢n en una colecci¨®n particular en Estados Unidos. Un periodista que lo visit¨® en su casa le pregunt¨® con fastidio qu¨¦ le pasaba a su perrita de aguas que no ten¨ªa un instante de sosiego, y Obreg¨®n le contest¨®: "Es que est¨¢ nerviosa porque ya sabe que la voy a piritar". La pint¨®, por supuesto, como pinta todo lo que encuentra en todo lo que encuentra a su paso, porque piensa que todo lo que existe en el mundo se hizo para ser pintado. En su casa de virrey de Cartagena de Indias, donde todo el mar Caribe se mete por tina sola ventana, uno encuentra su vida cotidiana y adem¨¢s otra vida pintada por todas partes: en las l¨¢mparas, en la tapa del inodoro, en la luna de los espejos, en la caja de cart¨®n de la nevera. Muchas cosas que en otros artistas son defectos son en ¨¦l virtudes leg¨ªtimas, como el sentimentalismo, como los s¨ªmbollos, como los arrebatos l¨ªricos, como el fervor patri¨®tico. Hasta algunos de sus fracasos quedan vivos, como esa cabeza de mujer que se quem¨® en el horno de fundici¨®n, pero que Obreg¨®n conserva todav¨ªa en el mejor sitio de su casa, con medio lado carcomido y una diadema de reina en la frente. No es posible pensar que aquel fracaso no fue querido y calculado cuando uno descubre en ese rostro sin ojos la tristeza inconsolable de la mujer que nunca lleg¨®.
A veces, cuando hay amigos en casa, Obreg¨®n se mete en la cocina. Es un gusto verlo ordenando en el mes¨®n las mojarras azules, la trompa de cerdo con un clavel en la nariz, el costillar de ternera todav¨ªa con la huella del coraz¨®n, los pl¨¢tanos verdes de Arjona, la yuca de San Jacinto, el ?ame de Turbaco. Es un gusto ver c¨®mo prepara todo, c¨®mo lo corta y lo distribuye seg¨²n sus formas y colores, y c¨®mo lo pone a hervir a grandes aguas con el mismo ¨¢ngel con que pinta. "Es como echar todo el paisaje dentro de la olla", dice. Luego, a medida que hierve, va probando el caldo con un cuchar¨®n de palo y vaci¨¢ndole dentro botellas y botellas y botellas de ron de tres esquinas, de modo que ¨¦ste termina por sustituir en la olla el agua que se evapora. Al final, uno comprende por qu¨¦ ha habido que esperar tanto con semejante ceremonial de sumo pont¨ªfice, y es que aquel sancocho de la edad de piedra que Obreg¨®n sirve en hojas de bijao no es un asunto de cocina, sino pintura para comer. Todo lo hace as¨ª, como pinta, porque no sabe hacer nada de otro modo. No es que s¨®lo viva para pintar. No: es que s¨®lo vive cuando pinta. Siempre descalzo, con una camiseta de algod¨®n que en otro tiempo debi¨® servirle para limpiar pinceles y unos pantalones recortados por ¨¦l mismo con un cuchillo de carnicero, y con un rigor de alba?il que ya hubiera querido Dios para sus curas.
Copyright Gabriel Garc¨ªa M¨¢rquez-ACI
Esta es la nota de presentaci¨®n del cat¨¢logo de la exposici¨®n que el pintor colombiano Alejandro Obreg¨®n inaugur¨® esta semana en el Metropolitan Museum and Art Center de Coral Gable, Fla. (EE UU).
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