La c¨¢ndida Erendira y su abuela Irene Papas
Hace muchos a?os, en una noche de parranda de un remoto pueblo del Caribe, conoc¨ª a una ni?a de once a?os que era prostituida por una matrona que bien hubiera podido ser su abuela. Andaba en un burdel ambulante que iba de pueblo en pueblo, siguiendo el itinerario de las fiestas patronales y llevando consigo su propia carpa, su propia banda de m¨²sicos y sus propios puestos de alcoholes y comidas. Yo ten¨ªa entonces unos diecis¨¦is a?os y era consciente de que tarde o temprano ser¨ªa escritor. La ni?a era uno de los seres m¨¢s escu¨¢lidos que recuerde, y su actitud no ten¨ªa nada que ver con su oficio. Casi pod¨ªa decirse que no ten¨ªa la menor idea de lo que estaba haciendo, sino que parec¨ªa repetir una lecci¨®n aprendida de memoria. Su estancia en el pueblo fue s¨®lo de tres d¨ªas, pero la memoria que dej¨® dur¨® mucho tiempo. Al parecer, hab¨ªa sido seducida a la edad de diez a?os por un tendero libidinoso, que le dio un pl¨¢tano maduro a cambio de su virginidad, y la vieja matrona que la disfrutaba ejerc¨ªa sobre ella un dominio inclemente mediante el terror.Nunca olvid¨¦ aquel episodio, y a medida que pasaba la vida se iba definiendo en mi memoria la certidumbre de que la matrona era su abuela. Cuando escrib¨ª Cien a?os de soledad me pareci¨® que aquel recuerdo era adecuado para la iniciaci¨®n sexual del adolescente que m¨¢s tarde hab¨ªa de convertirse en el coronel Aureliano Buend¨ªa, y as¨ª lo utilic¨¦. En el momento de escribirlo se me ocurri¨® algo que era fundamental: por qu¨¦ la abuela explotaba a la nieta. Y entonces supe que lo hac¨ªa para pagarse el valor de la casa que se hab¨ªa incendiado por culpa de un descuido de la ni?a.
Aunque no era la primera vez que me suced¨ªa, me llam¨® la atenci¨®n que aquella imagen siguiera persigui¨¦ndome, a pesar de que ya la hab¨ªa utilizado. Sin embargo, no lograba sentirla como una novela, sino como un drama en imagen. Era m¨¢s cine que literatura. De modo que lo escrib¨ª en forma de gui¨®n y s¨®lo muchos a?os despu¨¦s decid¨ª someterla a un segundo tratamiento novelizado.
El nombre de la ni?a, que se me ocurri¨® a ¨²ltima hora, lo hab¨ªa conocido en M¨¦xico y es un nombre tarasco: Erendira. En cambio, nunca se me ocurri¨® un nombre convincente para la abuela, como no se me hab¨ªa ocurrido tampoco para el coronel que no ten¨ªa quien le escribiera, ni para el viejo patriarca de m¨¢s de doscientos a?os que a veces se o¨ªa llamar Nicanor y a veces Zacar¨ªas. Parece tonto, pero est¨¢ muy lejos de serlo: si el hombre no se ajusta al personaje con un nombre ajeno, se le crea a nadie, y hay muchas novelas en este mundo, inclusive novelas buenas, que se desbarrancan en el olvido porque los personajes tienen nombres equivocados. Alg¨²n d¨ªa, con m¨¢s tiempo, quisiera hacer algunas reflexiones y contar experiencias propias en relaci¨®n con, los nombres de los personajes. Juan Rulfo -cuyos personajes tienen los nombres m¨¢s hermosos y sorprendentes de nuestra literatura- me dijo alguna vez que ¨¦l los encuentra en las l¨¢pidas de los cementerios, mezclando nombres de unos muertos con los apellidos de los otros, hasta lograr sus combinaciones incomparables: Fulgor Sedano, Matilde Arc¨¢ngel, Toribio Altrete y tantos otros. Es algo tan importante que la actriz griega Irene Papas se resist¨ªa a aceptar el papel de la abuela en la pel¨ªcula mientras yo no le pusiera un nombre. "Si no tiene un nombre no lograr¨¦ sentir que soy yo", me dijo. Pero yo tambi¨¦n fui sincero: si no sab¨ªa el nombre no pod¨ªa ponerle uno cualquiera, porque corr¨ªa el riesgo de que se nos volviera un personaje distinto. Irene Papas decidi¨® entonces ponerle al personaje un nombre secreto, s¨®lo para ella, para poder evocarlo y meterse con facilidad dentro de su pellejo. Me prometi¨® no decirlo nunca, y si alguna vez lo dice, espero no conocerlo.
El primer tratamiento del gui¨®n cinematogr¨¢fico fue escrito hace catorce a?os. Durante todo ese tiempo, las diferentes tentativas de realizaci¨®n se hab¨ªan frustrado por motivos diversos. Pero todas las condiciones que siempre parec¨ªan dispersas empezaron a integrarse hace unos dos a?os, hasta convertirse en una aventura compacta, capaz de instalar en la realidad un sue?o muy antiguo. Rui Guerra, el director brasile?o nacido en Mozambique, hab¨ªa esperado varios a?os con una paciencia de portugu¨¦s hasta que el sue?o estuviera completo. Ahora me parece una vivencia irreal aquella noche de qui¨¦n sabe cu¨¢ndo en Barcelona, cuando ¨¦l y yo nos pusimos de acuerdo en que ¨¦l ser¨ªa el director de la pel¨ªcula. Est¨¢bamos en una sala tan grande, ¨¦l sentado en un extremo y yo sentado en el otro, que yo ten¨ªa que atravesarla cada vez que iba a servirle un trago. De modo que lo resolvimos con un sentido pr¨¢ctico digno de dos poetas: destapamos una botella para cada uno, y s¨®lo cuando acabamos de tomarla dimos por terminada la conversaci¨®n. Entonces eran las siete de la ma?ana y apenas pod¨ªamos caminar, pero ambos ten¨ªamos la convicci¨®n de que tarde o temprano har¨ªamos la pel¨ªcula. Desde entonces, casi como si fuera un rito memorable, Rui Guerra y yo conservamos la costumbre de encontrarnos en cualquier parte del mundo y en los momentos menos pensados, pero siempre que nos sentamos a beber lo hacemos cada uno de su botella propia.
Yo no estaba muy seguro de que el personaje de la abuela le fuera bien a Irene Papas, que es una de las m¨¢s grandes actrices de nuestro tiempo. Siempre me hab¨ªa imaginado a la abuela como est¨¢ escrita: con una gordura inmensa y unos enormes ojos di¨¢fanos y unos setenta a?os de edad. Hice todo lo posible por convencer a Simone Signoret de que ten¨ªa el tipo perfecto y que con un poco de trapos m¨¢s y un maquillaje adecuado pod¨ªa ganar lo que le faltaba. Pero no fue posible, y en las diversas ocasiones en que lo discutimos su argumento fue siempre el mismo y muy respetable: al cabo de una carrera larga y brillante, Simone Signoret hab¨ªa conseguido imponer la misma imagen que tiene en la realidad, y no quer¨ªa malograrla con la encarnaci¨®n de un personaje desalmado. En cambio, cuando conoc¨ª a Irene Papas en un hotel de Roma me impresion¨® con la fuerza devastadora de un hurac¨¢n y me sedujo de inmediato su coraz¨®n de griega desmandada, pero me pareci¨® demasiado joven y esbelta para representar a la abuela. Rui Guerra me pidi¨® un poco de confianza. "De acuerdo", le dije, "ya lo veremos en la pantalla". Por el resto del reparto no hubo problema. Durante muchos a?os le repet¨ª a Rui Guerra mi convicci¨®n de que Brasil era un pa¨ªs lleno de Erendiras por todas partes, y all¨ª encontr¨® ¨¦l a Claudia Ohana, que es una r¨¦plica embellecida del original. Ulises, el adolescente holand¨¦s de la historia, apareci¨® como hecho sobre medida con sus resplandores ang¨¦licos en una escuela de danza cl¨¢sica en Alemania Federal. Todo el resto era f¨¢cil.
La semana pasada, mientras mis amigos del mundo entero celebraban mi fiesta nobiliaria, todo el inter¨¦s de mi alma estaba concentrado en una hacienda en ruinas, a setenta kil¨®metros de San Luis Potos¨ª, en M¨¦xico, donde se acaba de iniciar la filmaci¨®n de la historia escrita hace catorce a?os. Es una empresa bab¨¦lica: un autor colombiano, un director brasile?o nacido en Mozambique, una actriz griega y otra brasile?a, y el resto alemanes, franceses y mexicanos, en una producci¨®n franco-alemano-mexicana. Cada quien habla como puede en la lengua que puede, pero todo el mundo se entiende a trav¨¦s de la historia. Para m¨ª, sin embargo, la mayor alegr¨ªa me la proporcion¨® el tener que admitir, una vez m¨¢s, que la realidad termina por imponerse a la fuerza sobre cualquier tentativa mixtificadora de la imaginaci¨®n. En efecto, cuando vi a Irene Papas metida en su pellejo de abuela, confirm¨¦ lo que hab¨ªa pensado en Roma: era demasiado joven y esbelta para el personaje inventado por m¨ª. Pero en cambio me bast¨® ese mismo golpe de vista para descubrir -no sin cierta verg¨¹enza de m¨ª mismo- que era id¨¦ntica a aquella abuela desalmada de la realidad que conoc¨ª hace tantos a?os en una noche de parranda del Caribe.
? 1982. Gabriel Garc¨ªa M¨¢rquez-ACI.
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