Cierta idea de Mosc¨²
Ustedes me van a perdonar, pero el Kremlin es uno de los lugares m¨¢s hermosos de la, Tierra. La muralla tiene un color de sangre seca y, en ese espacio de silencio glacial, bandadas de cuervos, gordos como gallinas, vuelan graznando alrededor de las cebollas de oro, de las verdes c¨²pulas, de las estrellas de rub¨ª que coronan los templos y las torres de la fortaleza. Mosc¨² est¨¢ nevado esta ma?ana, hace un fr¨ªo amoratado en la nariz de todo ser vivo y los jardines petrificados del Kremlin, las fuentes heladas en el aire y los car¨¢mbanos de luz violeta en los aleros de los palacios neocl¨¢sicos, en los ca?ones del Arsenal, en las cruces miniadas con media luna de las iglesias ortodoxas dan la sensaci¨®n de que la historia es un f¨®sil enterrado en el hielo. En el cancel de la catedral de San Miguel Arc¨¢ngel, una rusa de treinta arrobas bajo un guardapolvo ferroviario grita una orden contra mi cabeza.-?Qu¨¦ dice?
-Que te quites la gorra.
-?Est¨¢n celebrando misa aqu¨ª?
-Esto es un cementerio de zares. Un respeto.
Dentro de la iglesia hay una dulzona fetidez de icono, de l¨¢mpara votiva, y all¨ª los saba?ones de la plebe comienzan a arder con el vaho otra vez sobre las tumbas de los zares, labradas en piedra de ¨¢gata. L¨¢pidas memoriales cubiertas de bronce con epitafios cincelados se?alan las sepulturas de los pr¨ªncipes moscovitas; entre ellas, la de Iv¨¢n el Terrible. El pueblo pasa entre cordones de terciopelo con una devoci¨®n sagrada, y los retablos con santos de cuello doblado, las paredes pobladas de v¨ªrgenes hier¨¢ticas despiden el calor de cierta putrefacci¨®n bizantina. Las oficinas del Gobierno de la Uni¨®n Sovi¨¦tica est¨¢n rodeadas de un ¨¢mbito funerario, porque tambi¨¦n fuera de la muralla, en la plaza Roja, todo el a?o es d¨ªa de difuntos. En la plaza Roja se levanta el mausoleo de la momia de Lenin. Detr¨¢s est¨¢n sepultados los grandes pol¨ªticos comunistas, en fila bajo un jard¨ªn de bustos. El cad¨¢ver m¨¢s caliente es el de Suslov. Y en el lienzo del muro se han excavado unas taquillas, que guardan las cenizas de otros hombres ilustres. El Kremlin es realmente un camposanto con una dorada plantaci¨®n de bulbos en el esplendor de un cielo escarchado, por donde vuelan los cuervos oliendo a fiambre muy selecto. Aqu¨ª todo tiene la solidez del oro, del m¨¢rmol y de la muerte.
-Esta gente se toma la vida muy en serio.
-Es natural.
-?Y ese templete de granito?
-Ah¨ª se decapitaba antiguamente a los insumisos.
-Claro.
En la cola del pante¨®n de Lenin cien razas distintas ponen la misma cara de duelo. San Basilio cierra un lado de la plaza con sus calabazas multicolores. Parece una iglesia encantada de cart¨®n-piedra y tiene un aire entre falla valenciana e ilustraci¨®n de un cuento infantil. La mand¨® construir Iv¨¢n el Terrible, y, una vez terminada, ¨¦ste le pregunt¨® al arquitecto si se sent¨ªa capaz de levantar un templo m¨¢s bello. El buen hombre no supo eludir la vanidad y contest¨® que s¨ª. El zar mand¨® degollar inmediatamente al artista para que nunca pudiera mejorar su propia obra con un encargo de otro. La vida es algo muy grave en este paraje; ahora mismo hay diez grados bajo cero y en Mosc¨² est¨¢ nevando sobre una cola de medio kil¨®metro, compuesta por rubios del B¨¢ltico, colorados del Artico, siberianos, amarillos de Mongolia, caucasianos, armenios, mahometanos del Caspio, morenos de Crimea, que acuden a venerar la santa momia de Lenin, formando en la calzada un museo de etnolog¨ªa en carne y hueso. Ni una broma. Esto no es un rito tur¨ªstico, sino un acto religioso. La gente avanza con gran recogimiento bajo los copos y all¨ª no se permite ni la frivolidad de dar una calada al cigarrillo.
La urna de Lenin
Y as¨ª, hasta que se llega a los soldados, que montan guardia sin mover una pesta?a, con la bayoneta pelada en la puerta y en cada ¨¢ngulo del interior de la cripta, y uno va bajando en fila india hacia el s¨®tano donde est¨¢ la urna con el pellejo de Lenin entre flecos y almohadones de terciopelo rojo. Se le ve la cabeza intacta, con la calva encerada y la perilla de azafr¨¢n; un pu?o en la cadera y la otra mano distendida con un dedo desconchado. Es lo que queda del cuerpo de este semidi¨®s. El resto se desintegr¨® a su debido tiempo, aunque se finjan vol¨²menes en el traje. Lenin era muy peque?o. Cuando se sentaba en una silla, los pies no le llegaban al suelo. Con el rigor de la muerte a¨²n ha mermado m¨¢s. Pero ese se?or, que all¨ª dentro parece un pajarito mongol, fuera de la bombonera funeraria dio un vuelco a la historia. El d¨ªa 7 de noviembre, los magnates de la pol¨ªtica sovi¨¦tica presiden el desfile militar en la plaza Roja encaramados en su mausoleo, transformado en tribuna. Por delante del cad¨¢ver de Lenin pasa la coheter¨ªa at¨®mica, tapada con capuchones de lona, y nadie sabe qu¨¦ misterios de la ciencia esconden aquellas fundas. La semana pasada Breznev estaba all¨ª. Hoy tambi¨¦n ¨¦l se ha ido a abonar esa magn¨ªfico jard¨ªn de los muertos. El Kremlin tiene una belleza f¨²nebre de primer orden.
-,-,Y ahora qu¨¦ podr¨ªamos hacer, encanto?
-Comer.
-O bailar un fox lento.
-No seas fr¨ªvolo.
Fuera del Kremlin hay una tarde desolada de oto?o y Mosc¨² es un maravilloso parque de nieve y hojas doradas. La gente va empaquetada con gorros y abrigos severos, con camisas color naranja y corbatas crudas, luciendo una elegancia de camionero endomingado. Aqu¨ª todo el mundo est¨¢ gordo y aseado, y lleva en la cara una gravedad de padre prefecto. ?Qu¨¦ cosa excitante se podr¨ªa hacer? No se sabe. En Mosc¨² se puede jugar al ajedrez, levantar pesas de doscientos kilos, o¨ªr m¨²sica, entrar en una biblioteca, visitar museos, comprobar los logros del r¨¦gimen en los vest¨ªbulos de los centros oficiales, pasear bajo las rubias arboledas, admirar las estaciones del metro -que son como salones de la Opera de Par¨ªs-, contemplar estatuas de jefes en bronce o de obreros con musculaturas prepotentes, so?ar con ser cosmonauta o bailarina del Bolchoi, hacer crucigramas, emborracharse en una esquina, comer y danzar un fox lento en los hoteles. Este es un pa¨ªs donde hace s¨®lo medio siglo cien millones de s¨²bditos dorm¨ªan con los cerdos. Una obra gigantesca ha permitido que ahora la gente tenga la tripa redonda, calce unos zapatos cuadrados,Vista una ropa ruda y resistente; viva en un piso, como de Gran San Blas, con agua, calefacci¨®n y luz pr¨¢cticamente gratuita; vea asegurada la medicina y la ense?anza, y la cultura le salte por las orejas hasta el punto de que todo el mundo est¨¢ del ballet hasta el mo?o. Ahora s¨®lo falta un poco de emoci¨®n.
-?Y si nos atracara alguien?
-Qu¨¦ dices.
-Podr¨ªamos pagar a un navajero para que nos diera un susto.
-No es posible.
-?Por qu¨¦,
-En la Uni¨®n Sovi¨¦tica los navajeros est¨¢n demasiado ocupados oyendo a Albinoni
jugando al ajedrez.
-No hay forma de alegrar la vida.
En la calle existe un tedio aterido, como el de aquellas tardes desoladas de domingo, en los a?os cincuenta, de las ciudades espa?olas, cuando los novios paseaban los zapatos de Segarra bajo los soportales, comiendo pipas de girasol; s¨®lo que aqu¨ª los nietos de aquellos esclavos, en el d¨ªa de hoy, se han zampado medio kilo de carne cada uno para abrir boca. Sin anuncios que desde la televisi¨®n agredan al ciudadano con m¨®rbidos enseres, sin que inalcanzables muchachas de labios entreabiertos le sigan con la mirada desde las vallas publicitarias para ofrecerle un sue?o sugestivo de mercanc¨ªas, el pueblo camina sedado por la acera y, cuando levanta la cabeza, s¨®lo puede leer una consigna pol¨ªtica o sindical a lo largo de las pasarelas o divisar en los cortelones de algunas fachadas a un ferviente obrerazo de propaganda con la herramienta en el pu?o. Pero si uno siente la tentaci¨®n carnal puede entrar en los grandes almacenes de la plaza Roja para comprar cualquier ropa de penitencia.
Bragas de uralita
All¨ª hay de todo: bragas de uralita, sostenes de castigo, lancer¨ªa de gran calibre, botas que duran m¨¢s que el pie, zapatos como ca?ones sin retroceso, chaquetas de cuero con una sisa feroz, cualquier clase de productos con un dise?o cuaresmal a su alcance, cosas pr¨¢cticas y eternas. En la Uni¨®n Sovi¨¦tica no existe la moda.
-Cari?o, ?te gusta este liguero?
-A ver.
-El color es bonito. Gris de ceniza.
-Pesa demasiado.
-El encaje es de plomo, pero el amor no tiene barreras.
La ropa est¨¢ alicatada hasta el techo y ejerce una resistencia pasiva contra el cuerpo seg¨²n un programa para diez a?os. Por otra parte, la ense?anza es gratuita, la seguridad social y la vivienda est¨¢n solucionadas; as¨ª que los rublos s¨®lo son para zampar. Los sovi¨¦ticos est¨¢n demasiado gordos. El problema consiste en que la comida se pudre en las neveras. De pronto se ve una cola de gente cabizbaja, que da media vuelta a la manzana. Uno recorre la fila pose¨ªdo por la clase de misterio que encontrar¨¢ en el tenderete. Son helados. Los sovi¨¦ticos con gorrazo de astrac¨¢n chupan un cucurucho de helado a quince grados bajo cero. El resto es la decadencia. El pantal¨®n vaquero da calor en verano y fr¨ªo en invierno. No es exactamente una prenda de vestir, sino un signo de rebeld¨ªa, como el rock no es una m¨²sica, sino una forma de entender la vida buena parte de la juventud sovi¨¦tica est¨¢ hoy igual que uno en los a?os cincuenta, cuando a la hora de la sabatina so?aba con el barrio latino. En aquella somnolencia de la autarqu¨ªa de pronto aparec¨ªa por el claustro de la facultad un viajero rubio y desalmado contando lances de Par¨ªs. Resulta que all¨ª hab¨ªa strip-tease, las parejas se besaban en la calle, los cines pon¨ªan esas pel¨ªculas prohibidas, las librer¨ªas vend¨ªan cualquier clase de libros, en las cavas se hac¨ªa teatro existencialista. Oh, qu¨¦ esfumado placer.
Ahora el tren corre desde Lituania en direcci¨®n a Mosc¨². Este servidor est¨¢ instalado en el vag¨®n de lujo, en un departamento casi zarista con cama de s¨¢banas de hilo bordadas. Sobre la mesilla de noche hay un b¨²caro de porcelana con flores y una bandeja con golosinas. Una caucasiana de uniforme me ofrece el t¨¦, cuya taza va posada dentro de una trama de plata vieja. Por la ventanilla uno mira con ojos de occidental corrompido la estepa nevada, las oscuras manchas de abedules chorreando hielo, las blandas praderas que se abren entre los bosques bajo el cielo encapotado. El tren atraviesa el antiguo territorio de esclavos, donde ahora se ven pueblos de madera, granjas colectivas, invernaderos, tractores y silencio en el espectro tel¨²rico de la llanura. La m¨¢quina arrastra cuarenta convoyes con el romanticismo nocturno propio del caso. Aunque uno pod¨ªa hacerse servir la cena en aquel t¨¢lamo nupcial, prefiere no perderse el espect¨¢culo del vag¨®n restaurante. Para llegar hasta all¨ª hay que pasar por los departamentos de tercera. En los camastros colectivos, muy espesos de pueblo llano, se oye roncar entre las salmodias eslavas de algunos insomnes. Pero el vag¨®n restaurante es un cuadro de Dostoievski. Soldados de guerrera abierta, con la gorra de plato tiesa en el cogote; gente que r¨ªe y llora a la vez con una humedad de vodka en las cejas; una gorda human¨ªsima que canta con l¨¢grimas una canci¨®n melanc¨®lica. El tren avanza por la estepa y de madrugada aparecen en el horizonte los bulbos de oro, las altas torres de sangre seca coronadas con estrellas de rub¨ª, que puntean la fortaleza del Kremlin.
La noche de aquel d¨ªa en Mosc¨², un mando del partido me invit¨® a cenar en un comedor privado del hotel reservado para el Comit¨¦ Central. El llevaba una novia maravillosa, de ojos verdes como de gata de Leningrado, vestida con gorro de vis¨®n blanco y gamuzas delicadas de la v¨ªa Condoti, de Roma. Yo me dediqu¨¦ a comer caviar gris con cuchara. Despu¨¦s dimos un paseo por el estanque helado del patriarca de Rusia, donde, en un banco, una pareja de novios se besaba a diez grados bajo cero. Hablando de la potencia at¨®mica, de maquinaria pesada y de los fabulosos avances del socialismo llegamos a la plaza Roja. Mosc¨² estaba muy bello bajo aquella leche polar. En medio de aquella gloria funeral s¨®lo faltaba el ¨¢rbol del para¨ªso. ?Donde podr¨ªa uno comer la manzana envenenada?
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