M¨¢s all¨¢ del moralismo: de la iron¨ªa y el formalismo
La democracia es una representaci¨®n pol¨ªtica que asocia a la idea de soluci¨®n la imagen de desenlace, y que no enfrenta esta soluci¨®n sin atender a la resoluci¨®n de su argumento en la palestra. Representaci¨®n que se opone, pues, al secreto -la peor de las c¨¢maras, dec¨ªa alguien, es mejor que la mejor de las antec¨¢maras-, pero tambi¨¦n a la ilusi¨®n de visibilidad o transparencia total que alimentan los sistemas totalitarios. Representaci¨®n que se ofrece ya como una r¨¦plica estilizada y, en cierto modo, trucada de la realidad, con lo que a su funci¨®n representativa incorpora, a su vez, una funci¨®n cr¨ªtica: reproducci¨®n de la realidad social, pues, pero tambi¨¦n desmitificaci¨®n y reconocimiento del car¨¢cter convencional de la misma.(Una y otra vez vuelve a m¨ª el recuerdo de mi llegada a EE UU a los veintitr¨¦s a?os y mi descubrimiento de lo que era la democracia de los lobbies o grupos de presi¨®n. La infraestructura, que el marxismo nos hab¨ªa ense?ado a buscar por debajo de las ideolog¨ªas y las apariencias, aparec¨ªa all¨ª en el escenario, como parte de la mise en sc¨¨ne pol¨ªtica y sin m¨¢s camufiaje que su misma evidencia -lo cual, como en La carta robada, de Poe, resulta que es tambi¨¦n el mejor camuflaje.)
La convenci¨®n, fundamento del poder
Transparencia sin trascendencia; dramatizaci¨®n sin soluci¨®n: sin duda, es necesaria una cierta educaci¨®n est¨¦tica para llegar a apreciar este juego. Y tambi¨¦n cierta educaci¨®n ¨¦tica para tomar una opci¨®n pol¨ªtica sin coartadas ni legitimaciones metafisicas: para defender con pasi¨®n... una convenci¨®n. Porque convenci¨®n es, en efecto, la representaci¨®n pol¨ªtica tanto como la pl¨¢stica o la teatral. Pero una representaci¨®n que no podemos nunca -y menos en este pa¨ªs- dar por establecida o convenida (toda representaci¨®n exige la complicidad entre actores y espectadores acerca de su car¨¢cter ficticio), sino que requiere un aut¨¦ntico entusiasmo y dedicaci¨®n. Entusiasmo que f¨¢cilmente se despierta entre los alucinados defensores de un futuro o una tradici¨®n fenomenal, pero muy dif¨ªcil de despertar entre los est¨¦ticos defensores de una mera convenci¨®n social.
Y, sin embargo, deber¨ªamos ser capaces de transmitir la idea de que nada, nada en la historia del pensamiento pol¨ªtico ha resultado tan trascendental, tan revolucionario ni emocionante, como la afirmaci¨®n del fundamento convencional o pactado -es decir, no natural ni trascendental- de la sociedad y del Estado. ?C¨®mo explicar, si no era as¨ª, la aut¨¦ntica reacci¨®n internacional que se produjo cuando a un ginebrino mis¨¢ntropo y sentimental se le ocurri¨® hablar de un hipot¨¦tico contrato social como idea reguladora? Reacci¨®n, pi¨¦nsese bien, que no se limit¨® a los jesuitas, que desde entonces no dejar¨ªan de hablar de ¨¦l como del imp¨ªo Rousseau, sino que fue orquestada por los ilustrados mismos que, corro Voltaire, ve¨ªan en su discurso sobre el contrato social "las palabras de un aut¨¦ntico monstruo -'vano y cruel como Sat¨¢n', matiz¨® luego Diderotque prende el fuego de la sedici¨®n y querr¨ªa que los ricos fueran despojados por los pobres".
El pacto, como fundamento de la sociedad
Algo tendr¨¢, pienso yo, esta afirmaci¨®n rousseauniana, aparentemente tan trivial como para haber conseguido el consenso de fuerzas tan dispares como el Tribunal de Par¨ªs y el Consejo de Ginebra, los jesuitas y Voltaire, el papado y Diderot. Y lo que ten¨ªa y tiene, claro est¨¢, es que la idea del pacto o convenci¨®n como fundamento de la sociedad y del Estado es la ¨²nica alternativa progresista a la reacci¨®n, sea ¨¦sta en su forma c¨ªnica (Tras¨ªmaco) o en su forma ideol¨®gica (derecho natural). La convenci¨®n, pues, como ¨²nico fundamento del poder que va m¨¢s all¨¢ tanto de la fuerza pura como de la pura superstici¨®n.
Profundamente revolucionaria, esta afirmaci¨®n democr¨¢tica de la sociedad como convenci¨®n no es, por ello, menos vulnerable ni precana. Y tanto m¨¢s hoy, cuando ha perdido incluso su glamour revolucionario y aparece a tantos como una idea o una conquista meramenteformal. Frente a ellos, como frente a quienes creen que la democracia es ya algo adquirido y que lo que importa ahora es hacer la rendir, hay que recordar que la democracia es siempre y en todo lugar una realidad fr¨¢gil en la misma medida que compleja y rica, que es precaria y vulnerable como todo lo improbable. Y recordar a¨²n que una de las formas caracter¨ªsticas con que la modernidad ha tendido a abolirla ha sido precisamente ¨¦sta: queriendo adjetivarla para hacer de ella una aut¨¦ntica democracia org¨¢nica, social o lo que sea. Con ello, y por una especie de astucia del esp¨ªritu inexorable, la profundizaci¨®n de la democracia ha venido una y otra vez a convertirse en su propia negaci¨®n. De ah¨ª que haya que encontrar hoy la fuerza y el entusiasmo para defender, no ya su contenido o sus conquistas, sino sobre todo y ante todo sus formas: su ritual y su liturgia.
"Yo soy partidario de la democracia", escrib¨ªa Joan Crexells en 1928, "porque la democracia apela en m¨ª a un cierto sentido de la justicia (...), pero estoy lejos de creer que en el siglo XX -empleno siglo XX, como dicen los partidarios del progreso- no sea posible otra forma de organizaci¨®n pol¨ªtica. La democracia debe obtenerse, ahora y en todo tiempo, con un esfuerzo de sus partidarios, y cuando se ha conseguido una organizaci¨®n democr¨¢tica no hay que pensar en desarrollar una misi¨®n hist¨®rica para ver lo que nos trae la etapa superior del progreso, sino que, ante todo, hay que defenderla".
La dignidad intelectual
Y lo que dice Crexells de la democracia es literalmente aplicable hoy y aqu¨ª al socialismo. Uno no ha de ser socialista porque piense que se trata de una etapa hist¨®rica o de una ciencia social: por suerte, incluso aquello del "m¨¦todo correcto para el an¨¢lisis de la realidad" est¨¢ mucho menos claro de lo que sol¨ªa.
Lo que si parece claro, por el contrario, es que el socialismo .apela en nosotros a un cierto sentido de la justicia", con lo que complementamos nuestra opci¨®n democr¨¢tica por una dramatizaci¨®n sin soluci¨®n con esta opci¨®n socialista por una justicia sin fiducia. Una opci¨®n moral todo lo motivada y razonada que se quiera, pero sin coartada alguna que la haga dial¨¦cticamente necesaria o anal¨ªticamente correcta. Y tambi¨¦n un placer est¨¦tico, todo hay que decirlo, que obtenemos al contemplar el uso de las malas artes de la negociaci¨®n y el regateo mercantil al servicio, ahora, de los parados o de los usuarios del transporte urbano; de ver c¨®mo se exige de las grandes empresas y bancos un poco del neoliberalismo que ellos predicaban... para los dem¨¢s. Se trata, como puede verse, de un tradicional recurso o gusto formal que deriva de darle la vuelta a una situaci¨®n o, como dicen los franceses, de coger el problema par l`autre but de la chaine.
Una opci¨®n moral y un gusto est¨¦tico que se funden por fin en una actitud te¨®rica muy precisa: la dignidad intelectual que nos impide condescender en la pasi¨®n hegeliana de "tener la raz¨®n a toda costa" y que respeta escrupulosamente la distancia que sigue mediando siempre, aun despu¨¦s de todos nuestros esfuerzos en sentido contrario, entre las palabras y las cosas, entre las razones y las opciones, entre nuestro conocimiento y una naturaleza que, al decir de H¨®lderlin, "no naci¨® sino para festejarse a s¨ª misma". Dignidad que se resume en un peque?o texto del Essai sur la pihilosephie des probabilit¨¦s, de Laplace: "Todos los esfuerzos en la b¨²squeda de la verdad (o de la justicia) no hacen sino acercar la mente humana a la comprensi¨®n de la realidad, pero la distancia entre ambas siempre ser¨¢ infinita".
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