"Yo..., que no me pienso morir"
El mar. La mar. El mar. / S¨®lo la mar. / ?Por qu¨¦ me trajiste, padre, / a la ciudad?/ ?Por qu¨¦ me desenterraste / del mar? / En sue?os, la marejada / me tira del coraz¨®n. Se lo quisiera llevar. / Padre. ?Por qu¨¦ me trajiste ac¨¢?Yo siempre me he considerado, yo siempre fui, yo siempre sigo siendo un hijo de la mar de C¨¢diz de su bah¨ªa, de sus espumas y sus m¨¦danos, de su cal vibradora, de sus verdes y musicales balcones Yo, desde aquel mayo de 1917 mes de mi dolorosa arrancadura de aquel Puerto de Santa Mar¨ªa, donde nac¨ª, me traje conmigo a Madrid toda aquella alma azul y blanca, toda aquella destelladora y espejeante luz gaditana, que habr¨ªa de inundar no s¨®lo la primera poes¨ªa r¨ªtmica y cantable de mi Marinero en tierra, sino toda la que arrastr¨¦ a mi largo destierro de casi cuarenta a?os. Yo debo al mar de C¨¢diz -lo he repetido muchas veces- toda la sustancia de mi poes¨ªa, es decir, todo mi ser: el de los ¨¢ngeles m¨¢s luminosos, o el de los m¨¢s terribles y aborrasca dos. 1917.
1917 / Mi adolescencia, la locura / por una caja de pintura, / un lienzo en blanco, un caballete.
Porque yo llegaba a Madrid para ser pintor. En este ¨²ltimo mes de mayo se han cumplido ya 63 a?os.
Y las estatuas. En mi sue?o / de adolescente se enarbola / una Afrodita de escayola, / desnuda al ala del dise?o.
En el cas¨®n, ese precioso palacete del rey Felipe IV, en donde ahora, bien amarrado con transparente camisa de fuerza, se halla el Guernica, de Picasso, me instal¨¦ para aprender a dibujar -por lo menos la l¨ªnea cl¨¢sica de las estatuas-, alternando en seguida este aprendizaje con el del color, que descubro asombrado por las salas e inmensas galer¨ªas del Museo del Prado, mi casa, por lo menos a lo largo del tiempo que he podido permanecer en Espa?a.
?El Museo del Prado! ?Dios m¨ªo! Yo ten¨ªa / pinares en los ojos y alta mar todav¨ªa, / con un dolor de playas de amor en un costado, / cuando entr¨¦ al cielo abierto del Museo del Prado.
Pero en 1921, despu¨¦s de una muy vanguardista exposici¨®n de mis obras en el Ateneo de Madrid, la pintura se me fue alejando, escondi¨¦ndose, instal¨¢ndose en m¨ª la poes¨ªa, con avasalladora fuerza, con imperioso mando. Hab¨ªan pasado ya poco m¨¢s de seis a?os desde mi llegada a Madrid, cuando por los jardines de la residencia de estudiantes conoc¨ª a Federico Garc¨ªa Lorca, y junto a ¨¦l, a Salvador Dal¨ª, a Luis Bu?uel, al poeta malague?o Jos¨¦ Moreno Villa... Yo hab¨ªa publicado ya algunos breves poemas en la Revista Horizonte, que dirig¨ªa Pedro Garfias. A¨²n no hab¨ªa recibido el Premio Nacional de Poes¨ªa, que me otorgar¨ªa un jurado en el que figuraban, entre otros, Ram¨®n Men¨¦ndez Padla, Gabriel Mir¨® y Antonio Machado. Escribir un soneto entonces, despu¨¦s del movimiento ultra¨ªsta, era considerado casi un crimen. Pues yo, valientemente, dediqu¨¦ tres a Federico, que comenc¨¦ a admirar, poeta de Andaluc¨ªa la alta, dram¨¢tica y rec¨®ndita, yo poeta de Andaluc¨ªa la baja, Guadalquivir abajo, hacia la mar de C¨¢diz.
Sal t¨², bebiendo campos y ciudades, / en largo ciervo de agua convertido, / hacia el mar de las albas claridades / del mart¨ªn-pescador mecido nido. / Que yo saldr¨¦ a esperarte, amortecido, / hecho junco a las altas soledades, / herido por el aire y requerido / por tu voz, sola entre las tempestades. / Deja que escriba, d¨¦bil junco fr¨ªo, / mi nombre en esas aguas corredoras, / que el viento llama, solitario, r¨ªo. / Disuelto ya en tu nirve el nombre m¨ªo, / vu¨¦lvete a tus monta?as trepadora, / ciervo de espuma, rey del monter¨ªo.
?Ah! Luego, Juan Ram¨®n Jim¨¦nez, maravilloso y genial malasangre andaluza, en su azotea del barrio de Salamanca, mirando al Guadarrama. Y la aparici¨®n tambi¨¦n por aquellos jardines de la residencia de Pedro Salinas y JorgeGuill¨¦n. Y la inauguraci¨®n de mi amistad, permanente, nunca interrumpida, con el diablesco, enigm¨¢tico, burlesco, gran viejo verde y garab¨¢tico Jos¨¦ Bergam¨ªn. Y mi primer encuentro con Gerardo Diego, en el momento en que yo iba a retirar de una ventanilla, en el Ministerio de Instrucci¨®n P¨²blica, el importe del primer Premio Nacional de Poes¨ªa, y ¨¦l el del segundo, que le hab¨ªa sido concedido al declararse desierto el de teatro. ?Y c¨®mo olvidar a D¨¢maso Alonso, que me inici¨® en el culto a Gil Vicente, desafi¨¢ndonos, pocos a?os m¨¢s tarde, en el decir de memoria y sin equivocarnos, las Soledades y Laf¨¢bula de Polifemo y Galatea, de G¨®ngora?
?Ay, que entonces era del / a?o la estaci¨®n florida! / Tu vida andaba y mi vida / dentro en el vergel. / Y era en campo de alba pluma/ nuestro joven batallar / por la hija de la espuma, / lejos de la mar. / Nadar contra la corriente / nunca fue grano de an¨ªs. / ?D¨®nde est¨¢ ya Gil Vicente, / d¨®nde don Luis?
Entrever a Aleixandre
A Vicente Aleixandre, m¨¢s que verlo con frecuencia, lo entrev¨ª, ya que muy pronto su salud lo llev¨® a esconderse en su retiro de Miraflores. Poco antes de 1927, fecha del centenario de G¨®ngora, apareci¨®, de la mano de Jos¨¦ Mar¨ªa de Coss¨ªo, Ignacio S¨¢nchez Mej¨ªas, aquel inteligent¨ªsimo y bravo matador de toros -tardar¨¢ mucho tiempo en nacer, si es que nace, un andaluz tan claro, tan rico de aventura- que nos arrastr¨® a todos a Sevilla para el gran homenaje gongorino. Y all¨ª, t¨ªmido y secreto, perfil del aire, apareci¨® Luis Cernuda, y en el n¨²mero extraordinario que los poetas malague?os Emilio Prados y Manuel Altolaguirre dedicar¨ªan a la celebraci¨®n del centenario de G¨®ngora, los pintores Pablo Picasso y Juan Gris, junto a los m¨¢s j¨®venes ya instalados en Par¨ªs, Manuel Angeles Ortiz, Francisco Coss¨ªo, Hernando Vi?es, Bores. Mientras, en Espa?a y una de mis amistades era Gregorio Prieto y tambi¨¦n Santiago Onta?¨®n. Y luego, Benjam¨ªn Palencia, Alberto S¨¢nchez, el genial panadero y escultor toledano; Maruja Mallo, D¨ªaz Caneja, aquella llamada escuela de Vallecas, que nac¨ªa frente a las largas perspectivas de la llanura madrile?a. Pero yo estaba, despu¨¦s del rigorismo formal de Cal y canto, pose¨ªdo por todos los demonios de los ¨¢ngeles, en dolorosa convulsi¨®n y tenebrosas agon¨ªas, buscando tal vez una luz que todav¨ªa tardar¨ªa alg¨²n tiempo en aparecer.
Es cuando golfos y bah¨ªas de sangre, / coagulados de astros difuntos y vengativos, / inundan los sue?os. / Cuando golfos y bah¨ªas de sangre / atropellan la navegaci¨®n de los lechos / y a la diestra del mundo muere olvidado una ¨¢ngel. / Cuando saben a azufre los vientos / y las bocas nocturnas, a hueso, vidrio y alambre. / Yo no sab¨ªa que las puertas cambiaban de sitio, / que las almas pod¨ªan ruborizarse / de sus cuerpos, / ni que al final de un t¨²nel la luz tra¨ªa la muerte. / Oidme.
Yo no pod¨ªa dormir. No sab¨ªa bien qu¨¦ me pasaba, hacia d¨®nde ir, tironeando por algo que cada vez me hund¨ªa m¨¢s como en un t¨²nel sin salida... Pero en la calle hab¨ªa disparos. La universidad estaba convulsionada. Los estudiantes, sobre todo, se bat¨ªan y levantaban barricadas en la calle de Atocha, por la facultad de Medicina, por el paseo de la Castellana. Hacia all¨ª me fui, sin comprender a¨²n del todo por qu¨¦ iba. Y comenc¨¦ a escribir, todav¨ªa con ecos de Sobre los Angeles y Sermones y moradas, versos largos, inmensos, llenos de ira, de protesta, de furia, que pegaba por los muros de las calles, contra la dictadura del general Primo de Rivera. ?Ah! Ya la feliz d¨¦cada del veinte al treinta estaba tocando a su fin. Y yo ten¨ªa veintiocho a?os. Y comenc¨¦ a so?ar en morir en la calle como el h¨¦roe de la copla jonda andaluza.
Con los zapatos puestos / tengo que morir, / que si muriera como los valientes / hablar¨ªan de m¨ª.
Y despu¨¦s, la llegada de la Rep¨²blica, y mi intento de teatro popular, pol¨ªtico -Ferm¨ªn Gal¨¢n, el h¨¦roe de Jaca, fusilado por el general Berenguer-, obra estrenada con gran esc¨¢ndalo por Margarita Xirgu. Luego, pronto, me fui a Par¨ªs con mi compa?era, Mar¨ªa Teresa Le¨®n, pensionado por la junta de ampliaci¨®n de estudios para estudiar el teatro. Pas¨¦ un tiempo en Berl¨ªn, en donde coincid¨ª con Rosa Chacel, gran amiga y gran escritora, con la que luego compart¨ª algunos a?os de exilio en Argentina. Despu¨¦s de haber visitado un Mosc¨² sorprendente, en el que a¨²n resonaban los disparos del suicidio de Maiakovski, volv¨ª a Madrid, ya con el alma cambiada por la fuerte conmoci¨®n que me produjo la estancia en la Alemania de Hitler. En Madrid ya hab¨ªa aparecido Pablo Neruda. Y se comenzaba a hablar de Miguel Hern¨¢ndez, "aquel sorprendente muchacho de Orihuela", como lo llam¨® Juan Ram¨®n Jim¨¦nez. Con Mar¨ªa Teresa y otros escritores, algo distintos de los de mi generaci¨®n de poetas, fundamos la revista Octubre, en la que colaboraron Antonio Machado y Luis Cernuda. Mis simpat¨ªas por el partido comunista ya eran claras. Un d¨ªa, en Madrid, en la barriada de Toledo, en un peque?o mitin en el que me present¨¦ para recitar, conoc¨ª a una bell¨ªsima mujer, con aire de obrera, a la que cantar¨ªa algo m¨¢s tarde. ?Qui¨¦n no la ha visto? Es de la entra?a / del pueblo c¨¢ntabro y minera. / Tan hermosa como s¨ª fuera / tierra y cielo de toda Espa?a. / ?Qui¨¦n no la escucha? De los llanos / sube su voz hasta las cumbres, / y son los hombres m¨¢s hermanos / y m¨¢s altas las muchedumbres.
Aquella hermosa mujer era Dolores Ib¨¢rruri, conocida popularmente por La Pasionaria.
Cuando fue derribada y ahogada en sangre la Rep¨²blica yo ten¨ªa ya 37 a?os. Yo fui todo el tiempo defensor de Madrid, a quien llam¨¦ en un libro de poemas Capital de la gloria. Al final tuve la suerte milagrosa de llegar a Or¨¢n y luego a Par¨ªs, en donde me gan¨¦ la vida trabajando como locutor en la radio Par¨ªs-Mondial, hasta que los alemanes rompieron la l¨ªnea Maginot y pude emigrar como exiliado a Argentina. Y all¨ª, en el R¨ªo de la Plata, entre Montevideo y Buenos Aires, permanec¨ª veinticuatro a?os, con tantos buenos amigos artistas y escritores, muchos de los cuales tienen ahora que vivir exiliados entre nosotros, a quienes debemos por todos los medios ayudar a vivir clara y abiertamente y sin dificultades, como si se encontrasen en su patria.
Mientras sent¨ªa crecer a Aitana la hija que naci¨® entre los r¨ªos argentinos, yo ve¨ªa siempre a trav¨¦s de los paisajes pampeanos y fluviales de aquel enorme pa¨ªs, como por transparencia, a la patria perdida y torturada durante tanto tiempo. Y all¨ª, en las soledades vecinas al r¨ªo Paran¨¢ escrib¨ªa mis baladas y canciones.
Hoy las nubes me trajeron, / volando, el mapa de Espa?a. / Qu¨¦ peque?o sobre el r¨ªo / y qu¨¦ grande sobre el pasto / la sombra que proyectaba. / Se le llen¨® de caballos la sombra que proyectaba. / Yo, a caballo, por su sombra / busqu¨¦ mi pueblo y mi casa. / Entr¨¦ en el patio que un d¨ªa / fuera una fuente con agua. / Aunque no estaba la fuente, / la fuente siempre sonaba, / y el agua que no corr¨ªa / volvi¨® para darme agua.
Y luego, cuando despu¨¦s del r¨¦gimen del general Per¨®n, tuve que dejar con gran dolor aquella segunda patria, eleg¨ª como nueva vivienda Italia, Roma, en la que permanec¨ª gustosamente, quince a?os.
El fusilamiento de Garc¨ªa Lorca
Amigas y amigos: much¨ªsimos son los escalones que he tenido que subir en mi vida para llegar a alcanzar, de nuevo, el estar aqu¨ª entre vosotros, despu¨¦s de casi cuarenta a?os de no querida ausencia. Federico Garc¨ªa Lorca fue fusilado cuando ten¨ªa 38. Yo no s¨®lo he doblado esa edad, sino que tengo cuatro a?os m¨¢s todav¨ªa: ochenta, ma?ana exactamente, y bajo el signo galopeador de Sagitario. Aquella guerra se inaugur¨® con la muerte del poeta de Granada y termin¨® con la de Antonio Machado en un pueblo de Francia. Luego vino la de Miguel Hern¨¢ndez, tirado en el camastro de una c¨¢rcel alicantina. Y lejanos, en el destierro, fueron muriendo Juan Ram¨®n Jim¨¦nez, Pedro Salinas, Jos¨¦ Moreno Villa, Le¨®n Felipe, Emilio Prados, Luis Cernuda, Pedro Garfias, Juan Rejano, Arturo Serrano Plaja, Jos¨¦ Herrera Petere y, ¨²ltimamente, Juan Larrea. A¨²n quedamos aqu¨ª de aquel ejemplar grupo o generaci¨®n del 27 Jorge Guill¨¦n, Gerardo Diego, D¨¢maso Alonso, Vicente Aleixandre, Jos¨¦ Bergam¨ªn... y yo. Yo... que no me pienso morir. A Federico, por todo lo que falt¨® de vida, le dedico este final.
Me ver¨¦is un cometa enloquecido, / Matusal¨¦n de pelo enmara?ado, / con m¨¢s siglos que el mar aborrascado, / sabiendo bien a d¨®nde va encendido. / ?A ese! ?A ese! ?A pedradas! ?Qui¨¦n ha sido / ?Qui¨¦n es? ?Qu¨¦ cosas dice ha predicado? / Los pueblos de la cal no lo han borrado / ni sus playas del sur desconocido. / Raudo toro de fuego, no desciende, / no baja el testuz nunca hacia la arena, / pues en su sangre no past¨® buey manso. / Cuanto m¨¢s lo fustigan, m¨¢s se enciende, / y aunque tal vez arda con su melena, / arder¨¢ en pie sin fin y sin descanso.
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