Cuento de Navidad
El escritor anciano volvi¨® a casa, despu¨¦s de ausencia de meses, en v¨ªspera de Navidad y tras las elecciones. Cuando entr¨® en su despacho se aterr¨®. Encima de la mesa y por los suelos hab¨ªa cantidades inmensas de paquetes, cartas, anuncios, prospectos. Ten¨ªa que dar cara a todo aquello y sus fuerzas eran pocas. ?C¨®mo empezar?Dej¨® los grandes paquetes y las cartas de tipo familiar para el final y comenz¨® con los sobres de contenido m¨¢s enigm¨¢tico.
Hay que advertir que el escritor anciano era solter¨®n, solitario y sin vida social y p¨²blica casi. Abri¨® distra¨ªdamente el primer sobre que le vino a mano. Conten¨ªa una carta en la que se le trataba de "distinguido cliente" y luego se le ofrec¨ªa una serie de costosos abrigos de pieles: para se?oras... "Este no es para m¨ª. El cartero se ha equivocado de piso", pens¨® en principio. Pero no. El sobre ten¨ªa su nombre bien claro y la direcci¨®n tambi¨¦n lo estaba. El escritor anciano empez¨® a dudar. Dudaba ya de todo: "?Cu¨¢ndo habr¨¦ sido yo cliente de una peleter¨ªa de lujo?", se pregunt¨® caviloso. Haciendo gran esfuerzo de memoria se acord¨® de que su abuela, all¨¢ hacia 1915, le hab¨ªa comprado un chaquet¨®n de piel de borrego. Pero ?despu¨¦s? Dio un suspiro prolongado y abri¨® otro sobre. La carta empezaba con un "mi querido amigo" prometedor. Pero resultaba que aquel querido amigo que le escrib¨ªa era cierto pol¨ªtico al que no conoc¨ªa personalmente y de sus ideas no sab¨ªa nada. El querido amigo le ped¨ªa su voto, prometi¨¦ndole una serie de ventajas, que no le alcanzaban. Dio otro suspiro m¨¢s largo a¨²n y abri¨® el tercer sobre. Este conten¨ªa una circular en la que el grupo revolucionario m¨¢s radical de los existentes le trataba de camarada. En una cuarta misiva m¨¢s bien pod¨ªa pensarse que simpatizaba con unos templados democristianos. Por una quinta parec¨ªa que deb¨ªa tener especial atracci¨®n por determinada sociedad esot¨¦rica... La inquietud comenz¨® a dominarle. ?Cu¨¢ntas gentes le consideraban de los suyos! ?Y ¨¦l sin enterarse! Pens¨® que era ego¨ªsta y desagradecido. Abri¨® quince o veinte cartas m¨¢s, en que generosa, simp¨¢ticamente, se le atribu¨ªan otras caracter¨ªsticas, aficiones e ideas; ora resultaba consumidor de los mejores perfumes de se?ora, ora padre prol¨ªfico, ora hombre de convicciones religiosas muy robustas, enemigo declarado del terrorismo, campe¨®n de las amnist¨ªas y defensor de medidas contra la tortura. Todos los que le escrib¨ªan parec¨ªan conocerle a fondo. Todos sab¨ªan lo que le conven¨ªa. Eran amigos. El escritor anciano, sin embargo, no se reconoc¨ªa a trav¨¦s de esta correspondencia proteica. El hab¨ªa gastado siempre un poco de dinero en comprar cuartillas en la modesta papeler¨ªa de su barrio, en beber algo de cerveza y m¨¢s en las librer¨ªas de ocasi¨®n. Pero los comercios de lujo le produc¨ªan miedo reverencial y los grandes grupos sociales fuerte inquietud. ?C¨®mo le pod¨ªan asociar con un abrigo de astrac¨¢n o un perfume sutilmente femenino? ?C¨®mo podr¨ªan pensar en ¨¦l tantas gentes importantes? Todo esto, en fin, le produjo cierto orgullo. Tambi¨¦n ver, al rasgar los sobres y envoltorios de las revistas que se amontonaban en el despacho, que eran publicaciones de corte moderno, juvenil y que los que se las enviaban parec¨ªan considerarle uno de los suyos: A los viejos les gusta la juventud. M¨¢s que a los j¨®venes la vejez. Es natural. Aquellos j¨®venes parec¨ªan apreciarle, pese a todo.
Repas¨®, as¨ª, los textos, a veces cr¨ªpticos, con la mayor satisfacci¨®n, pero sin entender tampoco demasiado por qu¨¦ llegaban a sus manos. No sab¨ªa nada de sus autores, no comprend¨ªa nada de lo que discut¨ªan. La clav¨ªcula de Salom¨®n le parec¨ªa m¨¢s inteligible.
Cuando ya hab¨ªa puesto en un gran mont¨®n sobres y envoltorios, le lleg¨® el turno a lo que le resultaba m¨¢s familiar. Hab¨ªa en la correspondencia restante tres cartas en que le anunciaban la muerte de tres amigos: tambi¨¦n que otros estaban achacosos y que uno, por lo menos, viv¨ªa a gusto. Despu¨¦s, el escritor se sent¨® en su sof¨¢ a leer dos cat¨¢logos de librer¨ªas de ocasi¨®n, o de mayores pretensiones, y otro de discos. Con ellos ya se le abri¨® el horizonte, su propio horizonte. Hac¨ªa mucho que quer¨ªa leer un Arte de bien morir de cierto famoso jesuita y en uno de los cat¨¢logos se ofrec¨ªa a precio asequible. Por otro lado, la casa de m¨²sica que frecuentaba anunciaba un disco con la colecci¨®n.de romanzas italianas de Francesco Paolo Tosti , que ¨¦l hab¨ªa o¨ªdo cantar a su madre, acompa?¨¢ndose al piano hac¨ªa sesenta y tantos a?os, cuando era adolescente. A¨²n conservaba el cuaderno de m¨²sica que las conten¨ªa.
Sali¨® de casa r¨¢pido, y en la librer¨ªa de viejo encontr¨® todav¨ªa en venta el Arte de bien morir. Fue luego a la tienda de m¨²sica y compr¨® el disco. Con los dos objetos en su poder pas¨® por delante de una tienda de pieles y de una perfumer¨ªa despu¨¦s, y contempl¨® sus escaparates con simpat¨ªa ben¨¦vola. Algo le tocaban. Y lleg¨®, poco a poco, la noche de Navidad, la Nochebuena. El escritor anciano estaba solo. Comi¨® y bebi¨® regularmente y despu¨¦s comenz¨® a leer el Arte de bien morir. All¨ª descubri¨® que una onza de paz vale m¨¢s que una libra de victoria. Al llegar a un momento de la lectura se qued¨® dormido: vio desfilar ante sus ojos a muchas personas agradables. Una le ofrec¨ªa un abrigo de pieles precisamente, otra perfumes, otras programas pol¨ªticos de derecha y de izquierda. Los ¨¢rabes le hac¨ªan gestos de amistad, los israel¨ªes tambi¨¦n. Hasta del Tercer Mundo le llegaban sonrisas. Tambi¨¦n de un grupo de j¨®venes que deb¨ªan ser poetas modernistas, pintores abstractos y hasta m¨²sicos ultradodecaf¨®nicos. Con el ruido que produc¨ªan ¨¦stos se despert¨®... y se acord¨® de las romanzas de Tosti. Al filo de la medianoche puso el disco. Cuando lleg¨® a la romanza Vorrei morire le debi¨® dar un s¨ªncope y se qued¨® muerto. Al d¨ªa siguiente, los primeros que entraron en la habitaci¨®nSe lo encontraron r¨ªgido, pero con la sonrisa en los labios. No hab¨ªa muerto cuando el aire es templado y el cielo sereno... Pero no cabe duda de que hab¨ªa muerto a gusto. En la mano, sin embargo, ten¨ªa la carta de la peleter¨ªa de lujo, encabezada con lo de "distinguido cliente". El escritor anciano hab¨ªa puesto una gran interrogaci¨®n con l¨¢piz azul a este encabezamiento.
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