La ignorancia de la ley
Toda ciencia experimental postula la independencia del objeto cognoscible respecto al proceso del conocimiento. En otras palabras, el investigador no alterar¨¢ con su examen el fen¨®meno que quiere estudiar. Las ciencias del esp¨ªritu -para usar la nomenclatura de Dielthey- buscar¨¢n la manera de hacer suya esa suprema norma que no s¨®lo determina una direcci¨®n a seguir en la investigaci¨®n, sino que -de rechazo- otorga al objeto espiritual la carta de naturaleza o el certificado de nacimiento, imposible de adquirir por otro conducto. La impl¨ªcita paradoja ha constituido desde siempre un motivo de tortura para todo fil¨®sofo. Pues si el objeto metaf¨ªsico es creado -a diferencia del natural- por la ciencia que lo estudia, ?c¨®mo pretender¨¢ ¨¦sta que no lo modifica? En cierto modo, de tal apor¨ªa nace la esencia, el ente espiritual creado por la raz¨®n, pero inmodificable por ella; y, por consiguiente, inasequible, no investigable, no alcanzable en su totalidad por el conocimiento.Aunque nada s¨¦ de esa materia, quiero suponer que la ciencia del derecho es quiz¨¢ la m¨¢s equ¨ªvocamente situada entre Escila y Caribdis y que su afiliaci¨®n en cuanto ciencia natural o ciencia del esp¨ªritu var¨ªa en raz¨®n de su mal acomodo en uno de los terrenos por el acoso del otro. Y supongo tambi¨¦n que la hip¨®tesis de un derecho natural procede de la necesidad de remitirse a una ley anterior e independiente del esp¨ªritu de las leyes. Se supondr¨¢ as¨ª pues que en la matriz ortogen¨¦tica se incluyen todos los elementos de ese derecho natural, en el grado de evoluci¨®n adecuado al animal que hab¨ªa de ser el hombre cuya conducta nunca podr¨¢ sustraerse a las leyes derivadas de aqu¨¦l. En cuanto esa conducta se estudie como una de tantas variantes antropol¨®gicas ni siquiera ser¨¢ menester plantearse la cuesti¨®n, pues jam¨¢s la antropolog¨ªa ha pretendido ser otra cosa que una ciencia natural, pero ?qu¨¦ pasa si esa conducta se examina desde la ciencia del derecho?
En ese orden de problemas y en esa equ¨ªvoca frontera entre las ciencias se sit¨²a la vigencia de un antiguo y conocido axioma, a saber, que la ignorancia de la ley no exime de su cumplimiento. Un axioma, por as¨ª decirlo, que arroja al hombre en brazos del abogado, y aun de un conjunto casi infinito de abogados especializados, pues ?qu¨¦ hombre puede haber en el mundo que conozca las leyes?
El axioma, sin duda, podr¨¢ tener un valor social en aquella comunidad regida por un cuerpo de leyes breve y contundente, tal como el dec¨¢logo mosaico, que quepa en la cabeza del ciudadano m¨¢s romo; pero, si esas leyes crecen, se multiplican y complican hasta formar c¨®digos del volumen y la complejidad del Man¨², el Lev¨ªtico o el Cor¨¢n, es porque existe un cuerpo de sacerdotes especializados (y lo de menos es saber qui¨¦n crea a qui¨¦n) en el cumplimiento de las mismas ante las infracciones del
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ciudadano de a pie, incapaz de tenerlas todas en su cabeza al tiempo que lleva una vida regular, no exclusivamente dedicada a la oraci¨®n, y de tanto en tanto comete un ligero atropello. De ah¨ª que me atreva a afirmar que desde aproximadamente el a?o 2000 antes de Cristo, el axioma, si ha de tener valor social, no se puede formular de la manera usual, sino de la variante no dicha pero practicada por la sociedad desde aquellas bravas fechas: la ignorancia de la ley exige la consulta al abogado, quien deber¨¢ aconsejar al ciudadano sobre lo que le toca hacer. De esa formulaci¨®n se sigue el hip¨®crita mandato: lo legal es consultar al abogado o, dicho de otra manera, para bien o para mal, meta usted a un abogado en su casa. Del mandato surgir¨¢ la profesi¨®n y de la profesi¨®n el mandarinato, esto es, la casta que tiene acceso al conocimiento de las leyes y que para protegerse y seguir siendo casta ante el crecimiento demogr¨¢fico estimula el crecimiento jur¨ªdico, a fin de que por muchos ciudadanos que haya (y algunos ociosos, con tiempo para todo, incluso para el estudio y la oraci¨®n) haya siempre un n¨²mero mayor de leyes que formen un cuerpo inaccesible para el ciudadano que lleva una vida regular y s¨®lo de cuando en cuando comete un peque?o atropello.
El crecimiento y la complicaci¨®n de la sociedad y de su cuerpo de leyes obliga a establecer una prioridad, una ley b¨¢sica y simple, facilitada con el bonito recurso al derecho natural: el ciudadano tiene que cumplir la ley aunque no le conozca, que es lo normal. Y ?si la conoce? Pues bien, si la conoce no tiene que cumplirla, pues, desde el mandarinato aquel, a quien no interesa cumplir una ley siempre ser¨¢ capaz de encontrar o promulgar otra que le permita eludir la primera. As¨ª pues, si el axioma la ignorancia de la ley no exime de su cumplimiento tiene valor universal -enti¨¦ndase, en todo su alcance-, tambi¨¦n lo tendr¨¢ su sim¨¦trico y doblemente opuesto: El conocimiento de la ley exime de su cumplimiento.
Pero, se me dir¨¢, ese conocimiento no es posible y, por tanto, ese caso -el del conocedor de todas las leyes- no se puede dar. Ah¨ª, precisamente ah¨ª, est¨¢ el primer punto al que yo quer¨ªa ir a parar: que en virtud de la incesante actividad del mandarinato, el conocimiento universal de las leyes no es posible. Si la imposibilidad de su conocimiento absoluto es la condici¨®n de existencia del ente metaf¨ªsico, ya est¨¢ conseguido mediante ese atribulado proceso. Y si se considera como un objeto natural -que no ser¨¢ modificado por la investigaci¨®n- tambi¨¦n lo ser¨¢. Por consiguiente, se puede prescindir del derecho natural, pues, como dec¨ªa Laplace, no hay ninguna necesidad de esa hip¨®tesis para llegar a donde se quiera llegar.
?Y todo esto a qu¨¦ viene? Es muy sencillo: dentro de muy poco, probablemente en menos de un siglo, de seguir las cosas como van, todos los ciudadanos de todos los pa¨ªses ser¨¢n delincuentes. A pesar de estar relativamente cerca, me temo -empero- que me voy a perder ese espect¨¢culo tan reconfortante. Todos los ciudadanos de todos los pa¨ªses acabar¨¢n con sus huesos en la c¨¢rcel. All¨ª, en contraste con las calles (desiertas, si he de seguir con la profec¨ªa), las leyes imperantes son muy pocas y sencillas; se limitan al reglamento del establecimiento penitenciario condensado en unos cien art¨ªculos, de los cuales solamente unos diez rigen la vida del recluso: una vuelta, por as¨ª decirlo, a los felices d¨ªas del dec¨¢logo, cuando de verdad ten¨ªa sentido el axioma de la ignorancia. Pero ese bello momento durar¨¢ poco, porque paulatinamente habr¨¢ que ir creando nuevos art¨ªculos y normas para meter en cintura a los infractores, momento que al punto adivinar¨¢n y aprovechar¨¢n los mandarines para echar los fundamentos de su casta mediante un astuto aprovechamiento de la multiplicaci¨®n y complicaci¨®n de las normas. Y todo volver¨¢ a empezar. Cuando un m¨®vil recorre una trayectoria c¨ªclica, todo progreso le aproxima al punto del que parti¨®. Cada ley que promulga el legislativo hace m¨¢s insostenible el axioma de la ignorancia y m¨¢s aproxima a la sociedad a la nueva era decal¨®gica, cuyos tres primeros mandamientos ya se apuntan en el horizonte: el primero, respetar¨¢s al Estado como a ti mismo; el segundo, tributar¨¢s como manda el Estado; el tercero, no aparcar¨¢s en zona prohibida.
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