?Tiene futuro la familia?
Ya el mero hecho de que tenga sentido plantearse la pregunta revela que algo muy importante est¨¢ cambiando en las sociedades occidentales avanzadas. Es bien sabido que, desde hace varias d¨¦cadas, intelectuales y pol¨ªticos conservadores y autoridades eclesi¨¢sticas vienen denunciando lo que llaman la "crisis de la familia", crisis que ser¨ªa, sobre todo, una crisis moral; la sexualidad pre y extramarital, el cambio de rol de la mujer, la falta de autoridad paterna o el influjo de los mass-media ser¨ªan algunos de los culpables del deterioro de la instituci¨®n familiar.Efectivamente, los datos son en su mayor¨ªa ciertos, aunque el an¨¢lisis no lo sea. Que el pensamiento conservador atribuya la decadencia de la familia al cambio en las actitudes morales y, en definitiva, a un nuevo ethos colectivo no debe asombrarnos; para ellos, el orden social es sobre todo un orden moral de creencias compartidas. Esto, sin embargo, creo que es un an¨¢lisis superficial, basado en un modelo ingenuo. El orden social no se sustenta en el orden moral, sino al rev¨¦s, y quiz¨¢ sea en el estudio de la evoluci¨®n familiar donde esta inversi¨®n causal se patentiza con mayor claridad.
No sabemos si la familia tiene futuro, pero nadie duda de su honroso pasado. Junto con un m¨ªnimo de tecnolog¨ªa y un lenguaje hablado, la familia -o mejor, el parentesto- es una de las instituciones que antrop¨®logos y paleoantrop¨®l¨®gos encuentran en toda sociedad humana conocida. Tanto es as¨ª, que el presunto fundador de la sociolog¨ªa, Augusto Comte, estimaba que "en el orden humano no existen familias sin sociedad, como tampoco sociedad sin familia... Las nociones de familia y sociedad no son... separables sino provisionalmente". Tesis que repite Juan Pablo II, cuando afirma que el futuro de la sociedad depende del de la familia.
Y, efectivamente, durante miles de a?os y para miles de sociedades humanas el parentesco ha sido la instituci¨®n fundamental, pues en ella quedaban englobadas todas las dem¨¢s: autoridad pol¨ªtica y organizaci¨®n para la guerra, jerarqu¨ªa y estratificaci¨®n social, culto religioso de los antepasados, divisi¨®n del trabajo, producci¨®n y distribuci¨®n de los recursos, socializaci¨®n, seguridad colectiva, etc¨¦tera. Su fuerza fue tal que las primeras ciudades conocidas, hasta la aparici¨®n del ayuntamiento, se organizaban por tribus y gentes, es decir, por familias; y conserva a¨²n todo su vigor en algo tan importante como el nombre propio, que en todo el mundo es un nombre familiar que nos ubica en el complejo entramado de relaciones sociales.
Cada vez menos familias
Sin embargo, lo que hoy conocemos como familia es el resultado de un secular y lento proceso de p¨¦rdida de funciones de la instituci¨®n del parentesco, que ha quedado reducida a esa vaga caricatura de s¨ª misma que es la pareja conyugal con los hijos. Las causas de este proceso son varias: la separaci¨®n entre el trabajo y el hogar, provocada por la aparici¨®n de la f¨¢brica; la p¨¦rdida de importancia del patrimonio familiar, como consecuencia de la salarizaci¨®n general; la intensidad de los procesos de movilidad social (horizontal y vertical), que rompen la unidad local de la familia extensa; el trasvase de funciones desde la familia a organizaciones formales, como en los casos de la educaci¨®n o social?zaci¨®n (que pasa a las escuelas y a los mass-media), y la seguridad colectiva, asumida por el Estado, etc¨¦tera. La familia que hoy conocemos es s¨®lo una unidad m¨ªnima de consumo, orientada a la crianza -que no educaci¨®n- de los hijos. En este sentido, la crisis de la familia tiene m¨¢s de un siglo de antig¨¹edad -de hecho ya lo se?al¨® Le Play-, y las causas de su crisis tienen m¨¢s que ver con el desarrollo del modo de producci¨®n capitalista y el Estado moderno que con ninguna crisis de valores.
Esto es ya un cambio hist¨®rico notable. Pero, por desgracia (o por fortuna), la disoluci¨®n de la familia puede que no haya hecho m¨¢s que empezar. Efectivamente, una instituci¨®n como esta puede perder importancia de dos modos: bien porque se reduzcan sus funciones y su tama?o; bien porque, independientemente de lo anterior, disminuyan sus unidades. El paso del parentesco a la familia extensa y de ¨¦sta a la nuclear no ha sido, ciertamente, un proceso lineal, pero s¨ª continuo; a lo largo de ¨¦l los lazos familiares han ido perdiendo vigor paulatinamente. Asistimos, sin embargo, hoy a un segundo proceso: el de la disminuci¨®n del n¨²mero de familias. O, dicho de otro modo, la sociedad civil y la vida privada se organizan cada vez menos alrededor de hogares familiares. Esto tiene una clara explicaci¨®n que, por supuesto, tampoco tiene nada que ver con la moralidad colectiva.
Sustancialmente, el proceso viene determinado por variables demogr¨¢ficas (a su vez determinadas por otras muchas). Primero, una radical disminuci¨®n de la mortalidad, en general y especialmente de la mortalidad infantil, fen¨®meno crucial que ha sido sobre todo consecuencia de importantes mejoras en la alimentaci¨®n, higiene, medicina y salud colectivas, y que se traduce en un alargamiento de la vida media; la esperanza de vida al nacer, que era en 1900 de 34,76 a?os, era ya en 1975 de 73,34 a?os. Este alargamiento de la vida media, que pr¨¢cticamente se ha doblado en menos de un siglo, es uno de los fen¨®menos m¨¢s notables y de mayores repercusiones. Pues, si los ciudadanos viven el doble de tiempo, ello quiere decir que las necesidades sistem¨¢ticas de reproducci¨®n se reducen a la mitad; en 1900 era necesario reproducirse cada 34 a?os; hoy cada 73. As¨ª pues, para mantener un volumen de poblaci¨®n constante (reproducci¨®n simple) puede optarse, bien por reducir la velocidad de reproducci¨®n a la mitad, o bien, lo que es m¨¢s sencillo, puede reducirse el n¨²mero de familias a la mitad (o una mezcla de ambos, menos familias con menos hijos, que es lo que de hecho ocurre). Pues, en todo caso, para una reproducci¨®n simple hacen falta la mitad de ni?os.
Como, por otra parte, la mortalidad infantil es baja, ello quiere decir que esa hipot¨¦tica reproducci¨®n simple puede llevarse a cabo en muy pocos a?os. Ya no hace falta tener cinco o siete hijos/as para que al menos dos de ellos lleguen a reproducirse; bastar¨¢ con tener dos, cuya crianza ocupa, por tanto, una parte menor de la vida total de la familia. Si antes una pareja ten¨ªa que dedicar la casi totalidad de sus a?os de vida adulta a la reproducci¨®n, hoy basta con quince o veinte a?osde los 73 que esperan vivir. As¨ª, los casi trece a?os que las mujeres espa?olas de 1900 necesitaban para tener sus cuatro o cinco hijos se transforman ahora en s¨®lo 7,5 a?os para tener dos o tres hijos. La etapa fecunda abarcaba entonces casi la mitad de la vida media de la familia, mientras hoy no llega al 17%. C¨®mo y por qu¨¦ el descenso de mortalidad se ha traducido posteriormente en un descenso de la natalidad es uno de los problemas cl¨¢sicos de la sociolog¨ªa de la poblaci¨®n. En todo caso, hoy s¨ª sabemos con certeza cu¨¢l es la variable mediadora: los diversos m¨¦todos de control de la concepci¨®n, que han desvinculado totalmente las relaciones sexuales de la maternidad. Desvinculaci¨®n que quiere decir algo importante: las mujeres que trabajan no abandonan a sus hijos para hacerlo; es m¨¢s bien al contrario. Disponen de tiempo libre en la medida en que, progresivamente, dependen menos de las necesidades reproductivas, y pueden orientar sus capacidades y talentos a otras actividades. Podr¨ªamos decir que la mujer, vinculada a la necesidad reproductiva de la especie, est¨¢ siendo desamortizada, liber¨¢ndose de un trabajo que le ven¨ªa biol¨®gicamente impuesto por la alta mortalidad tradicional.
P¨¦rdida de importancia
En resumen, el alargamiento de la vida, junto con la disminuci¨®n radical de la mortalidad infantil, ha reducido notablemente la necesidad social de reproducci¨®n y, por tanto, la familia ha perdido importancia como instituci¨®n. Esto tiene consecuencias muy interesantes, tanto para la familia en s¨ª misma como para sus relaciones con la sociedad global.
Efectivamente, un primer modo de aproximarse a estos cambios en el interior de la familia es analizando el ciclo de vida familiar, como ha hecho entre nosotros Salustiano del Campo, siguiendo las investigaciones pioneras de Paul C. Glick. En sus trabajos ha venido a mostrar que una familia media dedica a la crianza y educaci¨®n de los hijos casi la mitad de tiempo que hace s¨®lo ochenta a?os. Si tenemos presente que son los hijos el fundamento y raz¨®n de ser b¨¢sico de la familia, comprenderemos ahora la inestabilidad de la misma. Otro resultado de estos cambios es dibujar un ciclo de vida en tres etapas: una primera con la familia de origen; otra con la familia de procreaci¨®n; y una final en que la pareja queda sola sin los hijos, (lo que se denomina de nido vac¨ªo), que puede durar de los 45 a los 75 a?os, en que fallecen los padres, etapa que se alarga progresivamente, planteando un nuevo y grave problema: el de la tercera edad.
Pero quiz¨¢ donde la p¨¦rdida de importancia de la familia sea mayor es en su relaci¨®n con la sociedad global en la que se inserta. Tradicionalmente, las sociedades occidentales se organizaban como una red de familias emparentadas y, por ello, la mayor¨ªa de los hogares eran familiares. Dicho de otro modo, la mayor¨ªa de las personas viv¨ªan con su familia (de origen o de procreaci¨®n). Esto se manifestaba a¨²n en Espa?a en el censo de 1970, seg¨²n el cual el 89,38% de los hogares eran familiares, y de ellos el 70% estaban formados; por la pareja con hijos a¨²n solteros. Sin embargo, a lo que se asiste hoy es a un desmesurado crecimiento del porcentaje de hogares no familiares (o de familia incompleta), que, salvo del censo espa?ol de 1980, a¨²n no disponible, puede ilustrarse con datos del censo americano de la misma fecha. (En qu¨¦ medida Estados Unidos se?ala el futuro de pa¨ªses menos desarrollados es algo siempre discutible, por lo que toda generalizaci¨®n ha de aceptarse s¨®lo provisionalmente. Pero esta ha sido la pauta en muchos otros campos y no hay raz¨®n para suponer que no lo ser¨¢ igualmente en el de la familia). Efectivamente, los datos del censo americano de 1980 han puesto de manifiesto una serie de tendencias de enorme importancia, como son:
1. Disminuci¨®n relativa de los hogares familiares: de 1970 a 1980 las parejas que se casaron han crecido por debajo del aumento de la poblaci¨®n. Concretamente, la tasa de matrimonios (matrimonios al a?o por cada mil mujeres solteras mayores de quince a?os) cay¨® un 20,5% durante el per¨ªodo censal Adem¨¢s, los nuevos matrimonios tienen menos hijos, los tienen m¨¢s tarde, crece espectacularmente el porcentaje de matrimonios sin hijos y ¨¦stos abandonan antes el hogar paterno.
2. Pero lo m¨¢s notable es el crecimiento de los hogares no familiares. De los 15,7 millones de nuevos hogares que se crearon en el per¨ªodo citado, el 55,6% no son familiares; adem¨¢s, del 44,4% restante, la mitad tienen s¨®lo un cabeza de familia. De este modo s¨®lo el 22% de los nuevos hogares son familias completas. Los no familiares han crecido un 73,5%, seis veces m¨¢s deprisa que la poblaci¨®n, dato agregado que puede desglosarse en los siguientes crecimientos de los hogares at¨ªpicos:
a) De hombres o mujeres no casados con residencia propia (crecen un 118,3% y un 89,3 %, respectivamente).
b) De hombres o mujeres separados o divorciados con residencia propia (crecen un 121,8% y un 79,4%, respectivamente).
c) De viudas o viudos solos (crecen un 31,9% y un 16,4%, respectivamente.
d) Finalmente, al aumento de hogares combinados formados por dos hombres (crecen un 25,1%), por dos mujeres (crecen un 19,2%)o por arreglos varios de ambos sexos (crecen un 55,8%) La familia, pues, contin¨²a perdiendo terreno no ya funcionalmente sino num¨¦ricamente.
Culturas afamiliares
Las consecuencias de todo orden de este fen¨®meno son actualmente incalculables, y resulta f¨¢cil exagerarlas. Una organizaci¨®n social basada en individuos m¨¢s que en familias exige cambios en cuanto al tipo de viviendas que se producen, su ubicaci¨®n y los servicios que se requieren.
As¨ª, por ejemplo, no es infrecuente en Estados Unidos encontrar barrios enteros donde los alquileres se hacen bajo la condici¨®n no children, no pets, es decir, ni ni?os ni animales dem¨¦sticos. Se imponen tambi¨¦n cambios en cuanto al equipamiento familiar (muebles, electrodom¨¦sticos, alimentos, envasado y conservaci¨®n, etc¨¦tera), asistencia m¨¦dica, seguridad social, pensiones, etc¨¦tera. Pero, sin duda, donde los efectos han sido y est¨¢n siendo m¨¢s relevantes es en el terreno de la moral colectiva.
Pensemos en el tipo de comunidades nuevas. Est¨¢n formadas por hombres y mujeres de variada edad, pero libres de los deberes y obligaciones familiares, bien porque a¨²n no han constituido una familia o porque ya la han superado o se ha roto. No tienen que actuar ni como padres (o madres) ni como hijos. Se hallan, pues, fuera de la jerarqu¨ªa de autoridad tradicional familiar. Su orden se estructura al margen del principio paterno, y el principio que las aglutina es, m¨¢s bien, el fraternal. Comunidades de hermanos que reproducen entre ellos pautas de la cultura adolescente, pues como ellos se hallan a medio camino entre una familia (de la que vienen) y otra a la que quiz¨¢ van, e) en la que esperan para aliviar la angustia de una madurez ya casi desvanecida. Bien colocados en el mercado de trabajo, con remuneraciones relativamente altas (salvo las numerosas madres solteras o separadas que viven en niveles de pobreza y que son las perdedoras en esta din¨¢mica), tienen una gran movilidad y un amplio margen de acci¨®n. Su integraci¨®n social se efect¨²a, sobre todo, a trav¨¦s del trabajo. Ello otorga un principio de realidad, jerarqu¨ªa y orden. Pero m¨¢s all¨¢ del horario laboral diurno, la norma que rige las relaciones es la del juego, que priva de sentido a toda una vieja moral. Estas nuevas culturas afamiliares han derivado adem¨¢s a partir de la vieja tradici¨®n bohemia, que, en los m¨¢rgenes del orden social, segu¨ªan formas de vida no convencionales, m¨¢s libres y desprejuiciadas. Entre estas pautas de vida no convencionales, la libertad sexual ha sido siempre el rasgo m¨¢s llamativo de c¨®micos, artistas o intelectuales. Esta libertad, que incluye actualmente las relaciones homosexuales, es la forma l¨®gica de relacionarse en un juego que, al estar m¨¢s all¨¢ del deber espec¨ªfico de la reproducci¨®n, est¨¢ tambi¨¦n m¨¢s all¨¢ de sus pautas morales y que, en el extremo, podr¨ªa tender hacia un infantil polimorfismo perverso, recuperado una vez superada la genitalizaci¨®n impuesta por la reproducci¨®n biol¨®gica. Al tiempo, la d¨¦bil o inexistente responsabilidad familiar permite una amplia experimentaci¨®n con formas de vida, relaciones y sensaciones. Liberados tambi¨¦n de los deberes familiares desamortizados, hay un excedente de energ¨ªa que puede orientarse hacia una pluralidad de intereses: cultura, deporte y sexo son actualmente los tres grandes mercados, ampliamente diversificados, en los que se invierten esos excedentes de energ¨ªa. Nuevas formas de consumo masivo que se manifiestan en variados fen¨®menos: comercio, clubes, excursiones, servicios, etc¨¦tera. Una comunidad paralela donde, en definitiva, casi el ¨²nico at¨ªpico es el padre tradicional con su esposa e hijos. La familia, fundamento hist¨®rico de todas las dem¨¢s instituciones, no s¨®lo pierde funciones, sino que cada vez aglutina a un n¨²mero menor de personas, y es quiz¨¢ desplazada del centro social a la periferia.
Un porvenir sin brillo
?Llegaremos acaso a vivir en sociedades donde el padre de familia -y no el solter¨®n- sea la figura marginal? Sin duda algo de esto empieza a ocurrir ya en muchas sociedades avanzadas y en c¨ªrculos espec¨ªficos, cuyo ritmo o pauta de vida exige una libertad que la madre o el padre de familia no disponen, c¨ªrculos casi inexistentes hace a¨²n pocos a?os, pero en pleno crecimiento, dado el alto coste econ¨®mico y psicol¨®gico que supone la crianza y educaci¨®n de los hijos y el gran atractivo y poder de seducci¨®n de esas nuevas formas de vida m¨¢s libres. Sin duda, tambi¨¦n esa din¨¢mica de desfamiliarizaci¨®n de la sociedad tiene un l¨ªmite: aquel en el cual el d¨¦bil crecimiento demogr¨¢fico se traduce en p¨¦rdidas de poblaci¨®n, y sobre todo en envejecimiento; y por tanto, en incrementos de la poblaci¨®n dependiente. Pero incluso esos d¨¦ficit de poblaci¨®n pueden suplirse (con bajo coste) importando poblaci¨®n excedentaria del Tercer Mundo, pol¨ªtica seguida por muchos pa¨ªses avanzados.
En todo caso, la familia sigue siendo la ¨²nica instituci¨®n que puede encargarse eficazmente de la crianza de la prole, y no parece que la producci¨®n industrial de ni?os sea cient¨ªficamente factible ni, por fortuna, social o moralmente aceptada. Pero la maternidad (o la paternidad), dada la alta productividad de la familia moderna, han pasado a ser funciones de s¨®lo una parte de la poblaci¨®n adulta. "Creced y multiplicaos" es un mandato que pierde todo sentido cuando el problema es justamente el exceso de poblaci¨®n.
En definitiva, si ciertamente la familia tiene futuro, ¨¦ste es incierto y no muy brillante. La predicci¨®n es una actividad intelectual arriesgada que se presta siempre a devenir profec¨ªa. Pero, aun a riesgo de ser profeta, parece dif¨ªcil imaginar un futuro en el que esas tendencias no se hayan acelerado, pues las variables cruciales -descenso de la mortalidad general e infantil- salvo desastres mundiales imprevisibles (pero posibles) no cambiar¨¢n a corto plazo.
Y lo que sin duda s¨ª puede afirmarse ya es que, para muchas sociedades avanzadas, el futuro de la familia es progresivamente independiente del futuro de la sociedad, pues un sector creciente de ¨¦sta, gracias a los avances de la salud colectiva, se ha visto liberado de las necesidades reproductivas y, por tanto, de la familia.
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