El refugio at¨®mico
En el jard¨ªn de esta casa de Somosaguas, en medio del c¨¦sped, emerge un gran dado de cemento hueco que, a simple vista, puede ser confundido con la caseta del mast¨ªn, aunque realmente se trata de la entrada de un refugio at¨®mico. S¨®lo hay que pulsar un bot¨®n en el tablero de mandos. Con un zumbido de caja fuerte, la primera plancha de acero se abre a los pies, y en seguida otras corazas blindadas, cada vez m¨¢s herm¨¦ticas, se levantan de forma autom¨¢tica a medida que uno desciende hacia la catacumba por una escala de barco. La sala principal del refugio at¨®mico se halla a siete metros de prolundidad, y si all¨ª pones la oreja en la alfombra, ya oyes canturriar a los demonios en el infierno. Es un mazacote tan gordo como la presa de Asu¨¢n, pero est¨¢ adornado con cierta coqueter¨ªa a la milanesa. Tiene moqueta malva, sillas Bauhaus, mesas de metacrilato, hilo musical, l¨¢mparas de globo y una tabla de la Virgen del Perpetuo Socorro en la pared. Es una r¨¦plica bajo tierra de un apartamento con cuatro habitaciones, tipo bombonera progresista, del complejo Azca, que se viera dotado tambi¨¦n de periscopio submarino, grupo electr¨®geno, aire acondicionado con filtro antirradiactivo y dep¨®sito para v¨ªveres. Est¨¢ pidiendo a gritos que una bomba nuclear caiga sobre ¨¦l, pero corren malos tiempos y la lluvia de ¨¢tomos tampoco cae a gusto de todos.Mientras la tercera guerra mundial estaba al llegar, el propietario de este refugio se hab¨ªa convertido en el mejor cliente del supermercado. Cada s¨¢bado cargaba el maletero del coche con botes de fabada, paellas sint¨¦ticas, latas de conserva, bolsas de merluza congelada, sopas rabo de buey, y, como una hormiga fren¨¦tica, llevaba esta intendencia a su agujero.
-Ahora me va a dar sardinas en escabeche.
-?Cu¨¢ntas le pongo?
-No s¨¦.
-Vienen en cajas de cien.
-P¨®ngame cuatro.
-?Va a montar una tienda, don Jos¨¦ Mar¨ªa?
-Nada de eso. Deber¨ªa usted leer la Prensa.
El hombre era feliz dentro de aquella c¨¢mara acorazada y pasaba all¨ª largas horas muertas contemplando los distintos elementos de supervivencia. Acariciaba voluptuosamente las botellas de vino y las cubas de agua mineral; lam¨ªa una y otra vez con la mirada t¨¢ctil la bater¨ªa de jamones colgados en la despensa, los sacos de garbanzos, las garrafas de aceite, y de un modo regular comprobaba los sofisticados instrumentos de salvaci¨®n, que pod¨ªa accionar desde el cajet¨ªn junto a la cama. Arriba, el periscopio. Apretaba el bot¨®n y entonces un ¨¦mbolo de acero con cabeza de vidrio se elevaba a trav¨¦s del techo, de cinco brazas de espesor. Sin despegar el cogote de la almohada pod¨ªa inspeccionar lo que suced¨ªa alrededor del fort¨ªn. Alg¨²n d¨ªa aquel campo visual estar¨ªa lleno de cad¨¢veres radiactivos; pero en este momento, al meter el ojo por el tubo, s¨®lo vio que sus hijos jugaban en la pradera del jard¨ªn, columpi¨¢ndose en el magnolio bajo un sol de domingo, y que el mast¨ªn dormitaba a la sombra de un enebro. Todas las palancas funcionaban correctamente y bastaba con mover un dedo para que un sistema de c¨¦lulas fotoel¨¦ctricas le colmara de cualquier clase de dicha. Incluso hab¨ªa all¨ª un brazo ortop¨¦dico capaz de servirle un plato de jud¨ªas con chorizo en estado de alta emergencia. Para que esta madriguera tuviera sentido, s¨®lo faltaba una buena hecatombe.
Esta casa de Somosaguas posee tambi¨¦n capilla privada, que antiguamente cumpl¨ªa las mismas funciones que el refugio at¨®mico. Don Jos¨¦ Mar¨ªa entraba all¨ª, se postraba ante la imagen de la Virgen del Perpetuo Socorro y pensaba un rato en el latifundio de Sevilla y en la f¨¢brica de laminados en Getafe bajo el perfume de azucenas reci¨¦n cortadas. En los ¨²ltimos tiempos, el oratorio de esta mansi¨®n s¨®lo lo utilizaban los murci¨¦lagos para dormir boca abajo en las vigas. Hab¨ªa sido desmantelado y los candelabros de plata, algunas tablas g¨®ticas y el sagrario barroco hab¨ªan ido a parar a un comercio del Rastro, aunque el due?o no hab¨ªa licencido a su director espiritual, un viejo cl¨¦rigo de ademanes hortelanos. Segu¨ªa manteniendo con ¨¦l largas charlas acerca de la salvaci¨®n en la profundidad del refugio at¨®mico, adonde hab¨ªa trasladado un sentimiento religioso de id¨¦nticas caracter¨ªsticas. Antes, don Jos¨¦ Mar¨ªa se cre¨ªa unido al m¨¢s all¨¢ a trav¨¦s de una conciencia de predestinado con la que Dios le hab¨ªa ungido. Ahora sent¨ªa que su destino estaba ligado a un bote de fabada, que ¨¦l tomar¨ªa en la catacumba como el sacramento de la eucarist¨ªa mientras ca¨ªa en Torrej¨®n la primera bomba nuclear. El cura labriego, sentado en una silla Bauhaus, le dec¨ªa a su penitente en el interior del pozo:
-Eso a¨²n est¨¢ por ver, don Jos¨¦ Mar¨ªa.
-No crea, no crea.
-La at¨®mica vale un huevo y los pol¨ªticos tendr¨¢n que hacer sus cuentas. Menudos son.
-La echar¨¢n. Se lo digo yo, padre.
No s¨®lo era la bomba at¨®mica propiamente dicha, que pend¨ªa como una cuca?a sobre cualquier punto del planeta, incluyendo su casa en Somosaguas. Hab¨ªa otros peligros m¨¢s inmediatos, a¨²n m¨¢s evidentes. A don Jos¨¦ Mar¨ªa le cog¨ªa un pasmo cuando sal¨ªa al jard¨ªn y divisaba aquel muro de ladrillos que avanzaba desde Carabanchel sin detenerse jam¨¢s, con la fuerza irracional de una marea. Estaba muy cerca el momento en que ese oleaje de cemento, lleno de obreros n¨¢ufragos, llegar¨ªa hasta su verja, y ¨¦l entonces se ver¨ªa obligado a disparar. Este hombre hac¨ªa vida normal; es decir, llevaba un bate de b¨¦isbol junto al freno de mano en el coche, varios cuchillos -todos con capacidad de matar s¨²bitamente- en la guantera y una pistola del tama?o de una paletilla de lechal en el ri?¨®n, y con eso iba a misa en las fiestas de guardar, visitaba a directores de banco y asist¨ªa a reuniones de consejo. Este armamento era compatible con su piedad. Ped¨ªa a Dios que no le obligara un d¨ªa a utilizar tales cacharros, aunque sab¨ªa que el mundo estaba muy mal. Le¨ªa los peri¨®dicos y se deten¨ªa con fruici¨®n ante cualquier noticia de cohetes con cabeza at¨®mica que pod¨ªan caer en una d¨¦cima de segundo sobre su filete de ternera; segu¨ªa puntualmente-el problema de la OTAN, los cabreos de Reagan con el ruso, las conferencias internacionales y, al final se hab¨ªa convertido en un experto en desgracias colectivas.
A pesar de todo, cuando cruzaba por la ciudad, ve¨ªa que la gente vest¨ªa con colores chillones y zampaba hamburguesas en las cafeter¨ªas, y escup¨ªa pipas en los estadios, y paseaba por los parques como si nada, y tomaba batidos de chocolate en las terrazas de primavera, y hab¨ªa mendigos violinistas en las aceras, y el p¨²blico a¨²n firmaba talones y letras de cambio. Incluso en la colonia de Somosaguas hab¨ªa se?oras ricas embarazadas que esperaban con ilusi¨®n un nuevo heredero. Nadie ten¨ªa un refugio at¨®mico; o sea, todo dios llevaba el cr¨¢neo a la intemperie. Pero no s¨®lo era la amenaza nuclear. Hab¨ªa otros peligros m¨¢s civiles. Desde el sal¨®n de la casa, a trav¨¦s del ventanal, don Jos¨¦ Mar¨ªa contemplaba con una lucidez depresiva la cornisa de la ciudad a lo lejos, aquella bruma de cemento que avanzaba hacia su coto, y, lleno de terror, dec¨ªa a los suyos:
-Mirad aquello.
-Qu¨¦.
-Madrid.
-Es una vista maravillosa.
-Alg¨²n d¨ªa, ellos caer¨¢n sobre nosotros.
Imaginaba lo que podr¨ªa suceder si una ma?ana el alto mando conjunto declaraba el estado de alerta en Torrej¨®n. Bastar¨ªa con un simple rumor. Entonces los ciudadanos, llevados por el p¨¢nico, tomar¨ªan todas las carreteras que conducen al Oeste, se producir¨ªan atascos espectaculares en los caminos; los conductores abandonar¨ªan los coches, huir¨ªan campo a trav¨¦s, se convertir¨ªan en bandas salvajes y fam¨¦licas, entrar¨ªan al asalto en cualquier casa, degollar¨ªan a sus habitantes en la cama para limpiarles la despensa y nadie ser¨ªa capaz de detener semejante avalancha. Aunque tampoco era necesaria una alarma nuclear para eso. Si la crisis econ¨®mica ahondaba un poco m¨¢s y de pronto saltaba en pedazos el tinglado de la banca, el racionamiento no tardar¨ªa en aparecer. Esos distinguidos caballeros que ahora se acercan con humildad a la ventanilla del autom¨®vil en el sem¨¢foro se transformar¨ªan en fieras y se multiplicar¨ªan por mil, por veinte mil, por cien mil, y todos vendr¨ªan a Somosaguas a pedirle cuentas. Don Jos¨¦ Mar¨ªa hac¨ªa vida normal. Iba a misa y a la f¨¢brica con cuchillo y pistola diariamente, pero s¨®lo se sent¨ªa feliz en el fin de semana, cuando bajaba al refugio at¨®mico para poner a punto el cuadro de instrumentos de supervivencia.
Por el cielo de Somosaguas s¨®lo cruzaban aviones de Iberia con la tripa repleta de turistas; en las calles de la colonia, los muchachos encabritaban motocicletas de trial y las institutrices brit¨¢nicas hac¨ªan saltar a la comba a ni?as doradas. Aquel hombre dejaba eso fuera, y los d¨ªas de fiesta se met¨ªa en el pozo de hormig¨®n armado y, una vez a salvo all¨ª dentro, pon¨ªa en el tocadiscos un canto gregoriano del coro de monjes del monasterio de Santo Domingo de Silos, y, mientras el recinto acorazado se llenaba con una melod¨ªa de ant¨ªfonas, graduales, introitos, secuencias e himnos de ultratumba que le avivaban el terror del milenio, ¨¦l con templaba gozosamente los botes de fabada, las paellas sint¨¦ticas, los jamones colgados, los sacos de garbanzos. Y el dep¨®sito de v¨ªveres le parec¨ªa un retablo barroco donde centelleaban miles de latas de conserva como en un sarc¨®fago de fara¨®n, estilo Bauhaus. Le gustaba mucho o¨ªr en la soledad de aquel ¨²tero de cemento el responsorio Media vita, el mismo que se entonaba en las iglesias durante la Edad Media ante las pestes bub¨®nicas, las plagas de v¨®mito negro y cualquier clase de tribulaci¨®n. Entonces, don Jos¨¦ Mar¨ªa entraba en una especie de coma m¨ªstico que le fund¨ªa el alma entre el miedo y el deseo de una gran hecatombe. El refugio at¨®mico se hab¨ªa convertido en un espacio sagrado y ten¨ªa reservado el derecho de admisi¨®n. Por este motivo, hubo un grave percance en la familia.
Resulta que la tercera guerra mundial, con todo el aparato radiactivo, no acababa de llegar, y la gente a¨²n era medianamente feliz en la acera y el hijo mayor de don Jos¨¦ Mar¨ªa no encontraba un buen sitio para llevar a su novia. Cuando aquella tarde el hombre puls¨® el bot¨®n de la entrada y la primera plancha de acero se abri¨® a sus pies, y otras sucesivas corazas se levantaron y ¨¦l bajaba por la escala de barco, escuch¨® en el interior unas risas licenciosas. Dentro del refugio at¨®mico sorprendi¨® a su hijo, desnudo, en compa?¨ªa de una muchacha desnuda.
-?Maldita sea-! ?Fuera de aqu¨ª!
-Pap¨¢, no sucede nada.
-?Qu¨¦ dices, imb¨¦cil?
-Por mucho que te empe?es, no va a caer una bomba.
Los ech¨® a patadas del santuario y la desgracia sucedi¨® poco despu¨¦s. Don Jos¨¦ Mar¨ªa deseaba revisar los mandos cibern¨¦ticos una vez m¨¢s para poner en estado de alerta roja n¨²mero 2 el instrumental de salvamento. Ten¨ªa la idea de echar la siesta en la alcoba del refugio oyendo salmos gregorianos y aquel c¨¢ntico de monjes que dec¨ªa en lat¨ªn: somos mitad vida, mitad muerte. Y as¨ª lo hizo. Estaba tumbado en la cama y, sin despegar el cogote del cabezal, baj¨® el ¨¦mbolo del periscopio hasta sus ojos. Fuera del pozo se ve¨ªa el jard¨ªn de la casa, los setos tranquilos, una criada con cofia y el mast¨ªn, que dorm¨ªa en paz. Pero el hombre imaginaba que un d¨ªa no muy lejano ese campo visual estar¨ªa lleno de cad¨¢veres radiactivos, y ¨¦l entonces permanecer¨ªa a salvo con fabada suficiente para resistir dos a?os y despu¨¦s podr¨ªa hacer vida normal con un traje de amianto. En ese momento pens¨® que hab¨ªa olvidado cerrar una escotilla del refugio at¨®mico. Se levant¨® del catre y subi¨® por la escala de barco. Fue un simple resbal¨®n. Desde el primer pelda?o, don Jos¨¦ Mar¨ªa cay¨® de espaldas y un mal golpe en la nunca contra el canto de una silla le dej¨® muerto en la moqueta de la catacumba. En el tocadiscos sonaba una ant¨ªfona y todos los aparatos funcionaban correctamente.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
?Tienes una suscripci¨®n de empresa? Accede aqu¨ª para contratar m¨¢s cuentas.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.