El derecho a lo peculiar
Al intento, propio del siglo XIX y parte del XX, de imponer una cultura universal, especie de occidentalismo cient¨ªfico y cristiano unificado, ha sucedido en los ¨²ltimos tiempos una entusiasta reivindicaci¨®n de las identidades diferenciales. La batalla por los derechos de las minor¨ªas sociales, de los grupos ling¨¹¨ªsticos, etc¨¦tera, constituye uno de los fen¨®menos m¨¢s expresivos de la ¨¦poca. ?Es esta reacci¨®n, sin embargo, una alternativa plenamente deseable? El autor expone aqu¨ª su cr¨ªtica a esta nueva forma de radicalismo cultural y subraya los peligros de un confinamiento provincianista en que habr¨ªa de derivar esta tendencia. Es necesario, dir¨¢, potenciar las diferencias pero es a la vez importante recordar la progresiva necesidad de emplear, en la valoraci¨®n moral, criterios cada vez m¨¢s amplios y menos sometidos a nuestra peculiaridad hist¨®rica.El tema de esta nota es la contraposici¨®n existente en la actualidad entre dos conceptos de cultura, uno que hace hincapi¨¦ en los caracteres diferenciales e irreductibles de la cultura efectiva de cada pueblo y otro que concede primac¨ªa a la vocaci¨®n universalista inscrita en cada cultura local. Durante el siglo pasado y buena parte de los comienzos de ¨¦ste se impuso una concepci¨®n unitaria y hasta imperialista de la cultura, etnoc¨¦ntricamente europea, algo as¨ª como el "occidentalismo cient¨ªfico y cristiano unificado", cuya validez se supuso por encima de todos los restantes balbuceos de pueblos menos aptos o menos afortunados. Dicha superioridad cultural fundaba unos derechos de dominio que el colonialismo m¨¢s o menos expl¨ªcito aprovech¨® con ideol¨®gica tranquilidad de conciencia. El surgimiento de los movimientos nacionales de liberaci¨®n, que fueron acompa?ados y estimulados por sus correspondientes rescates de la propia identidad cultural, dio un vuelco a esta hegemon¨ªa y reivindic¨® la diversidad y la peculiaridad frente al universalismo conquistador. Pero la exacerbaci¨®n pol¨ªtica de esta tendencia ha llegado hasta tal punto que hoy, por obra y desgracia de cierto tercermundismo antropol¨®gico, parece comprometida la misma pretensi¨®n de valoraci¨®n universal de lo humano en que se funda la metapol¨ªtica y esencial urgencia de concordia internacional.
Partiremos de una definici¨®n de cultura convenientemente amplia, que ni siquiera sirve para deslindarla de su hermana -y artificial enemiga- la civilizaci¨®n. Seg¨²n la cual, cultura es el conjunto de respuestas simb¨®licas y t¨¦cnicas que posee una comunidad humana para interpretar, valorar y utilizar su circunstancia vital. Asumo, por supuesto, sin remedio ni excusa, las insuficiencias de este planteamiento a la par que su casi evidente circularidad (?podr¨ªa acaso definirse qu¨¦ es una comunidad humana sin hacer referencia a la cultura que comparte?). Tampoco me parece superfluo hacer hincapi¨¦ en que, seg¨²n esta definici¨®n, cultura no es s¨®lo algo art¨ªstico y lujoso (eso de lo que suelen ocuparse los ministerios del ramo) ni puramente popular y cr¨ªtico (tal como quisieran los agitadores antiestatales), sino tambi¨¦n algo institucional y agresivo/represivo. Es cultura el lenguaje, la religi¨®n o la ciencia, ni m¨¢s ni menos que el dinero, la polic¨ªa o la guerra.
P¨¢jaros y parentelas
El intento de imponer una cultura universal, lo que llam¨¢bamos "occidentalismo cient¨ªfico y cristiano unificado", basado en la m¨¢xima e pluribus, una, tiene como consecuencia la uniformidad coactiva y el desarraigo de las peculiaridades, la monoton¨ªa de una concepci¨®n del mundo sin contraste, la unilateralidad en la potenciaci¨®n de respuestas individuales y colectivas, la esterilidad amorfa y la justificaci¨®n del dominio de unos pueblos sobre otros. Determinados grupos humanos se han visto as¨ª privados de su lengua y tradiciones, al tiempo que se les obligaba a adoptar c¨®digos for¨¢neos en cuyo uso nunca podr¨¢n alcanzar la seguridad veterana de sus invasores. Se daba por hecho que todas las culturas compiten en una misma l¨ªnea, que hay culturas superiores e inferiores, pueblos primitivos que son como esbozos desechados de quienes nacieron para avasallarlos o exterminarlos, etc¨¦tera... Pero ya en un temprano texto de su obra admirable, Raza e historia, se?alaba Claude L¨¦vi-Strauss que no existe un ¨²nico patr¨®n desde el que poder jerarquizar las culturas ni una ¨²nica l¨ªnea sobre la que fijar sus avances o retrasos. Algunas habr¨¢n potenciado al m¨¢ximo los procesos t¨¦cnicos, pero ser¨¢n sumamente pobres en cuanto a la utilizaci¨®n de posibilidades del propio cuerpo, y las hay que, generadoras de una compleja jurisprudencia igualitaria, desconocen la fraternidad espont¨¢nea de ciertos grupos o la esbilidad hier¨¢tica de otros. La modernidad anticolonial y antiimperialista reivindica -lo hemos o¨ªdo hasta el hartazgo- la diversidad, el enraizamiento de lo distinto, los derechos de lo peculiar. No se trata solamente de una nostalgia folkl¨®rica: cada cultura es una perspectiva irrepetible de lo humano, que se pierde para siempre sin compensaci¨®n posible cuando aqu¨¦lla borra sus perfiles. El deseo de afirmar la propia diferencia es lucha por el propio ser. El pensador venezolano J. M. Brice?o Guerrero, que ha dedicado a este tema un libro sutil y fascinante, Discurso salvaje, resume as¨ª esta protesta: "La voluntad occidental de poder quiere universalizar, hacer e pluribus unum, reducir la multiplicidad de mundos culturales a la unidad de su mundo, meter en su c¨ªrculo estrellas y canciones, oc¨¦anos y mitos, p¨¢jaros y parentelas, cal¨¦ndulas y juegos infantiles, que pasen todos por su aro, que obedezcan todos el chasquido de su l¨¢tigo intelectual, que bailen todos con su m¨²sica. No servir¨¦.
Quiero un mundo desigual y disperso, heterog¨¦neo, donde sea posible el despliegue de las mil formas salvajes del fuego (...). No niego la comunicaci¨®n entre naciones..., pero para comunicarse tienen primero que existir. Existir es ser diferente. Soy porque soy diferente. Soy diferente, luego existo. Quieren borrarme, amasarme, con el cristianismo, con la industria y el progreso, con el socialismo, con la ciencia y la tecnolog¨ªa, con los derechos humanos, con las ciencias sociales, con la coca-cola y Juan Sebasti¨¢n Bach. No".
Tolerancias represivas
La sensibilidad contempor¨¢nea vibra ante este planteamiento. Ahora bien, ?no existe el peligro de confinarse, por reacci¨®n contra una unilateralidad imperialista, en otro tipo de unilateralidad a¨²n m¨¢s estrecha? Para decir "ir al Norte", los antiguos egipcios utilizaban la expresi¨®n "bajar la corriente", y para decir "ir al Sur" hablaban de "remontar la corriente". En su mundo no cab¨ªa otro Norte ni otro Sur que los determinados por el curso del r¨ªo Nilo. Pero quienes somos contempor¨¢neos de la exploraci¨®n en todas direcciones del mundo entero y aun de los viajes a otros planetas sentimos una inevitable claustrofobia ante tal provincianismo. Seg¨²n vamos yendo m¨¢s lejos, nuestro sentido de la orientaci¨®n se va haciendo m¨¢s abstracto e incluso un Norte y Sur v¨¢lidos para todo el globo nos resultan estrechos cuando salimos a la relatividad del cosmos. Hemos aprendido la lecci¨®n de aquel japon¨¦s que, seg¨²n contaba Borges, viajando a Persia conoci¨® por fin lo que es Occidente. Tambi¨¦n en el terreno de la valoraci¨®n moral necesitamos criterios cada vez m¨¢s amplios y menos sometidos a nuestra peculiaridad hist¨®rica: Kant, por ejemplo, ambicionaba promulgar un imperativo ¨¦tico que obligase por igual a todos los seres racionales..., aunque no fuesen humanos, tema que despu¨¦s ha aparecido novelado en relatos de ciencia-ficci¨®n (pienso en el muy hermoso de Zenna Henderson titulado Todas sus criaturas).
El Antiguo Testamento
Por mucho entusiasmo que sintamos por el buen salvaje, pocos aceptaremos que s¨®lo los miembros de nuestra tribu tengan derecho a ser llamados hombres, como ocurre entre la mayor¨ªa de los primitivos. Y a¨²n menos admitiremos que no deban ser tratados como tales, pese a sus diferencias. Este universalismo de lo humano nos viene del Antiguo Testamento, donde se recensiona que Jehov¨¢ areng¨® de este modo al pueblo elegido: "?Acaso no sois como los et¨ªopes para m¨ª, hijos de Israel? ?No he sacado a Israel de la tierra de Egipto, y a los filisteos de Caftor y a los sirios de Kir?" (Am¨®s, 9/ 7). El celoso Se?or compara as¨ª a los israelitas con los negros et¨ªopes y con los dos enemigos seculares de los jud¨ªos, los sirios y los palestinos (filisteos), poni¨¦ndolos a todos en el mismo plano ante su poder.
Tomemos el caso -citado por Bernard Williams en su Introducci¨®n a la ¨¦tica- de la reacci¨®n de los conquistadores espa?oles ante los sacrificios humanos de los aztecas. Se sintieron horrorizados por un comportamiento que reprobaron de inmediato como perverso hasta lo monstruoso. ?Se les puede acusar por este esc¨¢ndalo de etnocentrismo y de falta de respeto a las tradiciones ajenas? En realidad, lo que demostraban ante todo es que tomaron a los aztecas realmente por hombres, no por animales ni por diablos. Ning¨²n desprecio hubiera sido mayor que el abstenerse de valorar una conducta que ellos consideraban incompatible con la humanidad. Del mismo modo, la petici¨®n de que respetemos (es decir, que no juzguemos) la teocracia homicida de Jomeini, salvo si somos chiitas iran¨ªes, o las atrocidades israel¨ªes en los campos de refugiados libaneses si no somos hebreos, va en contra de la exigencia m¨¢s recta de la conciencia moral.
La ¨²nica y verdadera forma de respetar al otro -es decir, de tenerle juntamente por distinto y por igual a m¨ª en humanidades incluirle en mi valoraci¨®n ¨¦tica. Lo contrario equivale a reducir la moralidad a un cat¨¢logo de peculiaridades etnogr¨¢ficas y lo humano queda degradado a convenci¨®n biol¨®gica. Pero es que, adem¨¢s, en la postura del que podr¨ªamos llamar no intervencionista ¨¦tico suele haber una hipocres¨ªa fundamental. Pues las mismas nociones de derecho a la independencia, respeto a la propia indentidad, etc¨¦tera, forman parte tambi¨¦n de esa valoraci¨®n universal que parece relativizarse. Las nociones b¨¢sicas del anticolonialismo y del socialismo tercermundista han surgido de la misma tradici¨®n cultural universalista de donde brotaron el colonialismo y la econom¨ªa del libre mercado. ?Admitir¨ªa alg¨²n no intervencionista ¨¦tico que se justificara la esclavitud o la antropofagia ritual, la tiran¨ªa hereditaria o la sumisi¨®n al invasor, exclusivamente por motivos de respeto a las m¨¢s venerables tradiciones, caso de haberlas? Cuando la particularidad tradicional impone la desgraci¨®n de lo humano, seg¨²n cierta imagen elaborada a lo largo de los siglos desde una perspectiva cosmopolita, el respeto se convierte en lo que llamaba Marcuse tolerancia represiva y pierde toda virtud emancipadora. Tambi¨¦n los grupos sometidos -marginados, minor¨ªas raciales o sexuales, etc¨¦tera- se sublevan contra su condici¨®n precisamente en nombre de valores universales de igualdad y reivindicaci¨®n de la diferencia que forman parte del ajuar te¨®rico de sus propios opresores; y por eso logran anudar con algunos de ellos complicidades ¨¦ticas que les ayudan en su lucha por liberarse.
La moral del pedo
De este modo, se crea una serie de mitos contrapuestos respecto a la funci¨®n deseable de la cultura: unos hacen hincapi¨¦ en su car¨¢cter diferencial y otros en su universalismo. Por supuesto, al hablar de mitos no me refiero a ilusiones o errores consentidos, sino m¨¢s bien a ideas-fuerza capaces de polarizar la energ¨ªa creadora de los grupos humanos. Veamos algunas parejas de estos mitos. Podemos considerar en primer lugar la oposici¨®n identidad versus ideal de perfecci¨®n humana. Quien hace ¨¦nfasis en la identidad propone el llegar a ser lo que ya se es, lo que responde a un paradigma definido precisamente por sus exclusiones y por su oposici¨®n diferencial a otras identidades; el ideal de perfecci¨®n aconseja abandonar los particularismos para cumplir una excelencia en la que todos los hombres pueden reunirse. Se da a veces entre los partidarios de la identidad una especie de entusiasmo por los aspectos m¨¢s indefendibles o enojosos de su perfil tradicional: es lo que llama genialmente Rafael S¨¢nchez Ferlosio "la moral del pedo", pues a ninguno nos molestan -y aun nos complacen- nuestras arom¨¢ticas ventosidades, mientras que no soportamos las de los dem¨¢s.
Otra de las oposiciones m¨ªticas es la que contrapone el ideal de la pureza con el mestizaje fertilizador. Los puristas no admiten ninguna costumbre ni ninguna instituci¨®n hasta estar bien seguros de que tiene sus ra¨ªces en el pasado incontaminado del grupo: la valoraci¨®n digamos neutral de lo as¨ª aceptado o rechazado les preocupa menos. Los partidarios del mestizaje piensan que todo lo puro es est¨¦ril y que la cultura surge por contaminaci¨®n o intercambio: no rechazar¨¢n lo aportado a los iberos por griegos y romanos s¨®lo porque ¨¦stos fuesen invasores sin respeto para las tradiciones de sus v¨ªctimas. Cada instituci¨®n o costumbre puede y debe apreciarse seg¨²n criterios m¨¢s sutiles que su casticismo nacionalista. Y tambi¨¦n puede oponerse la localizaci¨®n de la cultura frente a su universalidad o internacionalismo, es decir, el genius loci del enraizamiento cultural en un paisaje y una lengua o costumbres, frente al esp¨ªritu que sopla donde quiere. En general, puede decirse que los diferencialistas extremos tienden a una naturalizaci¨®n de la cultura, a la que ven como una realidad org¨¢nica y dada por azar a ciertos hombres frente a otros desde su nacimiento: cultura es "lo que somos, lo que nos va". Los universalistas resaltan la dimensi¨®n deliberada de la cultura, su artificialismo: la cultura es nuestro proyecto, lo que queremos.
Ambas posturas, en su radicalismo, enturbian quiz¨¢ lo m¨¢s valioso que de la cultura cabe esperar. Los universalistas terminan por alejarse de la realidad cultural vivida para imponer una abstracci¨®n uniformizadora. El real pluralismo de perspectivas es precisamente uno de esos valores universales que pertenecen a lo incondicionalmente humano. Los diferencialistas pueden incurrir en una suerte de racismo cultural y en un raquitismo ¨¦tico, al restringir los principios m¨¢s generales (v. gr. no matar¨¢s) a su exclusivo grupo social.
Hace ya tiempo, en un texto sobre lo que entonces llam¨¦ nacionalismo performativo (recogido en Impertinencias y desaf¨ªos), propuse una suerte de diferencialismo que no naturalizase la cultura ni doblegase el ideal com¨²n de perfecci¨®n al narcisismo de la identidad.
Como entonces, sigo creyendo que es necesario potenciar realmente las diferencias y dar a cada grupo humano la posibilidad de participar a su modo irrepetible en los valores que sellan la conflictiva condici¨®n del hombre; pero tambi¨¦n me parece importante recordar que los m¨¢s destacados de esos valores obtienen su fuerza de lo com¨²n y est¨¢n por encima de cualquier peculiaridad folkl¨®rica.
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