Con amor, desde el mejor oficio del mundo
Un d¨ªa de la semana pasada llegamos Mercedes y yo a almorzar en casa de unos amigos, y los encontramos en un estado de ofuscaci¨®n que s¨®lo logramos disipar cuando ellos nos aclararon el motivo: esa ma?ana hab¨ªan o¨ªdo por radio que yo estaba en Popay¨¢n, y en vista de eso no s¨®lo se apresuraron a desinvitar a los otros invitados, sino que se sintieron un poco agraviados porque no les hubi¨¦ramos dado ninguna clase de excusas oportunas. La verdad es que tambi¨¦n nosotros hab¨ªamos o¨ªdo por radio aquella ma?ana la noticia falsa de mi viaje a Popay¨¢n, y m¨¢s bien me caus¨® un ci¨¦rto alivio. "Qu¨¦ maravilla", me dije; "puesto que ya estoy en Popay¨¢n, no tendr¨¦ que levantarme tan temprano para ir a Popay¨¢n". El viaje, que en realidad ten¨ªa previsto para esos d¨ªas con el fin de calcular con ojos propios la magnitud de la tragedia, no tuvo que cumplirse en la realidad porque ya estaba cumplido en la ficci¨®n de las noticias habladas. Adem¨¢s, los amigos entendieron, y todos terminamos en la cocina improvisando un almuerzo en familia.No era aqu¨¦l nuestro primer almuerzo conflictivo desde que regresamos a Colombia la semana anterior. El otro lo hab¨ªa sido mucho m¨¢s, porque era en el palacio presidencial, por invitaci¨®n de los muy ilustres due?os de casa. No se trataba de un acto oficial, sino de una comida privada en la residencia ocasional de un viejo amigo y con asistencia de s¨®lo tres parejas de amigos comunes que hab¨ªamos escogido de com¨²n acuerdo. La tensi¨®n empez¨® para m¨ª aquella ma?ana cuando le¨ª un despacho de una agencia nacional de noticias, seg¨²n el cual yo asistir¨ªa al mediod¨ªa a una reuni¨®n solemne de intelectuales y artistas de los m¨¢s distinguidos y convocados en el palacio de Nari?o por el presidente Betancur para condecorarme con la Cruz de Boyac¨¢. Para m¨ª, aquella noticia era un disgusto por partida doble. En primer t¨¦rmino, el presidente no me hab¨ªa dicho nada sobre medallas colgadas en la. solapa, a pesar de que varias veces hab¨ªamos hablado por tel¨¦fono en los d¨ªas recientes para acordar ciertos pormenores de la invitaci¨®n. En t¨¦rmino segundo, tengo ideas muy personales -aunque tambi¨¦n muy bien compartidas- sobre los usos y los abusos con que algunos de nuestros presidentes han ejercido la facultad suprema de conceder la Cruz de Boyaca. Hace varios a?os, un presidente amigo me consult¨® sus deseos de conced¨¦rmela, y por fortuna entendi¨® sin resentimientos mi negativa, que se fundaba en mi creencia de que no es digno aceptar honores -por muy altos y nobles que sean- cuando hay que sobrellevarlos en malas compa?¨ªas. La prodigalidad presidencial con la Cruz de Boyaca lleg¨® a extremos de circo en los d¨ªas finales del Gobierno anterior, cuando las ¨²ltimas que quedaban en las gavetas del poder fueron repartidas como caramelos entre los amigos personales y pol¨ªticos del presidente, que se iba para bien de la patria. As¨ª las cosas, fui con mucho gusto al almuerzo privado del presidente Betancur con la sensaci¨®n desapacible de haber sido v¨ªctima por lo menos de un malentendido, pero con la determinaci¨®n firme de decirle que no a la Cruz de Boyaca con los mismos argumentos -ahora mejor sustentados- de la ocasi¨®n anterior. Por fortuna, al t¨¦rmino de un almuerzo muy grato y de una sobremesa que se prolong¨® hasta las seis de la tarde no hubo en ning¨²n niomento la menor tentativa de condecoraci¨®n sobre seguro, y mucho menos a mansalva. Otra vez, como tantas anteriores, todo se explicaba por el hecho simple de que era una noticia inventada.
Pero aquella comprobaci¨®n no me serv¨ªa de consuelo. Al contrario: no ten¨ªa a¨²n una semana de haber llegado a Colombia y aquella era s¨®lo una m¨¢s de las noticias falsas sobre m¨ª que se publicaban a diario. Apenas el viernes anterior hab¨ªa logrado desbaratar a tiempo la tentativa m¨¢s escandalosa, cuando Enrique Santos Calder¨®n tuvo la buena estrella de consultarme por tel¨¦fono alg¨²n detalle de una entrevista que alguien dec¨ªa haberme hecho a mi llegada a Bogot¨¢ y que El Tiempo se dispon¨ªa a publicar el domingo siguiente. La entrevista era falsa desde el principio hasta el fin, y sus j¨®venes autores hab¨ªan logrado burlar con su sangre fr¨ªa nada envidiable la buena fe de Enrique Santos Calder¨®n. ?ste me puso en contacto con uno de sus autores, a quien la sangre no se le calent¨® ni un grado cuando me confirm¨® por tel¨¦fono que, en efecto, hab¨ªa inventado la entrevista con la complicidad de un compa?ero cuando se dio cuenta de que era imposible conseguir que yo le concediera una entrevista aut¨¦ntica. "Es muy grave que sea inventada", le dije yo, .pero es peor a¨²n que sea tan mala". En realidad, la mejor entrevista conmigo que se ha publicado entre las incontables que me han hecho fue una inventada en Caracas. Pero en vez de protestar felicit¨¦ a su autor, porque era una s¨ªntesis perfecta de casi todo lo que yo hab¨ªa declarado para la Prensa en los ¨²ltimos 15 a?os, y todo organizado y mejorado de tan buena manera y con tanta precisi¨®n y tanta inteligenc¨ªa que ya hubiera querido yo mismo hacerla igual. No era ¨¦ste el caso de la entrevista ap¨®crifa de Bogot¨¢, que no pasaba de ser una burla chapucera de la ¨¦tica profesional.
Estas erosiones del oficio, por supuesto, no son apreciables s¨®lo en Colombia. La barbaridad m¨¢s indigna la cometi¨® una revista espa?ola hace varios a?os, cuando me atribuy¨® una declaraci¨®n seg¨²n la cual el sue?o de mi vida era figurar en la enciclopedia sovi¨¦tica. Me alarm¨® la atribuci¨®n; primero, porque era falsa; segundo, porque nunca he sabido a ciencia cierta si figuro o no en la enciclopedia sovi¨¦tica; tercero, porque me importa un bledo si figuro o no en cualquier enciclopedia de cualquier parte, y pienso que si en cualquiera de ellas se omite un dato que interesa a los lectores el perjuicio es mayor para la propia enciclopedia que para el dato omitido; y cuarto, porque la falsedad -ten¨ªa el prop¨®sito definido de ocasionarme un perjuicio personal y -lo que es mucho m¨¢s graveenga?ar a los lectores. No hice ninguna rectificaci¨®n porque tengo por norma no hacerlas, y ya estoy demasiado curtido en esta guerra para empezar a hacerlas. Adem¨¢s, con todo lo que quiero a Espa?a pens¨¦ que las infamias de su Prensa eran un asunto de los espa?oles. Pero que estas cosas ocurran en mi pa¨ªs -al cual no le he hecho nunca ning¨²n da?o consciente y, en cambio, he consagrado casi todos los minutos de mi vida a tratar de hacerle bien- es algo que no puedo pasar por alto sin el temor de ocasionarle un perjuicio por omisi¨®n.
En dos semanas aqu¨ª he encontrado motivos de sobra para preguntarme con alarma hacia d¨®nde va este periodismo apresurado y sin control ¨¦tico. Hay casos en que las faltas son de voluntarismo puro; como el de un periodista de Medell¨ªn, a quien le declar¨¦ frente a una grabadora que pensaba solicitar la conmutaci¨®n de la pena del colombiano condenado a muerte en Estados Unidos, y la noticia se transform¨® en que yo encabezar¨ªa un movimiento nacional para que no lo maten. Fui muy expl¨ªcito en que los ¨²nicos argumentos a que pod¨ªa apelarse eran de car¨¢cter humanitario, que el pa¨ªs donde se comete el delito tiene derecho a juzgar al delincuente de cualquier nacionalidad y que en el caso del compatriota condenado a muerte en Estados Unidos no ten¨ªa ninguna utilidad el tratado de extradici¨®n -a todas luces inconveniente- que ese pa¨ªs acord¨® con el Gobierno anterior de Colombia. Sin embargo, todas esas precisiones se esfumaron en la declaraci¨®n publicada por la Prensa. En otros casos, la falta es por negligencia pura. En Cartagena, este ¨²ltimo viernes, unos quince colegas me asediaron a preguntas cuando llegu¨¦ a la ciudad. Frente a quince grabadoras declar¨¦, y supongo que qued¨® grabado, que el peri¨®dico que quiero fundar "pondr¨ªa el inter¨¦s nacional por encima de todo". En una de las transcripciones de la entrevista, que fue hecha con una puntuaci¨®n mal inspirada en El oto?o del patriarca, me hicieron decir que mi peri¨®dico "estar¨ªa por encima de todos los intereses nacionales". Lo cual no es s¨®lo todo lo contrario de lo que dije, sino una barbaridad inadmisible.
Para cualquier hombre p¨²blico -como yo he terminado por serlo, muy a mi pesar y para mi infortunio-, estos infundios y accidentes de mal manejo son de una gravedad tremenda; pero lo son mucho m¨¢s para quienes antes nue nada nos consideramos periodistas. Para nosotros, m¨¢s que para las v¨ªctimas, estos atentados cada vez m¨¢s frecuentes y escandalosos a la moral del periodismo nos parecen delitos de la m¨¢s alta peligrosidad, porque terminar¨¢n por da?ar y pervertir por completo el mejor oficio del mundo.
? 1983. Gabriel Garc¨ªa M¨¢rquez-ACI.
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