La suerte de no hacer colas
Una de las ventajas del Premio Nobel es que nunca m¨¢s hay que volver a hacer la cola en ninguna parte. Esto lo hab¨ªa le¨ªdo hace algunos a?os en un libro de Edgard Wallace, y desde hace algunos meses he tenido la ocasi¨®n de comprobarlo en carne propia. En el mundo urbano de hoy, donde con tanta frecuencia se tiene la impresi¨®n de que los individuos no cabemos en la muchedumbre, el privilegio de no hacer la cola es uno de los m¨¢s apetecibles. Sin embargo, no tengo la impresi¨®n de que sea esto lo que suscita m¨¢s envidias, sino el raro parecido que el Premio Nobel tiene con la loter¨ªa. Uno se encuentra con muchas caras por todas partes, y en cada una alcanza a vislumbrar un sentimiento distinto. Pero el que m¨¢s se repite es el del asombro de encontrarse frente a alguien a quien el destino le puso de pronto en las manos la m¨®dica suma de 170.000 d¨®lares. El pudor del dinero me ha parecido siempre un defecto -y no una virtud casi teologal, como lo consideran los ingleses-, de modo que nunca tengo inconveniente en hablar del premio en efectivo para tranquilizar a los interlocutores que se preguntan, sin atreverse a plantearlo, c¨®mo se siente una persona que un 21 de octubre se despert¨® con semejante suma de dinero imprevista, casi como Gregorio Sanisa se despert¨® una ma?ana convertido en un gigantesco insecto.Cuando se trata en p¨²blico este tema, apenas si logro convencer al auditorio de que el aspecto utilitario del premio no me caus¨® ninguna emoci¨®n, por la raz¨®n muy simple de que desde hace a?os estaba convencido de que no era cierto que el Premio Nobel -adem¨¢s del honor y la desdicha- tuviera dentro una gratificaci¨®n en efectivo. Esa certidumbre me ven¨ªa desde que Pablo Neruda me cont¨® los secretos de su premio, incluso los pormenores de la entrega de los miserables 42.000 d¨®lares devaluados que fueron la recompensa de aquel a?o. Poco despu¨¦s, el poeta compr¨® una casa de campo en Normand¨ªa, que era la antigua caballeriza de un castillo local, por entre cuyas arboledas se deslizaba apenas un r¨ªo cubierto de lotos. Los domingos invitaba a almorzar a sus amigos, que nos ¨ªbamos en tren durante 20 minutos desde la estaci¨®n de Montparnasse, en Par¨ªs, y lo encontr¨¢bamos sentado como un papa en su cama papal, y muerto de risa como siempre de saber que parec¨ªa un papa y que sus mejores amigos nos mor¨ªamos de risa de que lo pareciera.
El aspecto de la mesa donde serv¨ªan el almuerzo ten¨ªa para ¨¦l tanta importancia como la ten¨ªan para Matilde las cosas que suced¨ªan en la cocina, y la arreglaba con tanta meticulosidad como escrib¨ªa un poema con su hilo interminable de tinta verde. La ¨²ltima vez, que estuvimos all¨ª se distrajo en la conversaci¨®n de los aperitivos, y ya ¨ªbamos a sentarnos cuando descubri¨® en la mesa un error de composici¨®n que s¨®lo ¨¦l pod¨ªa detectar, y nos hizo volver a la sala mientras lo rehac¨ªa todo hasta que la mesa quedara cantando con voz propia. Se dec¨ªa por todas partes que aquella casa apacible hab¨ªa sido comprada con el Premio Nobel. Pero yo pensaba en el fondo de m¨ª coraz¨®n que el origen deb¨ªa ser distinto, porque estaba convencido de que no era cierto que dieran dinero adem¨¢s del honor y la desdicha.
Estuve tan cerca de Neruda en aquellos d¨ªas de su premio, que no pude olvidarme de ¨¦l ni un solo instante cuando me correspondi¨® vivir la misma suerte, hasta el punto de que lo ¨²nico que se me ocurri¨® cuando volv¨ª al hotel despu¨¦s de la coronaci¨®n solemne fue llamar por tel¨¦fono a Matilde Neruda desde Estocolmo a Santiago de Chile para darle las gracias por lo mucho que ella y el poeta ya muerto me hab¨ªan ayudado a sobrellevar aquel trance.
Pero a¨²n no hab¨ªa terminado de recordarlo, porque al d¨ªa siguiente me citaron a las 11 de la ma?ana en la sede de la Fundaci¨®n Nobel, y en el instante en que colgu¨¦ el tel¨¦fono sufr¨ª el mismo sobresalto que hab¨ªa sentido Neruda, seg¨²n ¨¦l mismo me hab¨ªa contado poco antes de viajar a Chile para morir.
Tambi¨¦n a ¨¦l lo hab¨ªan citado solo, y no junto con los otros premiados, como hab¨ªa ocurrido para todas las ceremonias anteriores. De modo que nos fuimos Mercedes y yo, sinti¨¦ndonos tan solos de estar solos por primera vez en aquella semana interminable, que a dos amigos que encontramos en la puerta los invitamos a que nos acompa?aran en la limusina con ¨ªnfulas de carroza f¨²nebre que ten¨ªamos a nuestra disposici¨®n para nosotros solos.
La sede de la Fundaci¨®n Nobel est¨¢ en un edificio sobrio, que m¨¢s bien parece el de un banco, y sus ventanas dan sobre un parque nevado que Neruda me hab¨ªa descrito hasta en sus detalles menos visibles. Fuimos recibidos en un ¨¢mbito de silencio, a trav¨¦s de pasillos y salones alfombrados en cuyos muros se ve¨ªan los recuerdos de mis antecesores, y no pude evitar un estremecimiento rec¨®ndito ante aquella s¨²bita evidencia del tiempo. "Dentro de 100 a?os", pens¨¦, "el escritor premiado pasar¨¢ por este sal¨®n y no sabr¨¢ siquiera qui¨¦n era yo cuando vea mi retrato colgado en la pared."
Todo lo dem¨¢s ocurri¨® tal como Neruda me lo hab¨ªa contado. Me pidieron firmar el libro de honor de la casa, me entregaron la medalla y el diploma que hab¨ªan retenido en la ceremonia de la noche anterior para que no tuviera que cargarlos, me pidieron que firmara un formulario impreso por medio del cual ced¨ªa a la Fundaci¨®n Nobel los derechos de autor de mi conferencia y de mi brindis por la poes¨ªa -que en los apuros de las ¨²ltimas horas hab¨ªa improvisado a cuatro manos con el poeta ?lvaro Mutis-, y luego firm¨¦ ejemplares de mis libros en su.eco para los empleados de la fundaci¨®n, y fui presentado a cada uno de ellos con la informalidad genuina y c¨®moda de los suecos. Por ¨²ltimo me invitaron a pasar al despacho del presidente de la fundaci¨®n, que nos hab¨ªa impresionado a todos por su elegancia y su simpat¨ªa, y fue entonces cuando sent¨ª pasar la misma r¨¢faga de revelaci¨®n de que Neruda me hab¨ªa hablado. Se me ocurri¨® que all¨¢ por la cuarta d¨¦cada del siglo se hab¨ªa acabado todo el dinero del legado de Alfred Nobel; pero la fundaci¨®n, con muy buen sentido, decidi¨® seguir adelante con el premio sin m¨¢s gratificaci¨®n que la gloria de merecerlo. Pensaban, tambi¨¦n con muy buen sentido, que los escritores y cient¨ªficos estar¨ªan de acuerdo con esta, soluci¨®n providencial y estar¨ªan dispuestos a guardar el secreto no s¨®lo hasta la muerte, sino aun despu¨¦s de ella. La revelaci¨®n me pareci¨® tan l¨²cida que en el momento en que entr¨¦ en el despacho del presidente ya hab¨ªa tomado la decisi¨®n de aceptar el trato. Sin embargo, la conversaci¨®n transcurri¨® en un clima convencional, sin novedad alguna, frente a una ventana ¨²nica donde empezaba a nevar sin consuelo. Hablamos un poco de todo. Menos, por supuesto, del dinero del premio, porque los suecos son tan discretos que el asunto hab¨ªa sido resuelto desde antes, dentro del mayor sigilo, y sin que yo lo supiera. En todo caso, desde aquella ma?ana me qued¨¦ con la mala idea de que todo hab¨ªa sido una premonici¨®n a ena: s¨®lo denj
tro de 100 a?os habr¨ªa de convert¨ªrse en una realidad irreparable para el premiado de las bellas letras, que abandonar¨ªa aquella oficina sostenido apenas por el consuelo de no tener que hacer m¨¢s colas por el resto de su vida, y en un mundo tan dif¨ªcil donde tal vez habr¨¢ colas interminables para hacer otras colas.
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