Nota sobre la huelga
Parto de un axioma de admisi¨®n no dif¨ªcil: la huelga figura, por derecho propio, en uno de los primeros lugares de la presunta n¨®mina de elementos caracter¨ªsticos de lo que, desde el siglo pasado, entendemos por sistema democr¨¢tico. En los m¨¢s penosos momentos de la euforia del mercado libre, cuando un capitalismo salvaje e implacable impon¨ªa como ¨²nica ley la de la tasa de ganancia y cuando las pr¨¦dicas morales no prestaban demasiada atenci¨®n a cuestiones como la edad legal precisa para que un ni?o pudiera empezar a dejarse los bofes en la mina, la huelga pudo adquirir su car¨¢cter de arma ¨²nica y suficiente para marcar la sutil diferencia entre la desesperaci¨®n impuesta y voluntaria.La huelga -desde entonces y a lo largo de todos estos a?os que han visto declinar no pocas ilusiones y perderse casi todas las utop¨ªas- ha constituido un severo toque de atenci¨®n capaz, incluso, de derribar Gobiernos, bloquear naciones y condicionar Estados. Pero a medida que los obreros han ido mudando su aspecto y sus condiciones, y al tiempo que las estructuras econ¨®micas fueron apoy¨¢ndose cada vez m¨¢s en la mutua dependencia, la huelga cambi¨® de forma y, en no poca medida, tambi¨¦n de sentido. Quiz¨¢ fuera cuesti¨®n de plantearse ahora el tema de si todos estos cambios pueden o no pueden afectar a la idea originaria que identificaba el ejercicio de la huelga con el avance de la democracia, e incluso a invertir su relaci¨®n y dependencia.
Una huelga, en los tiempos heroicos, supon¨ªa siempre el enfrentamiento de los poderes en los que se ve¨ªan inmersos tanto los patronos como los obreros. La lucha se planteaba directamente, y su posible trascendencia del ce?ido marco de la f¨¢brica o la mina o el olivar, aparec¨ªa ligada a la puesta en marcha de fen¨®menos extraecon¨®micos que, en la huelga general, por ejemplo, pod¨ªan llegar a cobrar magnitud revolucionaria. Y de no ser as¨ª, la huelga se quedaba en un juego de pulso desafiante entre dos clases sociales n¨ªtidas y bien definidas. Pienso que esa c¨®moda y aun ejemplar simplificaci¨®n ser¨ªa hoy imposible. Cada vez que los empleados de banca, los m¨¦dicos, enfermeras y practicantes, los pilotos de l¨ªneas a¨¦reas o los controladores, los polic¨ªas, los empleados de la limpieza y los maestros de escuela -por no ofrecer sino un ejemplario conocido y que pudiera ampliarse con facilidad- deciden ir a la huelga, son los contribuyentes, los ciudadanos de a pie, los que se ven de modo inmediato afectados al tiempo que, parad¨®jicamente, la presi¨®n se ejerce sobre quienes no pueden en absoluto tomar decisi¨®n alguna en el problema.
El hecho de que la sociedad actual haya cambiado sus estructuras, su esqueleto, hasta el punto de que los sectores terciario y cuaternario -los de los servicios- y no el primario ni el secundario -los de la producci¨®n- sean los que re¨²nen a las grandes masas de trabajadores y los que muevan los enormes complejos de intereses entrecruzados, lleva a nuestra sociedad a las dificultades en las que nos vemos envueltos a golpe de calendario. Y el estrambote o coda final de la ausencia de un patrono, en el sentido cl¨¢sico del t¨¦rmino, con el Estado como descomunal empresario del que dependen crecientes cantidades de empleados, ?funcionarios?, sit¨²a las cosas en el terreno de la farsa o, dig¨¢moslo m¨¢s ben¨¦volamente, de la iron¨ªa. ?C¨®mo se presiona al Estado o, por lo menos, al Gobierno? No es dif¨ªcil adivinarlo: provocando aquellas situaciones en las que los ciudadanos, que suelen tener a la vuelta de la esquina alguna que otra cita electoral, lleguen a aburrirse y aun a desesperarse. La mera amenaza de la huelga se cumple as¨ª un poco, de carambola y, en ciertas ocasiones, incluso al azar. Es posible que un Gobierno esc¨¦ptico ante la improbable reelecci¨®n, o miope frente al hartazgo de la paciencia de los contribuyentes, encuentre d¨¦bil y rid¨ªcula la presi¨®n a que se le somete. Pero lo que siempre -y por desgracia- resulta seguro es el mantenido asedio a quienes se encuentran acribillados por los huelguistas sin tener ni arte ni parte en el problema ni remota culpa en el conflicto.
?tem m¨¢s. ?En qu¨¦ medida pueden verse reflejados los asalariados de lujo en ese espejo de la historia que vio nacer la huelga como una de las metas democr¨¢ticas? Y paralelamente, ?c¨®mo puede negarse a nadie el derecho a la huelga sin que puedan resentirse en su ra¨ªz los cimientos de las reglas del juego democr¨¢tico? Nos encontramos, quiz¨¢, ante uno de esos dilemas, punto menos que tr¨¢gicos, en los que lo necesario y lo imposible se confunden hasta la identidad y en los que las preguntas mueren sin respuesta. Pero lo que resulta claro como la luz del sol es que se est¨¢ rompiendo la situaci¨®n de equilibrio en la que hist¨®ricamente se basaba la realizaci¨®n de las luchas sociales. Quienes padecemos las huelgas no podemos, en tanto que ciudadanos, ejercer el an¨¢logo derecho ni presionar a nadie ni en forma alguna para imponer nuestra m¨¢s o menos colectiva voluntad. No existe la posibilidad de ir a la huelga contra los huelguistas: ni presionando al Gobierno ni de ninguna otra manera. Las organizaciones para la defensa del consumidor son, hoy por hoy y todav¨ªa, deudoras de su insignificancia, y apenas puede pensarse en ninguna otra alternativa ¨²til y suficiente. Por desgracia hace ya mucho tiempo que la teor¨ªa del contrato social tuvo que admitir la triste evidencia de un pacto al que de ning¨²n modo podemos renunciar.
1983.
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