Como una piel que luce
Amo a la gente que padece en la creaci¨®n, pintando, escribiendo o haciendo cine. Envidio a los don juanes que se tiran a las, p¨¢ginas y a las secuencias como mozas desabrochadas, que poseen una cuadrada confianza empotrada en mitad del pecho y aplastan con su poderosa salud todo asomo de decadencia. Prefiero, no obstante, a los vacilantes, a los que hacen de s¨ª mismos un castillo de antemano ingobernable y no urbanizaciones de 1.000 parcelas. Los que parecen jugarse el destino en una obra y no los que esparcen como una m¨²ltiple ocasi¨®n la biograf¨ªa. Estos ¨²ltimos son, por lo com¨²n, di¨¢fanos, da m¨¢s gusto, en general, pasear con ellos y suelen tener el alma a flote. Los otros no se enteran de cu¨¢n profusa, viajera, variante y hasta obsequiosamente locuaz es la vida. Viven sumergidos en un agua donde todo se trasluce con una intensidad de sanatorio. Los actos, los objetos, las emociones est¨¢n m¨¢s distantes; pero, a la vez, se escuchan y reciben con tal goce y dolor que ser¨ªa insoportable tenerlos m¨¢s cerca. El hombre que como Erice padece esta enfermedad subacu¨¢tica oye con la nitidez del pez, sufre como liquen, apenas puede abrir la voz, de tiempo en tiempo, sin ahogarse 10 a?os entre una pel¨ªcula y la otra. ?Es tanta pel¨ªcula El Sur para haberle destinado el silencioso solar de una d¨¦cada? No, ciertanient¨¦. S¨ª exactamente, hasta el punto en que la exactitud sea equivalente a la cicatriz de un castigo. El Sur, o la contenida emoci¨®n de esas estampas que suenan, escenifica el rastro de un padecimiento ya vencido. A?os de Erice para transmutar el bocado de una nostalgia en un color. A?os para reducir los destrozos de una memoria clamante en un p¨¦ndulo de plata que se deja calentar entre las manos. Un siglo, si fuera preciso, para engastar los sonidos, los sonidos de esa pel¨ªcula, uno a uno, entre la musculatura de la narraci¨®n.?De la narraci¨®n? ?Qu¨¦ es la narraci¨®n? ?Una historia que empieza y se acaba? ?Un fragmento en el que pasan muchas cosas, pocas cosas? No son los hombres y las cosas que pasan lo que ve el artista subacu¨¢tico. El artista que padece (estre?ido, le llaman a Erice), s¨®lo advierte que siente. Todo y exclusivamente aquello le pasa a ¨¦l. Y aquello le mira y lo mira hasta que la mirada rec¨ªproca se para y llega como en un transporte de mudanza al cine. Esa es la estampa, ese el ruido convertido en objeto fidedigno. Eso es la emoci¨®n y este su estuche. Aqu¨ª est¨¢ la pena condensada en las grandes caderas del coche blanco. Ah¨ª est¨¢ el tiempo reunido en el camino arbolado y sus metro! mensurables. Este es el misterio, tan preciso como el trazo de un l¨¢piz. Todo se puede medir y aforar. Todo se puede computar y nada se puede contar. Y la supuesta constataci¨®n de Erice es tambi¨¦n la nuestra. La pel¨ªcula es incontable, si no es por v¨ªa de la pel¨ªcula misma. Todos los datos que ese cine ofrece con minucia no son predicativos. No dan noticia siquiera del estre?imiento de Erice. Son, en cambio, su resoluci¨®n. Su colmo, una vez que el producto, contemplado hasta la extenuaci¨®n, se ha rendido en mero signo emocionado. ?Dios m¨ªo, qu¨¦ fracaso!, dice Erice. ?C¨®mo ser¨¢ posible que esta pel¨ªcula, de una parte inacabada y de otra parte incomunicable, pueda contarse a quien reclame de qu¨¦ va? Y llega entonces una hermosa voz en off que planea por los planos. No los subraya. Planea como si esa articulaci¨®n proviniera de otro reino, o de un dios que sufrir¨ªa hasta el suicidio ante las posibles censuras a su obra. Pero ?puede ese dios sufrir, puede ese dios dudar? Efectivamente. 10 a?os y un d¨ªa de silencio y soledad lo avalan. Erice, como todos los penitentes estre?idos, envidia a los donjuanes. Recela de s¨ª mismo, duda de su vigor y de su apuesta. Ignora. No puede llegar a creer que la mayor seducci¨®n sobre una obra o una mujer se consigue no abarrot¨¢ndola de salud, sino enferm¨¢ndola. Consiguiendo que, como en esta pel¨ªcula -sin voz en off- nuestra calentura contagie y se una al cuerpo de la amante como una piel que luce.
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