La cultura en la calle
HUBO UN tiempo en que unas clases minorizadas, retenidas, llegaron a entender que unas formas de conocimiento y educaci¨®n a las que se daba el nombre, hoy sospechoso, de cultura formaban parte de su reivindicaci¨®n fundamental. Se vert¨ªan, desde el siglo pasado, desde centros tan distintos y tan hom¨®logos al mismo tiempo como los ateneos libertarios y las casas del pueblo; y las clases nocturnas, las ediciones populares, las escuelas espont¨¢neas. No se ense?aba lo oficial. Hubo un auge de este gran esfuerzo en los ¨²ltimos a?os de la monarqu¨ªa -a pesar de la dictadura-, en los breves de la Rep¨²blica. Despu¨¦s, todo se disolvi¨® en coros y danzas, en educaci¨®n y descanso y otras formas equivalentes de una verticalidad cultural. Comenz¨® el desprestigio del t¨¦rmino cultura.Puede ser todav¨ªa pronto para dictaminar que hay un cierto renacimiento de esas formas populares de conocimiento. Pero hay datos de que por lo menos la vocaci¨®n y el deseo de combatir esa forma de propiedad que es la menos l¨ªcita de todas, la de la cultura y el arte, est¨¢n apuntando con alguna fuerza. Hay que distinguir en estos momentos entre dos formas de difusi¨®n cultural: una que concierne a cuestiones de prestigio, a entregas de dinero para el sostenimiento de unas calidades, el est¨ªmulo personal a creadores distinguidos. Otra que sale a la calle. En torno al San Isidro de Madrid, y no necesariamente generados por la fiesta antigua, se ha producido una serie de manifestaciones populares que van de los fuegos artificiales a la lectura de poemas en la plaza Mayor, pasando por el Festival Internacional de Teatro y por el Teatro en la calle, que han estado especialmente concurridas. No es la calidad de los espect¨¢culos lo que m¨¢s importa en este momento, sino la asistencia a ellos, con desario al fr¨ªo y al agua. Mayor asistencia cuenta mayor gratu¨ªdad. Una demostraci¨®n de que el obst¨¢culo precio sigue siendo esencial.
Y no casual. El grupo de acontecimientos, expresiones y ense?anzas y goces que llamamos cultura se ha ido paulatinamente encareciendo en los ¨²ltimos siglos. Es una paradoja que, a medida que han ido progresando los med¨ªos mec¨¢nicos de reproducci¨®n, presididos por la declaraci¨®n de que as¨ª llegar¨ªan a mayor n¨²mero de personas, la diferencia entre el nivel adquisitivo popular y el precio de la cultura haya ido creciendo, al mismo tiempo que se le daba a la palabra cultura el car¨¢cter restrictivo, de c¨ªrculo cerrado, de minor¨ªas, de antivulgariz aci¨®n. La paradoja se explica m¨¢s de una vez por razones de propiedad restringida, de negaci¨®n de acceso. Suele unirse a la idea de que la cultura debe ser aburrida, por una parte; por otra, de que aquello que se da -aparentemente se regala- tiene que tener una determinada direcci¨®n que convenga no a quien la recibe, sino a quien o qu¨ªenes la dan. La televisi¨®n y la radio son algunos ejemplos de este mercado.
La demanda cultural, que es muy patente en las autonom¨ªas, que son mucho m¨¢s compactas y mucho m¨¢s coherentes que Madrid, est¨¢ siendo atendida tambi¨¦n en esas dos direcciones. Pueden ser un riesgo mientras no se comuniquen entre s¨ª. Pueden terminar en el defecto anterior: la creaci¨®n de un mandarinato, la diferenciaci¨®n de lenguajes y, por tanto, de pensamientos. La corriente que se est¨¢ advirtiendo en estos d¨ªas, que se acent¨²a hacia el verano, tiende a anular las separaciones. Es una cuesti¨®n de administraci¨®n del dinero y de pulcritud ideol¨®gica en qu¨ªenes est¨¢n elegidos para esta misi¨®n.
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