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Tribuna:CR?NICAS URBANAS
Tribuna
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Grandes almacenes

Manuel Vicent

S¨®lo quer¨ªa comprar unas camisetas para sus hijos y hab¨ªa elegido esos grandes almacenes porque all¨ª se pod¨ªa dejar el coche en el s¨®tano sin pagar aparcamiento. Entr¨® por el t¨²nel a las nueve de la ma?ana. El empleado de la garita le sonri¨® con una mueca de pl¨¢stico y levant¨® la barra, pulsando la tecla con cierta amabilidad, aunque a esa hora el subterr¨¢neo ya estaba completo. La mujer tuvo que abandonar el autom¨®vil abierto en la rampa de acceso y entregar las llaves a un sujeto de mono blanco que llevaba el nombre del establecimiento estampado en el lomo. En esa catacumba, los pasos de cebra y unas flechas luminosas indicaban el camino hacia los ascensores. Ella se sorprendi¨® un poco al ver que en el interior de algunos veh¨ªculos estacionados unas parejas se hac¨ªan el amor rodeadas de paquetes. Tambi¨¦n le llam¨® la atenci¨®n otro hecho ins¨®lito: en el suelo de cemento hab¨ªa unos se?ores muy elegantes, que parec¨ªan clientes, tirados sobre una manta durmiendo a pierna suelta.La mujer subi¨® directamente a la secci¨®n infantil de la quinta planta y se puso a mirar las mesas y mostradores donde se hallaban ordenadas por tallas todas las prendas para ni?os. Desde el primer momento un dependiente risue?o trat¨® de ayudarla. Ella se limit¨® a escoger unas camisetas de algod¨®n, y cuando se dirig¨ªa a la caja, de pronto se acord¨® de la cacerola. El menaje de cocina estaba en el piso inferior. Aquella se?ora no era sino una hormiga m¨¢s en el hirviente barullo que se agitaba fren¨¦ticamente por los distintos departamentos, y no demostraba una voracidad especial. Las escaleras mec¨¢nicas transportaban seres inm¨®viles como maniqu¨ªes hacia otros espacios, los altavoces interrump¨ªan a veces la m¨²sica de ambiente para dar reclamos de ofertas, ventas posbalance, rebajas, semanas de la China y otras promociones esot¨¦ricas y, en medio del oleaje de consumidores, hab¨ªa guardas jurados con galones y un pistol¨®n desmesurado que les flotaba a la altura de los ijares.

El edificio se ha levantado en el centro comercial de la ciudad. Por fuera es un mazacote sin ventanas, de aspecto gris, un herm¨¦tico fort¨ªn con una predela de escaparates a ras de la acera. Por dentro exhala un perfumado hedor a moqueta acr¨ªlica bajo un batido de ne¨®n pastoso que se disuelve en las cabezas de la aglomeraci¨®n; pero ese gran almac¨¦n contiene todo lo que a un contribuyente normal le puede apetecer, desde bragueros teutones hasta viajes a Tahit¨ª pagados en c¨®modos plazos. Por eso, a la mujer le result¨® muy f¨¢cil encontrar la cacerola deseada. Durante alg¨²n tiempo se movi¨® entre ollas, sartenes, electrodom¨¦sticos, esp¨¢tulas, instrumentos de cirug¨ªa culinaria y bistur¨ªs de cocina amenizados por una melod¨ªa cenital de Julio Iglesias; y mientras una empleada le envolv¨ªa la perola de aluminio, pens¨® que la moderna ama de casa se hab¨ªa convertido en una reina de quir¨®fano. Despu¨¦s de pagar el importe, la se?ora quiso llegar a la calle por la primera puerta, pero aquel vano daba directamente a un pasillo ciego. Entonces le pregunt¨® a un tipo con rev¨®lver.

-?D¨®nde est¨¢ la salida?

-No lo s¨¦.

-Estoy buscando el ascensor para bajar al aparcamiento.

-?Qu¨¦ aparcamiento?

-El s¨®tano.

-Yo soy nuevo en la casa. Pregunte a cualquier encargado.

Remolino de cuerpos y paquetes

Aquel se?or del rev¨®lver le hab¨ªa contestado con cara de perro y ella ahora comenzaba a sentir un calor asfixiante en ese recinto cerrado. Todas las salas estaban llenas de gente palpando las mercanc¨ªas y las miradas de la multitud ten¨ªan un brillo de sudor o de fiebre ante los objetos amontonados en las largas bancadas. Se abri¨® paso a codazos por algunas galer¨ªas y de repente vio una manada que corr¨ªa hacia un montacargas. La mujer se precipit¨® dentro de aquel remolino de cuerpos y paquetes y de repente la caja blindada sali¨® zumbando en direcci¨®n a la estratosfera. Se detuvo bruscamente en la ¨²ltima planta y all¨ª las sardinas en lata se vaciaron con una violenta bocanada en busca de otros cacharros. Ella s¨®lo deseaba bajar al s¨®tano, pero el as censor qued¨® parado algunos minutos con la puerta abierta y en el tablero hab¨ªa comenzado a parpadear un bot¨®n rojo en se?al de aver¨ªa. La se?ora esper¨® con la cace rola en la mano hasta que alguien le dijo que si quer¨ªa comprar cosas en otro departamento pod¨ªa utilizar la escalera mec¨¢nica.

-Estoy buscando la salida.

-?Qu¨¦ salida?

-A la calle.

-Ah, s¨ª, la calle. Recuerdo que al principio a m¨ª me pas¨® lo mismo.

Los grandes almacenes modernos est¨¢n construidos con una estrategia de ratonera. Tienen una entrada muy f¨¢cil, con vest¨ªbulos de excitantes arcadas. Incluso se puede acceder a ellos por debajo de la tierra a trav¨¦s de t¨²neles que han perforado la ra¨ªz de los muros como un queso gruyere. Pero tan pronto el peque?o roedor ha ca¨ªdo dentro, el laberinto se complica cada vez m¨¢s. Las sucesivas dependencias se van enredando, todas las paredes se vuelven lisas, los espacios toman una f¨®rmula cuadrangular, los distintos vol¨²menes se repiten en cadena unificados por el hilo musical y la luz pastosa. Podr¨ªa considerarse un hecho anecd¨®tico que aquella mujer no encontrara la salida, aunque los casos como el suyo han sido calculados cient¨ªficamente. Est¨¢ probado por los psic¨®logos de consumo que si alguien, ya sea rata, hormiga o ciudadano medio, se entretiene 15 minutos buscando una escapatoria, siempre acabar¨¢ comprando alguna cosa m¨¢s. Pero la mujer se sent¨ªa angustiada y se acerc¨® por tercera vez a una dependienta para explicarle el problema. Llevaba mucha prisa, hab¨ªa concertado una cita con el callista y buscaba una puerta, un ascensor, una escalera principal o de servicio, cualquier hueco que le permitiera llegar cuanto antes a la calle, porque adem¨¢s comenzaba a notar cierto ahogo. La dependienta hizo la mueca habitual. Le contest¨® que no deb¨ªa preocuparse por eso, que se tranquilizara, que subiera a la cafeter¨ªa a tomar algo. Tambi¨¦n le dijo que el establecimiento ten¨ªa un servicio de reparto de mercanc¨ªas hasta el domicilio de los se?ores clientes y ser¨ªa bueno que lo usara. Ella pod¨ªa seguir comprando sin parar y cuando se le acabara el dinero deber¨ªa pedir una tarjeta de cr¨¦dito. Le ser¨ªa facilitada al instante por el personal habilitado.

-Se?orita, son las once de la ma?ana. Llevo un par de horas aqu¨ª dentro. S¨®lo deseo salir.

-?Ha dicho usted salir?

-Eso es. Salir a la calle.

-Ah, s¨ª, la calle.

-?(Qu¨¦ sucede?

-Espere. Vuelvo en seguida.

A medida que pasaba el tiempo, la mujer comenz¨® a experimentar una sensaci¨®n rara. El gran almac¨¦n se ve¨ªa totalmente abarrotado de cacharros y cuerpos, s¨®lo que aquel gent¨ªo parec¨ªa la repetici¨®n uniforme de la misma persona, en versi¨®n masculina o femenina, como si todas las dependencias del establecimiento hubieran sido invadidas por los propios maniqu¨ªes, que no cesaban de comprar de una manera mec¨¢nica cuantos objetos les ofrec¨ªan unos empleados, tambi¨¦n de pl¨¢stico.. Pod¨ªa tratarse de una alucinaci¨®n debida a la claustrofobia. Eran seres con una expresi¨®n de cera, con las hombreras muy cuadradas, los ojos de baquelita y un vaho de pegamento en las pelucas. La mujer decidi¨® salir de all¨ª sin ayuda y durante alg¨²n rato fue dando vueltas por todas las paredes, se perdi¨® en un d¨¦dalo de pasillos deshabitados que al final la devolv¨ªan siempre al departamento de perfumer¨ªa, o la secci¨®n de lencer¨ªa, o a la divisi¨®n de caballeros, o a un desv¨¢n repleto de embalajes. Comenz¨® a caminar por una galer¨ªa" desierta con terribles golpes de tac¨®n que resonaban en el vac¨ªo, y cuando ya iba a llegar a la mampara del fondo vio detr¨¢s del cristal. la esfumada silueta de un guarda jurado con pistola. Todas las puertas conduc¨ªan a espacios herm¨¦ticos, a corredores circulares o a terminales de subterr¨¢neo o azotea donde hab¨ªa un tipo armado impidiendo el paso.

El plato del d¨ªa

Despu¨¦s de una hora consigui¨® descubrir aquel s¨®tano rebosante de autom¨®viles que, por supuesto, tambi¨¦n ten¨ªa el t¨²nel de acceso a la v¨ªa p¨²blica cegado con una plancha blindada. All¨ª pudo contemplar de nuevo el mismo espect¨¢culo sorprendente. Dentro de los veh¨ªculos estacionados en tercera fila hab¨ªa muchas parejas haci¨¦ndose el amor con abrazos ortop¨¦dicos y chasquidos de muelle bajo grandes paquetes de regalo, y los suspiros de placer parec¨ªan salir de un transistor incorporado en la tripa de cada amante. Sobre las manchas aceitosas de aquel suelo de cemento se ve¨ªa una extensi¨®n de se?ores elegantes y derribados que eran clientes sumidos en un largo sue?o. A la una de la tarde aquella mujer hab¨ªa llegado a la conclusi¨®n de que el edificio no pose¨ªa una sola fisura. Se sent¨ªa incapaz de huir de ese bloque de hormige5n.

Trat¨® de serenarse un poco. Desde la catacumba subi¨® otra vez en el ascensor hasta la cafeter¨ªa de la ¨²ltima planta. Ahora la mujer estaba sentada a una mesa y alrededor de ella muchos maniqu¨ªes tomaban el plato del d¨ªa. Un medall¨®n de merluza congelada, unas croquetas de pollo y flan de polvos pinos. Los maniqu¨ªes hablaban animadamente entre s¨ª, e incluso se re¨ªan con carcajadas de pl¨¢stico ense?ando la dentadura de ma¨ªz h¨ªbrido. Uno de ellos vino con la gran noticia:

-Acaban de entrar veinte capiton¨¦s con nuevas mercanc¨ªas.

-?No es posible!

-Os lo juro.

-Hay que felicitar al jefe.

Saltaban, re¨ªan, daban v¨ªtores y palmadas como en una fiesta de ni?os. Despu¨¦s de todo tampoco hac¨ªa falta salir de los grandes almacenes para ser feliz. All¨ª dentro hab¨ªa de todo: peluquer¨ªas, retretes, guarder¨ªa infantil, restaurante con platos combinados y tambi¨¦n se pod¨ªa recorrer el mundo mirando los paisajes lejanos de los folletos de la agencia de viajes. En ese edificio sin ventanas de aspecto gris s¨®lo entraban y sal¨ªan mercanc¨ªas. Al amanecer llegaban a trav¨¦s de t¨²neles unas moles de enorme tama?o, unas caravanas de niebla en forma de cami¨®n y descargaban el arsenal de cacharros en los pozos m¨¢s profundos. Unas hormigas de uniforme clasificaban los enseres en otra cripta y las poleas mov¨ªan tinas cintas de lin¨®leo que iban distribuyendo los objetos por las distintas dependencias. El establecimiento tambi¨¦n pose¨ªa una esmerada organizaci¨®n de reparto a domicilio. En medio de ese tr¨¢fico de paquetes los clientes s¨®lo deb¨ªan emitir el acto volitivo de comprar. Los clientes eran seres puros como m¨¢quinas, entes inmutables como categor¨ªas de consumo que nunca abandonan su sitio. Permanec¨ªan siempre en el interior de ese bloque, ajenos a toda esperanza. Aquella mujer supo claramente que en el edificio de los grandes almacenes no hab¨ªa un hueco que permitiera la libertad de suicidarse arroj¨¢ndose a la calzada, pero lo estuvo buscando durante toda la tarde. Un jefe de maniqu¨ªes le sonri¨® al fondo de un pasadizo.

-Se?ora, este corredor no conduce a ninguna parte.

-Me siento un poco perdida.

-No tema nada.

-Tal vez mi familia est¨¦ preocupada.

-Tome esta tarjeta de cr¨¦dito.

-Quiero salir a la calle.

-?A qu¨¦ calle?

La mujer no comprend¨ªa que aquel caballero le dec¨ªa estas cosas por su bien.Ten¨ªa obligaci¨®n de relajarse. Dentro del mazacote cuadrangular hab¨ªa ofertas, regalos, promociones, rebajas, m¨²ltiples aparatos y cualquier deseo pod¨ªa ser calmado de un modo autom¨¢tico. Las escaleras mec¨¢nicas se, cruzaban en aspa a¨¦reamente y acarreaban cuerpos con una expresi¨®n de goma espuma hacia otros espacios, y la luz batida con la melod¨ªa sideral de Julio Iglesias se vert¨ªa sobre los mostradores cargados de utensilios de toda ¨ªndole, y los maniqu¨ªes agolpados adquir¨ªan nuevas mercanc¨ªas alargando los brazos ortop¨¦dicos en la crepitante densidad del lugar cerrado. Al caer el crep¨²sculo la cornisa del gran almac¨¦n se adorn¨® con una cresta de ne¨®n. Finalmente, en mitad del laberinto, la mujer descubri¨® una cristalera que daba a una acera por donde se ve¨ªan pasar coches y contribuyentes con paraguas. Se peg¨® a ella como un mosquito a una farola. S¨®lo era un escaparate. La mujer comenz¨® a, ara?ar la luna dando alaridos desmesurados para llamar la atenci¨®n de la gente de fuera. Pero la gente: pens¨® que se trataba de un reclamo publicitario. Y algunos peatones desocupados decidieron entrar en el gran almac¨¦n.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empez¨® en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorpor¨® a EL PA?S como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado art¨ªculos, cr¨®nicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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