"?Qu¨¦ hay de malo en la mala Prensa?"
Tal vez ning¨²n pa¨ªs est¨¢ tan preocupado como Colombia por lo que se piensa de ¨¦l en el exterior. Ninguno est¨¢ tan susceptible a las noticias y comentarios de Prensa que puedan afectar su imagen ante el mundo. Y, sin embargo, son muy pocos los que han dado tanto de qu¨¦ hablar a la Prensa extranjera en los ¨²ltimos a?os. Tal parece como si los colombianos tuvi¨¦ramos que sobrellevar el destino de ser exportadores de noticias raras. Buenas y malas, pero muchas de ellas en p¨¢ginas primeras y aun con fotograf¨ªas en colores. Pero la misma inquietud, a veces desproporcionada, que nos causan las noticias perjudiciales para nuestra imagen externa se transforma ante las buenas noticias en un impulso irresistible de magnificarlas hasta el rid¨ªculo.En cualquiera de los dos extremos somos v¨ªctimas de la exageraci¨®n, ya sea por la verg¨¹enza o por el regocijo.
A este paso, ofuscados por las contradicciones de nuestra propia imagen en el espejo del mundo, corremos el riesgo de terminar por no saber a ciencia cierta c¨®mo somos en la realidad.
El balance parece ser desfavorable, sobre todo en el inventario de los ¨²ltimos meses. Un d¨ªa cualquiera de esta semana se encontraban en un mismo peri¨®dico dos noticias enfrentadas. Una se refer¨ªa a la actuaci¨®n de los ciclistas colombianos en la Vuelta a Francia, que, al parecer, era motivo de admiraci¨®n y entusiasmo para la Prensa francesa; la otra dec¨ªa que un colombiano es el due?o y se?or de una isla del Caribe destinada al tr¨¢fico y comercializaci¨®n de la coca¨ªna. Uno termina por preguntarse con la mano en el coraz¨®n con cu¨¢l de las dos noticias se queda, y termina tal vez por no quedarse con ninguna, deprimido por la evidencia de que las malas noticias derrotan a las buenas.
As¨ª es. Los colombianos, en el exterior, consider¨¢bamos como un acto de justicia po¨¦tica que nuestra mala fama de traficantes de drogas fuera, en cierto modo, compensada por el rengl¨®n de exportaci¨®n m¨¢s hermoso del mundo: las flores. En diciembre pasado, la nevada ciudad de Estocolmo parec¨ªa un jard¨ªn de rosas amarillas. Estaban por todas partes y era imposible entrar en alguna sin que uno fuera recibido por una tormenta de rosas que, en realidad, parec¨ªan ca¨ªdas del cielo con una profusi¨®n mayor que la de la nieve. La bella y gentil reina de Suecia le hizo a uno de sus invitados la confidencia de que en Estocolmo era imposible encontrar rosas en invierno, de modo que aquellas turbulencia amarillas hab¨ªan sido importadas de alg¨²n remoto pa¨ªs de calores perpetuos donde las rosas florec¨ªan sin reposo durante todo el a?o. La reina, por supuesto, tuvo la discreci¨®n de no decir qu¨¦ pa¨ªs era ¨¦se ni cu¨¢nto hab¨ªan costado tantas toneladas de rosas transportadas por avi¨®n a trav¨¦s del oc¨¦ano. Pero los colombianos sab¨ªamos, con un justo orgullo patri¨®tico, que eran rosas colombianas. Por eso no fue posible reprimir un estremecimiento de pudor hace pocas semanas, cuando se public¨® en el mundo entero la noticia de que se hab¨ªa descubierto un contrabando de coca¨ªna entre un cargamento de flores colombianas. La mala noticia, una vez m¨¢s, hab¨ªa derrotado a la buena, y era justo suponer que la reina de Suecia, al leer la Prensa aquella ma?ana, tal vez se hab¨ªa preguntado si las rosas amarillas de su fiesta no llevaban oculta tambi¨¦n entre sus p¨¦talos la ponzo?a intempestiva de otra nieve m¨¢s constante e insidiosa que la de las noche eternas de los inviernos de Suecia.
No es f¨¢cil contrarrestar los ¨¦xitos espectaculares de la delincuencia. Se dice que la mafia colombiana ha terminado por derrotar y suplantar a la mafia irlandesa y siciliana en los muelles de Nueva York. No es una condici¨®n reciente. En Gran Breta?a se cuenta que hace muchos a?os vinieron a Colombia dos expertos de Scotland Yard contratados para adiestrar a la polic¨ªa colombiana en la lucha contra los carteristas callejeros. A su llegada al aeropuerto de Bogot¨¢, los dos expertos fueron despojados de todo cuanto llevaban en los bolsillos y obligados de ese modo a regresar a su pa¨ªs de inmediato con el honor hecho trizas. En otro orden de cosas, un oficial del servicio de contrainteligencia de Venezuela contaba hace muchos a?os en privado, no sin una cierta admiraci¨®n, que los esp¨ªas colombianos son los m¨¢s duros de exprimir, pues no hay martirio psicol¨®gico ni f¨ªsico que los obligue a revelar sus secretos. Igual comportamiento -dec¨ªa- lo observaban los delincuentes comunes sometidos a la tortura. La fama del ingenio colombiano para sortear los escollos de la legalidad y burlar los controles policiales se encuentra nmuy bien sustentada por la realidad en el mundo entero, y se funda, por supuesto, en una facultad reprobable. Pero ser¨ªa injusto no reconocerlo, aunque sea en lo m¨¢s secreto de nuestro fuero interno, como el fruto de un talento nacional pervertido por la adversidad social.
Sin embargo -las abuelas lo dicen muy bien-, el mismo Dios que manda la enfermedad inanda el remedio. Al lado de un funcionario de la canciller¨ªa que fue sorprendido en M¨¦xico con un contrabando de coca¨ªna, al lado de un honorable parlamentario que trataba de venderla en Nueva York, al lado de un condenado a la silla el¨¦ctrica por el cargo supuesto de asesinato desalmado y de un malabarista de las finanzas que sorprendi¨® a losbancos de Estados Unidos con un pr¨¦stamo m¨²ltiple de unos 200 millones de d¨®lares, al lado de ellos y de tantos otros que sustentan la mala imagen en los peri¨®dicos, hay otros millares de colombianos -y de latinoarnericanos de todas partes, por supuesto- que andan por el mundo con la patria a cuestas, sin que nadie se pregunte c¨®mo hacen paravivir sin delinquir. Uno se los encuentra en las buhardillas de Europa o de Estados Unidos, durriliendo a veces debajo de los puentes de medio mundo, trabajando como hormigas arrieras para hacer las buenas noticias de cualquier d¨ªa sin ayuda de nadie. Son los aprendices.
Cinco mil ochenta y cuatro aprendices de escritores que se han apretado el cintur¨®n hasta el ¨²ltimo agujero para terminar su libro sin molestar a nadie, los aprendices de m¨²sicos que tocan en el tren subterr¨¢neo, no tanto para recoger unas monedas como para gozar con la resonancia de sus voces en los socavones, los aprendices de teatro que levantan su carpa en las esquinas, los aprendices de pintores en quienes nadie ha de fijarse mientras no los descubra un traficante de artes que les compre sus cuadros a 10 para revenderlos a 10.000. Son como minas ocultas en un sendero inocente, que ir¨¢n estallando poco a poco. Por todas partes y donde menos se espera y de cuyos a?os amargos y azarosos de aprendizaje no volver¨¢ a acordarse nadie -y ellos mismos menos que nadie- cuando lleguen por fin las vacas gordas.
Sin embargo -mientras llegan-, es a ellos a quienes primero desnudan en los aeropuertos, porque los polic¨ªas no pueden entender que viajen en avi¨®n siendo tan pobres, a menos que lleven un tubo de drogas escondido en el trasero. Es a ellos a quienes primero agarran cuando empiezan las redadas, porque no se puede pensar que no se hayan muerto de hambre sin robar, ni se puede pensar que no sean terroristas estando tan peludos y tan p¨¢lidos y tan jodidos. Tambi¨¦n ellos son fruto del mismo talento nacional que alienta a los protagonistas de nuestra mala imagen en el exterior. S¨®lo que van en sentido contrario y al ritmo imperceptible de la perseverancia y la paciencia, como la tortuga del cuento.
Copyright 1983. Gabriel Garc¨ªa M¨¢rquez-Aci.
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