De la chabola a la torre de 14 pisos
Con el desalojo y derribo de Palomeras. desaparece uno de los suburbios mas conflictivos de Madrid, en el que se fueron amontonando desde los a?os sesenta los inmigrantes
Los chabolistas de Palomeras sureste, una de las barriadas m¨¢s conflictivas del distrito madrile?o de Vallecas, comenzaron la pasada semana a abandonar el barrio que ellos mismos hab¨ªan construido, para instalarse en viviendas nuevas y confortables. De Palomeras sureste, uno de los suburbios enclavados en la retaguardia vallecana, s¨®lo queda, tras el traslado de sus habitantes y la destrucci¨®n de las viviendas, alguna chabola perdida, un mont¨®n de ni?os buscando tejas para revenderlas a cualquier precio y ¨¢rboles frutales que sobresalen por encima de los escombros. 30 a?os antes, miles de emigrantes sure?os llegaban a Madrid en busca de trabajo.
Guillermo Osorio, de 60 a?os, natural de Lecha (Badajoz) y jornalero de profesi¨®n, lleg¨® a Palomeras sureste hace 19 a?os, como otros muchos miles de emigrantes que hu¨ªan del hambre y que buscaron refugio en el cerco de los grandes n¨²cleos industriales.La pasada semana, la familia de Guillermo se traslad¨® a un piso a estrenar en Nuevo Palomeras, la barriada donde se realoja a centenares de chabolistas y habitantes de viviendas, en muchos casos construidas por los propios ocupantes, que no re¨²nen las m¨ªnimas condiciones de higiene y salubridad. La noche antes del traslado, Pilar S¨¢nchez, la esposa de Guillermo, no pudo pegar ojo.
Todo estaba a punto para el traslado, el mobiliario desarmado, y los dem¨¢s utensilios, guardados en cajas de madera. S¨®lo quedaba en pie en la casa la cama de Guille, su hijo, de 18 a?os, enfermo de hepatitis. Pilar le prepar¨® la cena como si fuera un d¨ªa cualquiera y cocin¨® dos tortillas para comer al d¨ªa siguiente. Ya de madrugada se acost¨® en el suelo, sobre una tabla, para descansar un poco, pero no pudo dormir porque "ten¨ªa miedo".
Llegaron con los sesenta
Mientras Pilar intentaba conciliar el sue?o, los chicos del barrio corr¨ªan por las cubiertas de las viviendas que iban a ser desalojadas en busca de tejas, que almacenaban despu¨¦s en perfecto orden sobre la acera. A las 7.30 horas la casa empez¨® a llenarse de gente. El marido, Guillermo, regres¨® de su trabajo de guarda nocturno en una empresa, trabajo, y con ¨¦l dos de sus tres hijas, todas casadas, que ven¨ªan a ayudar en la mudanza.
Poco despu¨¦s, la excavadora derribaba de dos zarpazos la casa n¨²mero 25 de la calle del Sardinero, y su propietario, Gillermo Osorio, firmaba por su honor y bajo su responsabilidad un escrito en el que autorizaba el derribo de la casa y la completa inutilizaci¨®n del habit¨¢culo.
Cuando la familia lleg¨® a Palomeras, 19 a?os antes, el barrio era un campo desolado. Aqu¨ª y all¨¢ iban surgiendo como hongos las casas bajas, hasta llegar a insinuar primero, y formar despu¨¦s, un aut¨¦ntico poblado. Una zanja, a la que los vecinos arrojaban el agua sucia, cruzaba la calle. "?Ha sido todo tan dif¨ªcil!", exclama Guillermo. Llegamos ocho a la casa. La mujer, las tres chicas, mi madre, la suegra y Guille, que ven¨ªa de camino. Todos viv¨ªamos en tres piezas diminutas. De aquel tiempo recuerdo, sobre todo, cuando Loli, la peque?a, ped¨ªa pl¨¢tanos y yo no pod¨ªa compr¨¢rselos". Guillermo trabajaba entonces durante el d¨ªa en una serradora, por seis duros, y realizaba horas extras en la esta
De la chabola a la torre de catorce pisos
ci¨®n del Norte limpiando trenes por una cantidad parecida.Las cucarachas y las ratas reinaban entonces en la casa. "Por la noche, en el patio se hac¨ªa dif¨ªcil caminar sin pisar a las cucarachas. El primer d¨ªa, cuando encendimos la placa de carb¨®n, la casa se llen¨® de humo y nos tuvimos que ir todos a la calle para no asfixiarnos". Para conseguir agua la familia se desplazaba con c¨¢ntaros y cubos hasta el puente de Vallecas, a dos kil¨®metros de distancia, donde estaba situada la fuente m¨¢s pr¨®xima. Los aguadores -vendedores de agua- llegaron despu¨¦s. Los hermanos Santos, propietarios de la mayor parte del terreno de Palomeras, negociaban todos los domingos la venta o alquiler de suelo a los chabolistas. "Los contratos se realizaban al aire libre. Ellos ven¨ªan con una mesa y una silla de enea y se pon¨ªan en medio de la calle".
Con el tiempo, Guillermo se hizo propietario. "De noche y a escondidas arregl¨¦ la casa", dice. "Luego llegaban los municipales y ten¨ªas que tirarlo todo o sobornarles. No nos cobraron la licencia legal, pero lo pag¨¢bamos caro". Pilar habla con orgullo de su marido y los arreglos que realiz¨®: "Puso el suelo de terrazo, construy¨® dos habitaciones m¨¢s e instal¨® la luz y el agua. Todo lo hizo ¨¦l". Ahora, cuando les ha llegado la oportunidad de cambiarse a un piso nuevo y gozar de los favores de la civilizaci¨®n, la familia ya estaba acomodada y acoge la mudanza con una cierta nostalgia de su modo de vida horizontal, sin escaleras ni ascensores ni comunidades de vecinos. "Los pisos son nuevos, s¨ª, pero yo me hab¨ªa encari?ado con mi casa y la verdad es que no tengo muchas ganas de empezar de nuevo", confiesa Pilar.
Lo m¨¢s molesto, la comunidad de vecinos
La familia de Guillermo Osorio y Pilar S¨¢nchez lleg¨® a las 11.00 horas a su nueva residencia, un bloque de 14 pisos, en el que ocupar¨¢n 94 metros cuadrados de la octava planta. En el barrio reci¨¦n terminado algunos locales comerciales ya han abierto sus puertas; los ni?os juegan en la calle, y la hierba empieza a crecer. Nuevo Palomeras est¨¢ formada por edificios altos, funcionales y modernos, en los que no se han hecho muchas concesiones a la est¨¦tica. Pero el hecho es que la familia Osorio vive desde el jueves de la pasada semana en un piso con dos terrazas, dos cuartos de ba?o, un sal¨®n amplio y tres dormitorios peque?os.
En pocos minutos la vivienda se llena de gente que transporta paquetes de un lado a otro. Guille, que est¨¢ rebajado del trabajo de la mudanza a causa de su hepatitis, lleva una jaula con dos periquitos a la terraza mientras su madre empieza a encontrar los primeros fallos. "Han puesto baldosas en el suelo de dos tonos distintos. Los lavabos no tienen pie..." Guillermo, su marido, con un martillo y un destornillador, hace los primeros agujeros en la pared del cuarto de ba?o para instalar el armario de formica.
De su nueva vida, lo que m¨¢s le molesta a Guillermo es la comunidad de vecinos. "Yo estoy acostumbrado a vivir en mi casa solo, sin gente ni por arriba ni por abajo, y ahora estoy rodeado. No s¨¦ c¨®mo voy a adaptarme". A Guille, que es el m¨¢s joven, el cambio de situaci¨®n no le preocupa mucho; no hay en ¨¦l sentimiento de desarraigo o miedo. "Lo que quiero ahora", dice, "es curarme y volver a mi vida normal". Su pandilla del barrio se traslada tambi¨¦n a Nuevo Palomeras. "Los domingos" dice, "si hay pelas nos abrimos por ah¨ª a bailar, y si no, nos quedamos por la zona. Yo de novia, nada; s¨®lo amiguitas". Desde hace dos a?os trabaja en una pescader¨ªa en la calle de Embajadores, en la que gana 30.000 pesetas, que entrega en su casa para ayudar a la familia. No quiere estudiar. "Para qu¨¦ voy a empollar los libros", reflexiona melanc¨®lico, "si luego no hay trabajo".
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